Interior de un autobús en
movimiento, trayecto Zaragoza-Madrid, por la mañana. La acción tiene lugar en
los asientos 7 y 8, donde conversan dos hombres de edad indeterminada que no se
conocen de nada.
—¿Me puede dejar el periódico?
—dice el hombre moreno del asiento 7.
—Claro —asiente el hombre rubio
del asiento 8, que se muere por echar una cabezadita—. Tome.
—Gracias. Lo leo enseguida, eh.
—No hay prisa.
—Sólo quiero ver la cartelera.
A ver, a ver... ¿A usted le gusta el cine?
—Sí..., bastante.
—A mí mucho. Voy siempre que
puedo. Me encanta meterme en un cine y ser transportado a otro mundo. —Cierra
el periódico—. ¿A usted qué le gusta?
El hombre rubio duda.
—No sé..., viajar.
—¿Ve? El cine es lo mismo. Es
como viajar. Pero sin tener que hacer y deshacer las maletas.
—También me gusta leer —comenta
con retintín, señalándole el periódico.
—Sí, pero leer es también como
el cine. Pero con más letras. Con muchos subtítulos y acotaciones. Es curioso,
¿verdad? ¿No le parece que todo se parece al cine, de alguna manera?
—Bueno...
—El cine es algo mágico,
maravilloso, es el mejor invento del mundo, sin duda alguna.
El hombre rubio suspira, algo
hastiado.
—Oiga..., también me gusta el
silencio.
—Y a mí. Como en el cine mudo.
El mejor cine, desde luego. Donde estén las películas antiguas, las mudas, en
blanco y negro, que se quite todo. El cine es maravilloso, por supuesto, pero
aun así ya no es lo que era. Antes, antes sí que se hacían buenas películas...
—Quisiera dormir un poco, si no
le importa.
—¿Ve? Como en el cine. Es el
mejor lugar para dormir, se lo digo yo. Más de una vez me he dormido en el
cine. Hay cada película que invita a ello, desde luego...
—Y cada pasajero en estos
autobuses...
—¿Sí? No me había fijado. ¿Cómo
son?
—Muy pesados.
—¿Sí? Como algunas películas
suecas. Son pesadísimas.
—Oiga...
—¿Qué?
—Si no se calla y lee el
periódico, que para eso se lo he dejado, lo mato.
El hombre moreno se queda de
una pieza.
—¿Me mata? ¿A mí?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por pesado.
—Pero... no me conoce de nada.
—Mejor. Así si lo mato no me
podrán relacionar con usted.
—Va de farol. —Rompe a reír—.
Casi me ha dado un susto de muerte, nunca mejor dicho.
—No voy de farol. Soy... un
asesino.
—¿Un asesino?
—Sí. Llevo navaja y pistola.
—No me lo creo.
—¿Y si se las enseño?
—En ese caso, a lo mejor me lo
creo.
—Bien. —El hombre rubio saca de
entre sus ropas una navaja de cachas nacaradas y una pistola negra y ligera.
—¡Dios!
—Se lo he dicho. —Las vuelve a
guardar.
—Joder... —El hombre moreno se
ha quedado momentáneamente sin palabras. Asustado pero todavía algo reticente,
vuelve a la carga—. ¿No será usted policía?
—¿Policía? Pero bueno, ¿sigue
sin creerme? ¿Cree que tengo pinta de policía?
—No. Pero nunca se sabe. A lo
mejor si es de la secreta...
—Que no. Que soy un asesino —insiste
el hombre rubio, ya fuera de sí.
—Vale, vale. Le creo. —El hombre
moreno suspira, conmocionado—. Joder, un asesino... Estoy como en una película.
—No empiece.
—Perdone. Oiga..., ¿y eso le da
para vivir?
El hombre rubio tuerce el
gesto, agacha la cabeza.
—Pues no, la verdad —confiesa
avergonzado—. Pero porque lo hago por hobby, no para sacar dinero. En
realidad... soy notario.
—Ah.
—Pero me gustaría ser
profesional, ya sabe. Atreverme a dar el salto, a dejar mi otro trabajo —dice
con emoción en la voz.
—Entiendo, entiendo. Bueno, voy
a leer la cartelera, eh. —Y abre el periódico.
—No, no. Ahora no va a leer
—dice el asesino, cabreado—. Ahora lo voy a matar. —Y se echa la mano a las
ropas, a por las armas.
—Pero si ya me callo —dice
suplicante el hombre moreno—. He aprendido la lección, de verdad. No me mate,
por favor. Soy un pesado, me lo dice siempre mi mujer. Eres un pesado, me dice
siempre.
—¿Está casado? —El asesino no
saca las armas.
—Sí, desde hace siete años.
—En ese caso... no lo voy a
matar.
—¿No?
—No. Al fin y al cabo, por un
pronto... Y teniendo mujer, no lo puedo matar. Dejar a una mujer sola no es de
caballeros.
—Hombre, no se quedaría sola...
El asesino lo mira sin
comprender.
—¿Qué quiere decir?
—Mi mujer tiene un amante.
Bueno, a lo mejor tiene más. Pero sé que me engaña con un antiguo novio.
—Lo siento.
—No, lo tengo asumido.
Aunque... estaba pensando en una película.
El asesino resopla.
—Ya empezamos.
—No, no. Estaba pensando que...
ya que es usted un asesino con buen corazón, ¿no querría matar a mi mujer?
—¿Yo? ¿A su mujer?
—Sí, a la adúltera de mi mujer.
—Ya le he dicho que no soy un
profesional. No pago a la seguridad social ni nada.
—Sí, pero se tendrá que lanzar
antes o después, ¿no? No va ser siempre un hobby.
—Ya, pero...
—Nada de peros. Y además, a mí
no me importa que sea un trabajador ilegal. Con tal de que haga bien el
trabajo, a mí lo demás me da lo mismo. ¿Qué, se anima?
—No sé, no sé...
—Venga, hombre. Yo le necesito,
es mi hombre, la persona que puede salvar mi vida. Y tengo dinero, eh, el que
quiera. Por dinero va a ser... ¿Qué dice?
—¿Sabe? —sonríe el hombre
rubio—. Tiene razón. Tiene mucha razón. Me animo, qué coño. Le mato a su mujer,
y con mucho gusto además.
—¿De verdad? ¿No se echará
luego atrás?
—No. Soy un hombre de palabra.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Sabe? —dice el hombre moreno,
emocionado—, creo que esto es el inicio de una gran amistad.
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