jueves, 31 de mayo de 2012

EN LA FERIA DEL LIBRO DE ZARAGOZA

Llega la Feria del Libro de Zaragoza. Del 1 al 10 de Junio en la Plaza de Aragón. Pongo el programa a continuación:

http://www.feriadellibrodezaragoza.com

Yo tomaré parte en las siguientes actividades:

Sábado 2 de Junio
21:30 h. Pub El refugio del Crápula. "La Feria. Punto y aparte". Lecturas poéticas y dramatizadas. Con Roberto Malo, David Jasso y El Colectivo de Actores.

Martes 5 de Junio
En horario de tarde
Caseta de Librería París: Firman Roberto Malo, Pilar Eyre y Genoveva Rodea.

Miércoles 6 de Junio
En horario de tarde
Caseta de Mira Editores: Firman Óscar Bribián, David Jasso, Roberto Malo, Fermín Moreno y José María Tamparillas.

Miércoles 6 de Junio
20:00 h. Patio del edificio de Capitanía. Presentación de Insomnia, relatos para no dormir (Grupo Ajec). Presentadores y autores: David Jasso, Óscar Bribián, Roberto Malo, Fermín Moreno y José María Tamparillas.

José Rafael Martínez reseña "Insomnia, relatos para no dormir" (Grupo Ajec) en Crónicas Literarias. Pongo el enlace a continuación:


Sábado 9 de Junio
En horario de mañana y tarde
Caseta de Ediciones Nalvay: Firma Roberto Malo.

Sábado 9 de Junio
21:30 h. Pub Juan Sebastián Bar. "La Feria. Punto y aparte". Lecturas de humor. Con Roberto Malo, Miguel Carcasona, Daniel Gascón, Santiago Gascón y Amadeo Cobas.

Diez días intensos, para disfrutar a tope. Yo espero asistir a un montón de eventos. ¡Nos vemos!

lunes, 28 de mayo de 2012

RESEÑAS DE "LA MADRE DEL HÉROE" (14)

Reseña de "La madre del héroe" (OQO, 2011) en Baturricos. Pongo el enlace a continuación:

http://www.baturricos.com/tienda_baturricos/product.php?id_product=10

El libro está ilustrado por Marjorie Pourchet.

Por cierto, en El taller de los cuentos han realizado unos chiquillos un original vídeo sobre el cuento. Pongo el enlace a continuación:


En la fotografía, María José Menal, Roberto Malo y Ángel Vergara, miembros del Grupo Galeón, representando el cuento de "La madre del héroe".

Asimismo, el escritor Ginés Vera me ha entrevistado en El eterno escritor. Pongo la entrevista a continuación:


viernes, 25 de mayo de 2012

LOS FAVORES SE PAGAN



Tomás observó durante un instante su estampa desgarbada en el espejo de la habitación. Después, cansinamente, abandonó su triste reflejo y se sentó en un sofá. Tomó la cuchilla de afeitar y la acercó a su muñeca.
-Al diablo con todo –se dijo.
Las venas azules de su muñeca miraron la cuchilla con horror. La habitación en silencio lo contempló con morbosa expectación.
-Joder, voy a poner el sofá perdido de sangre –pensó de pronto, estúpidamente.
Tomás siempre hablaba solo, consigo mismo. Vivía solo, estaba loco y se encontraba desesperado. Eran tres buenas razones para hablar solo.
-Bueno, al diablo el sofá –siguió pensando.
Posó suavemente la hoja sobre su muñeca izquierda, temblándole la mano de manera visible, y sus frágiles venas sintieron el frío contacto de la muerte lenta.
Se miró pensativamente la muñeca. Estaba procediendo de la manera adecuada; cuchilla de afeitar, muñecas preparadas, sentado plácidamente... Era un suicidio correcto. Pero faltaba un pequeño detalle: la carta al señor Juez.
-Al diablo el señor Juez –pensó con rabia.
Separó levemente la hoja y decidió que ya era el momento; el sublime momento de abrirse las dos muñecas.
-Adiós, mundo cruel –se despidió, casi teatralmente.
-¿Qué coño estás haciendo? –dijo de pronto una voz.
Tomás dejó caer la cuchilla, que se precipitó silenciosamente al suelo. Alzó los ojos y observó anonadado lo que tenía delante.
Era un tipo alto y corpulento, envuelto en una túnica perlina y laureado con dos alas blancas en la espalda. Su mirada tenía un aire de desaprobación.
-¿Quién eres? –balbució Tomás, levantándose del sofá dando un respingo.
-Tu ángel de la guarda –dijo el tipo afablemente.
-¿Mi ángel de la guarda? ¡Anda ya! –se mofó el muchacho.
-¿Quién crees que soy entonces? –replicó el hombre-. ¿Un bailarín que se ha escapado del lago de los cisnes?
Tomás lo miró de arriba abajo, comprendiendo. Era un ángel. Tenía que ser un ángel.
-¿Y qué haces aquí? –le preguntó.
-He venido para impedir que te mataras.
-Vaya... ¿Y por qué hasta hoy nunca había sabido nada de ti?
-Hasta hoy no habías estado en peligro –explicó el ángel.
-Ah –articuló Tomás, boquiabierto.
Visto así, tenía sentido.
El ángel se acercó más a él.
-¿Por qué te ibas a matar? –inquirió con un ligero tono de interrogatorio.
Tomás agachó la cabeza, avergonzado.
-No me quieren las mujeres –dijo en voz baja-. Las necesito, pero ninguna me quiere. Y necesito una que me comprenda. O, bueno, que no me comprenda pero que se acueste conmigo.
-Caramba, si lo que quieres es acostarte con una mujer, vete de putas –dijo el ángel guiñándole un ojo.
-¿Que me vaya de putas? –repitió Tomás, asombrado-. Coño, yo nunca pagaría a una mujer para que me hiciera el amor.
-Entiendo, entiendo –asintió el ángel seriamente-. No te rebajas a pagar a una mujer por eso; tienes demasiado orgullo.
-No, no es por eso –repuso Tomás al instante-. Yo no tengo nada de orgullo. Lo que sucede –matizó- es que tampoco tengo ni un céntimo.
El ángel sonrió abiertamente, se cruzó de brazos y dio dos pasos hacia atrás.
-Bueno, me gustaría quedarme pero me tengo que ir. No obstante, recuerda que si te vas de putas, siempre tienes tiempo de arrepentirte, sobre todo si el precio es elevado. Recuerda que si matas a alguien, siempre te puedes arrepentir. Y recuerda que si te suicidas, ya no te puedes arrepentir. Así pues, no se te ocurra nunca suicidarte.
Y dicho esto, el ángel se esfumó; desapareció como una bruma inhalada fugazmente por un minúsculo aspirador invisible.
Tomás quedó algo acharado, rodeado nuevamente por su soledad, y miró la cuchilla del suelo con desprecio. Había decidido no suicidarse.
-Me ha convencido el ángel –se dijo.
La normalidad –si se puede llamar así- había vuelto. Y al haberse disipado sus pensamientos de suicidio volvió a sus pensamientos de siempre.
-Necesito una mujer –le dijo a la pared-. Sólo una mujer. ¿Es pedir demasiado?
Las paredes estaban cansadas de oír lo mismo una y otra vez.
-¡Quiero una mujer! –gritó con desesperación, exasperándose su alicaído ánimo-. ¡Quiero una mujer! –volvió a decir por si las paredes no lo habían oído todavía.
-Vale, vale, latoso –dijo una voz apesadumbradamente-. Llevo toda la vida oyendo lo mismo. Está bien, tú ganas, te conseguiré una mujer.
Tomás observó alucinado lo que tenía delante.
Era una anciana obesa y pequeña como una pelota de playa, ataviada con un extraño vestido carmesí que parecía salido de la Edad Media.
-¿Cómo has entrado? ¿Quién eres? –preguntó patitieso viendo que las sorpresas nunca vienen solas.
-Soy tu hada madrina –respondió la anciana con toda la naturalidad del mundo.
Tomás se quedó mudo.
-Sí, tu hada madrina –repitió ella, viendo la mueca de asombro que se había formado en su rostro-. Ya sé que piensas que las hadas sólo salimos en los cuentos, pero es que esto es un cuento.
Tomás la miró como quien mira un fantasma, intentando recordar si no se habría fumado varios porros. ¿Estaba viendo alucinaciones? ¿O es que estaba loco? No, no eran alucinaciones. La tenía enfrente; casi la podía tocar.
-Te voy a conseguir una mujer –añadió la vieja-. Te la has ganado, por pesado.
-¿Qué dices? –dijo Tomás, iluminándose sus ojos-. ¿Me vas a conseguir una mujer?
-Así es. Pídeme la mujer que quieras.
-¿Cualquiera?
-Cualquiera.
-Coño –sonrió Tomás-, ¿qué tal Uma Thurman?
La vieja lo observó largamente, meditabunda.
-¿Sabes inglés? –inquirió tras reflexionar.
-No.
-Entonces nada. No resultaría.
-Vaya –lamentó Tomás-. Bueno, te lo voy a poner fácil. Quiero a Laura.
-¿Qué Laura?
-Laura Rodríguez –especificó Tomás-. Es compañera mía de trabajo.
La vieja sonrió levemente.
-De acuerdo. Eso está hecho –dijo con seguridad en su voz-. Dentro de poco vendrá aquí, a tu casa. No sabrá por qué, pero vendrá, ya lo verás. Yo me encargaré de eso.
-Suena bien –opinó Tomás maravillado.
-Pero..., una vez que entre en tu casa, yo no tendré poder sobre sus actos. Lo que suceda será labor tuya –acordó-. ¿Sabrás ligártela, no? ¿Sabrás decirle las palabras oportunas en el momento oportuno?
Tomás se ruborizó ligeramente.
-Bueno, no sé..., la verdad..., no tengo mucha experiencia...
-Me lo temía –resopló la vieja-. En fin, no hay problema. Tengo remedio para todo -se echó una mano al costado y sacó un frasquito de cristal de entre sus ropajes-. Toma –dijo entregándoselo-. La invitas a tomar algo y echas unas gotas de este bebedizo en su copa. Al beberlo, se rendirá ante ti, caerá a tus pies y podrás hacerle todo lo que quieras.
Tomás sonrió maliciosamente y observó con agrado el líquido ambarino que oscilaba dentro del frasquito.
-¿Seguro que pasará eso? –preguntó como si no se lo creyera, como si no se lo pudiera creer-. ¿No será esto un sueño?
La vieja sonrió con indulgencia.
-Sucederá, te lo garantizo –manifestó, sacando una hoja de papel-. En este documento –indicó- aseguro que todo lo que te he dicho se cumplirá. ¿Quieres firmar?
-¿Firmar? –dijo Tomás extrañado.
-Sí, es puro formulismo.
-Bueno... –accedió.
Y firmó en el papel, sin molestarse en leerlo.
-En fin, se me hace tarde... –dijo la vieja dedicándole una sonrisa de oreja a oreja-. Tengo trabajo.
Y antes de que Tomás pudiera despedirse, ella se desvaneció, perdiéndose en el aire como si nunca hubiera estado allí.
Tomás se quedó quieto, de pie, sonriendo como un bobo.
-¿Quién es el tío con más suerte del mundo? –le preguntó al espejo.
-Tú no, desde luego –respondió su reflejo.
Tomás gruñó, mandó a la mierda al espejo y se fue a arreglar. Se cambió de camisa, de pantalón, se afeitó pulcramente y se ordenó un poco sus cabellos castaños; debía estar guapo para la gran cita.
Pero de pronto bramó el timbre de la puerta.
Tomás dio un bote tremendo, como si le hubieran dado un fuerte pinchazo en todo el trasero.
-Ya está –se dijo-. Pues sí que es eficiente mi hada madrina...
Contempló la puerta, dudando si abrir o no.
-Dios, yo por fin con una mujer... –pensó excitado, sudando y sintiendo que la timidez lo devoraba.
-¡Mensaje urgente! –oyó a través de la puerta.
Tomás suspiró, decepcionado y aliviado a la vez.
Caminó hasta la puerta y la abrió.
Un joven bien parecido aguardaba.
-Debía entregarle esto en mano, señor –dijo éste dándole un sobre-. Es importante.
-Gracias –asintió Tomás.
Cogió el sobre y le cerró la puerta al joven en las bien parecidas narices.
Observó la carta. No había sello alguno y su nombre y su dirección aparecían con letras muy formales, casi demasiado formales. Miró el remite; sólo había escritas dos palabras: “El Cielo”.
-¿Qué es esto? –se dijo asombrado.
Abrió el sobre y leyó el papel que había dentro. Decía lo siguiente:


“Uno de nuestros ángeles le ha salvado la vida. Y ha sido un gran placer para nosotros. Esperamos que como muestra de agradecimiento y desinteresadamente nos devuelva el favor depositando la módica cantidad de cien euros -¿qué son cien euros comparados con una vida?- en el cepillo de San Damián de la basílica del Pilar. Gracias por ello”.


No ponía nada más. Ni firma ni nada.
Tomás lo volvió a leer, abrumado.
¿Era una broma? No, ¡diablos!, no podía ser.
-Tendrá cojones... –se dijo.
Pero no le quiso dar vueltas. Suficientemente preocupado estaba ya con el asunto de Laura.
¿Vendría realmente?
Por si acaso, decidió prepararse. Fue a la cocina, abrió la nevera y sacó una botella de champán. Sacó también dos copas y las llenó. En una de ellas echó unas gotas del bebedizo.
¿Qué efecto produciría en ella? ¿Se pondría cachonda? ¿Quedaría hipnotizada por él? ¿Se pondría en trance? ¿O acabaría borracha como una cuba?
Pensó también en echarse unas gotas en su copa, pero finalmente lo descartó. Al fin y al cabo, las gotas eran para ella.
Observó las dos copas. Aparentemente, tenían el mismo color.
Entonces sonó el timbre de la puerta.
¿Sería Laura?
Tomás se empezó a comer frenéticamente las uñas; estaba demasiado nervioso como para intentar disimular su histeria.
-¡Soy Laura! –se oyó a través de la puerta.
Las piernas de Tomás flaquearon.
¿Sería capaz de abrirle? ¿Podría?
Infundándose ánimos, con gran fortaleza, se dijo a sí mismo:
-¿Eres un hombre o un ratón?
Y empezó a comer un trozo de queso.
-¡Soy Laura! –volvió a gritar ella.
-Ya voy, ya voy –dijo él, dejando la cocina atrás y caminando atropelladamente hasta la puerta.
Se santiguó, resopló un par de veces y consiguió abrir.
Tras la puerta, Laura estaba radiante. Era realmente hermosa. No tenía nada que envidiarle a Uma Thurman.
-Hola, Laura –dijo él mirándola como si fuera un sueño.
-Hola, Tomás.
-Pero pasa, pasa –se apresuró a decirle indicándole con un ademán que entrase.
-Gracias –sonrió-. Verás, pasaba por aquí y me he dicho: voy a ver a Tomás –contó mientras entraba-. Sé que suena a excusa, pero es verdad, no sé qué me ha pasado. De repente, necesitaba verte.
-Entiendo. A todos nos pasa alguna vez –convino Tomás amablemente-. Siéntate, por favor –dijo indicándole una silla-. ¿Te apetece una copa de champán?
-¿Champán? Vaya, sí, me encantaría –asintió ella mientras se sentaba.
-Ahora mismo las traigo –dijo él, entrando atolondradamente en la cocina.
Estaba realmente excitado. Todo iba tan bien... ¿Quién le iba a decir que Laura se podría presentar un día así? Desde luego, su hada madrina era una maravilla.
Tomó las copas rápidamente, y le temblaban tanto las manos que a punto estuvo de derramar todo el contenido por el camino. Al final, las dejó sobre la mesa como quien sufre de la enfermedad de Parkinson y se sentó en otra silla, al lado de Laura.
-Me encanta el champán –comentó ella.
-No sabes lo que me alegra –celebró él, sonriendo ladinamente.
Laura tomó la copa y le dio un buen sorbo.
Tomás recordó las palabras de su hada madrina: “Al beberlo, se rendirá ante ti, caerá a tus pies y podrás hacerle todo lo que quieras”.
Y efectivamente, eso ocurrió. Laura cayó a sus pies. Literalmente. Se derrumbó al suelo. Tomás la vio caer, asombrado.
¿Se había desmayado de pronto?
Rápidamente, se levantó de la silla y se agachó sobre ella.
-¿Estás bien? –preguntó preocupado, acariciando su rostro-. ¿Qué te ha pasado?
Ella parecía totalmente inconsciente.
Tomás le dio unas leves bofetadas.
Siguió sin reaccionar.
Sin saber muy bien por qué, le tomó el pulso.
Ella no tenía pulso.
Tomás se sintió morir. Sintió que necesitaba gritar, pero no podía. No podía. ¡Estaba muerta! ¡Había muerto!
-¿Por qué? ¿Por qué? –se dijo abrumado.
Miró la copa; horrorizado, se dio cuenta de lo que contenía: veneno. Sí, no había otra explicación. Lo vio claro. Pero, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Y qué iba a hacer ahora?
Recordó lo dicho por su hada madrina: “Podrás hacerle todo lo que quieras”.
Sí, a un cadáver se le puede hacer de todo tranquilamente. Pero él lo único que quería hacer con el cadáver era desprenderse de él.
Estaba en una situación desesperada. Tenía un cadáver y mil preguntas amontonándose en la cabeza. ¿Se la había jugado su hada madrina? ¿Y por qué?
De pronto, gritó el timbre de la puerta.
Tomás miró con horror hacia la entrada.
¿Quién sería ahora? ¿La policía? ¿Sería posible que se hubieran enterado de lo que había hecho?
Sí, lo que había hecho. Había envenenado a una mujer, en su propia casa.
Desde luego, no lo tenía fácil.
Avanzó hasta la puerta.
-¿Quién es? -inquirió.
-Abra –exigió una voz.
-¿Quién es? –repitió.
-Abra o echamos la puerta abajo –amenazó la voz contundentemente.
Tomás resopló. No podía hacer nada.
Abrió la puerta.
Dos tipos aguardaban. Vestían monos azules de trabajo. Uno de ellos portaba un maletín negro.
-¿Quiénes son ustedes? –preguntó con voz medrosa.
-Somos dos demonios –dijeron a la vez mientras entraban.
-¿Qué? –acertó a decir.
-Venimos a por su alma –explicó uno de ellos.
-¿A por mi alma? ¿Por qué? –dijo Tomás, desconcertado, perdido en una película ajena a él.
-Usted le vendió el alma al diablo. Venimos a por ella.
-¿Qué? ¿Están locos? –farfulló ariscamente, empezando a pensar que la puerta de su casa comunicaba directamente con el manicomio-. ¡Yo no le he vendido el alma al diablo!
-¿Ah, no? –replicó el tipo del maletín, sonriendo lóbregamente y echando una mano a su bolsillo y sacando de allí un papel-. ¿Y esto qué es? ¿Usted lo firmó, no es así?
Tomás tomó el papel. Era el que había firmado a su hada madrina. En él, ella se comprometía a que sucediera lo dicho, y él, con su firma corroborándolo, se comprometía a ceder su alma. Sí, lo leyó claramente, temblando: “Se comprometía a ceder su alma”. Horrorizado, comprendió que el diablo tiene mil caras; Satanás le había engañado, se había burlado de él.
-Agárralo –indicó el tipo del maletín.
El otro demonio cogió fuertemente a Tomás y lo tumbó en la mesa en cuestión de un segundo.
-¿Qué... qué me vais a hacer? –profirió Tomás sin poder resistirse, paralizado de la impresión.
-Ya te lo he dicho –dijo el del maletín-. Te vamos a sacar el alma.
-¿En vida? –preguntó Tomás, aterrado.
-Sí –asintió el demonio, sonriendo tétricamente.
Y abrió el siniestro maletín y sacó de él un bisturí, un gran cuchillo, un serrucho herrumbroso y unas tenazas.
Y se dispuso a arrancarle el alma.



domingo, 20 de mayo de 2012

RESEÑAS DE "LA MADRE DEL HÉROE" (13)


Reseña en francés de "La madre del héroe" (OQO, 2011) en "La Soupe de l´Espace". Pongo el enlace a continuación:

El libro está ilustrado por Marjorie Pourchet.

 La portada en francés.

En la fotografía, Roberto Malo firmando "La madre del héroe" y "Tanga y el gran leopardo" en la pasada Feria del Libro de Calatayud.

En la fotografía, María José Menal y Roberto Malo, miembros del Grupo Galeón, representando "La madre del héroe" en La campana de los perdidos.


jueves, 17 de mayo de 2012

OJOS EXTRAÑOS



En la parte más escondida del bar se hallaba la mesa de billar americano. En estos momentos, con música de jazz de fondo, se estaba librando en ella una partida a cara de perro. Jugaban dos chavales que eran buenos amigos, pero su amistad quedaba de lado al jugar al billar.
-No te voy a dejar meter ni una bola más –se jactó Jaime bravuconamente mientras ponía tiza en la punta de su taco.
Raimundo lo miró sonriendo. Jaime siempre se chuleaba; era ancho y fuerte como un toro, de rostro rudo y tosco. Raimundo, por el contrario, estaba tan delgado como el palo de billar que sostenía con una mano, pero era tan arrogante como Jaime.
-Eso ya lo veremos –replicó.
Y lo cierto es que, poco a poco, Raimundo lo vio. Jaime metió sin fallar una bola tras otra, metiendo al final la bola negra.
-Buena partida –acertó a decir Raimundo, rascándose con resignación su larga melena.
-Ya te advertí que no te iba a dejar meter ni una más –dijo Jaime sonriendo.
Dejaron los dos palos sobre la mesa de billar y volvieron a la mesa donde estaban antes sentados. Entonces miraron a la barra, oculta desde la mesa de billar, y allí descubrieron a una mujer impresionante, de pie y de espaldas a ellos; estaba a unos diez metros. Su cabello era negro y liso y le caía como una cascada sobre la sinuosa espalda, dejando al descubierto su trasero, un precioso manjar encerrado en unos aprisionantes pantalones vaqueros. Mientras su mano izquierda blandía con languidez un vaso de cerveza, sus piernas de bailarina sostenían con firmeza su espléndido cuerpo.
-¿Has visto qué tía? –susurró Jaime, paralizado de la impresión.
-Ya la veo, ya –asintió Raimundo boquiabierto.
-Menudo culo tiene.
-Sí... Lindo de verdad.
-A ver si se vuelve y le vemos pronto la cara, no sea que sea feísima -bisbiseó Jaime con cierta ansiedad.
-Oh, no, no puede ser fea –disertó Raimundo-. Con ese culo...
-Bueno, pronto lo sabremos –concluyó Jaime, comiéndosela con los ojos.
Dicen que si se mira a una persona fijamente, durante un buen rato, ésta acaba por volverse instintivamente. Sin embargo, la mujer, que era la única clienta del bar, no parecía tener intención alguna de volverse. Estaba justo de espaldas a ellos: no podían ver ni su perfil; bebía con parsimonia la cerveza mientras miraba hacia la entrada del bar, ajena por completo a los dos pares de ojos que la calibraban de arriba abajo.
-Oye, ¿no será una conocida? –dijo Jaime de pronto.
-No, hombre, no. ¿Tú crees que si conociéramos a una tía así no la hubiéramos reconocido ya?
-Sí, es verdad.
Una mosca revoloteó por delante de ellos, pero no le prestaron mucha atención; entre mirar a la mujer o a la mosca, eligieron a la mujer.
Ella, por cierto, seguía de espaldas, sin volverse ni un milímetro. Parecía una estatua, que sabes que nunca se va a mover.
Dentro de la barra, la vieja camarera (que además era la dueña del bar) estaba enfrascada en la lectura de una revista de chismes. No prestaba mucha atención a la mujer. Ni a los dos jóvenes. Ni siquiera a la mosca.
-Oye, ¿y no será una buscona? –pensó Jaime.
-No, hombre, no –bufó Raimundo-. Si ni siquiera se ha dignado a mirarnos.
-Será que no se ha percatado de que estamos aquí. Creerá que no hay nadie en el bar y por eso mira la puerta: para ver si entra alguien.
-Sí, mira la puerta para ver a su novio.
-¿Su novio?
-Hombre, es obvio que ha quedado con alguien.
-Bueno, yo no lo veo tan obvio. Pero si ha quedado con alguien, ¿por qué no ser ese alguien una amiga suya y, a ser posible, que esté tan buena como ella?
-Joder, eso estaría bien –asintió Raimundo sonriendo.
Jaime cogió el cenicero de cristal que había en la mesa y lo observó pensativo.
-Ya sé cómo conseguir que se vuelva.
-¿Cómo? ¿Llamándola?
-Ya lo verás –sonrió.
Y lanzó con fuerza el cenicero contra el suelo, el cual se quebró en mil partes, haciéndose cisco y resonando el golpe como una explosión a pesar de la música de fondo.
La camarera levantó la vista, resopló con desánimo y siguió leyendo la revista. La mujer-estatua ni se inmutó. Echó un trago a su cerveza tranquilamente, sin preocuparse en absoluto por lo que ocurría detrás de ella.
-No se ha vuelto –dijo Jaime asombrado-. Debe de estar sorda.
Raimundo estornudó estruendosamente un par de veces.
La mujer siguió con la vista fija en la entrada, como si nada.
-O está sorda o se lo hace –opinó Raimundo.
-Me estoy empezando a poner nervioso –dijo Jaime mientras sacaba un cigarrillo-. A este paso se irá del bar sin que le veamos la cara.
Y no le faltaba razón; la mujer había acabado ya la cerveza.
Jaime llevó el cigarrillo a la boca y sacó su mechero. Intentó encenderlo, pero no lo logró: su mechero no daba señales de vida.
-Hasta el encendedor me da la espalda hoy –se disgustó.
Lo intentó un par de veces más, pero sin resultado. El mechero estaba acabado.
-Déjame tu encendedor, anda –le pidió a Raimundo.
-No –dijo Raimundo, con voz seca.
-¿Qué? Oye, que el mío se ha quedado sin gas. Déjame el tuyo.
-No –volvió a decir Raimundo.
-Pero ¿qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? –preguntó Jaime con tal expresión en su rostro que era él el que parecía un loco.
Raimundo lo miró con fijeza.
-Pídele fuego a la tía de la barra –sugirió.
Jaime se echó a reír.
-¿Sabes?, tienes razón. Eso es lo que voy a hacer.
Se levantó de la silla, sacó pecho y fue andando poco a poco hacia ella. Raimundo se recostó en la silla; la escena merecería la pena.
Jaime se acercó altivamente a la mujer, llegó a su lado y le dijo con voz de duro:
-¿Me das fuego?
La mujer ladeó la cabeza hacia él y lo observó.
Jaime se quedó entonces paralizado, petrificado, mirándola con los ojos como platos.
-No –dijo ella con voz grave.
Jaime entreabrió la boca ligeramente, y el cigarrillo que tenía entre los labios cayó al suelo. Se volvió, sin mirar atrás, y empezó a desandar con suma lentitud sus pasos, como un zombi.
Raimundo lo miraba alucinado, sin comprender.
Jaime llegó a la mesa y se sentó de nuevo al lado de Raimundo; le temblaba el cuerpo como si le hubieran dado una descarga eléctrica.
-Dios mío, sus ojos... –murmuraba débilmente.
-¿Qué te ha pasado? –le preguntó Raimundo sonriendo-. ¿Te has dado cuenta de que se te ha caído el cigarrillo como a un bobo? ¿Por qué has puesto esa cara?
-Esos ojos... –seguía murmurando Jaime.
-¡Eh, Jaime! ¿Me estás haciendo caso? –dijo Raimundo cogiéndolo del brazo-. ¿Me estás oyendo?
-Sí, sí... –asintió Jaime con un hilo de voz.
-Bien. ¿Qué, es guapa?
-No me he fijado.
-¿Que no te has fijado? ¿Y en qué te has fijado entonces?
-En sus ojos.
-¿Ah, sí? ¿Unos bonitos ojos, eh? ¿De qué color?
-Rojos. Rojos como la sangre.
-¿Rojos? ¿Me estás tomando el pelo?
-No –dijo Jaime, con cara de no mentir en absoluto-. Y eso no es todo. Cuando sus pupilas de color rojo me miraron, sentí algo muy extraño. Algo maléfico, diría yo. Tuve que apartarme de ella, alejarme de ella, si no...
-¿Si no... qué? –preguntó Raimundo-. ¿Qué me quieres decir? ¿Que es una vampira? ¿Que es una mujer lobo? ¿Que es una diablesa?
-No sé..., tal vez sea algo de eso.
-Eres un ingenuo –dijo Raimundo suspirando-. Lo más seguro es que sea una bromista y se habrá puesto unas lentillas rojas para quedarse con el personal.
-No creo que llevara lentillas rojas.
-Bueno, quizás haya sido un efecto óptico producido por las luces del bar. Hay algunos focos rojos en el techo.
-No ha sido ningún efecto óptico.
-¡Ya sé! ¡Ya lo tengo! –saltó Raimundo-. Ya sé lo que ha pasado. ¿Tienes memoria fotográfica? ¿O mirada fotográfica?
-¿Qué estás diciendo?
-Bueno, ya sabes que a veces en las fotos la gente sale con los ojos rojos...
-¡Vete a la mierda! –exclamó Jaime furiosamente-. ¡Deja ya de burlarte, coño! ¡Esto es serio!
-Está bien... Perdona, tío, perdona –se disculpó Raimundo, abrumado.
En el bar seguía sin entrar nadie. La mujer de la barra seguía mirando la entrada; seguía sin volverse. La camarera seguía leyendo la revista.
-Bueno, voy a verla. A ver qué ojos rojos tiene –dijo Raimundo mientras se levantaba.
Jaime lo cogió con fuerza del brazo y lo sentó de golpe.
-Ni se te ocurra –dijo enfáticamente.
-¡Eh! ¿Qué pasa? Tú has ido a verla. ¿No la puedo ir a ver yo?
-No vayas.
-Venga, hombre. Debe de haber pocas tías con los ojos rojos. Y si ésta los tiene, yo los quiero ver.
-Es peligroso –sentenció Jaime, muy serio.
-Mira, tú has ido y no te ha pasado nada. Tampoco me pasará nada a mí.
-Pero yo he conseguido escapar de ella. Tú eres más débil; igual no consigues escapar.
-Venga, venga, no me vengas con tontadas. Voy a verla –dijo mientras se levantaba de nuevo de la silla.
Jaime lo volvió a coger del brazo.
-¿No hueles el peligro? ¡Joder!, esos ojos indican peligro. Si tú ves un semáforo en rojo, ¿qué haces?
-¿Qué quieres decir?
-Te paras, ¿no? No cruzas. Bien, te voy a dar un consejo: no cruces.
-Esto es absurdo –dijo Raimundo resoplando-. Estamos hablando de la tía de la barra como si se tratara de la Muerte en persona.
-Quizás lo sea.
-¿Ah, sí? Bueno, ya que hemos sacado el tema de la muerte te diré que me muero de ganas de verla. Y es más, creo que si no voy a verla, ahora mismo, me muero.
-¿Y si mueres por culpa de ir a verla?
-Hay que arriesgarse en esta vida –dijo Raimundo y se encogió de hombros.
-¿Cómo puedo convencerte de que no debes ir?
-No puedes.
Se soltó del brazo de Jaime y empezó a caminar lentamente hacia la mujer. Jaime quedó sentado, mirándolo con miedo, con horror, como si lo viese caminar hacia los infiernos.
En el bar seguía sin entrar nadie. Raimundo llegó decidido hasta la mujer y se apoyó con un brazo en la barra.
-Hola –dijo sonriendo.
Jaime los miraba temblando. Sentía frío, un frío intenso por todo el cuerpo. Sin embargo, a la vez, estaba empezando a sudar. Horrorizado, vio cómo la mujer de la barra y Raimundo empezaban a hablar e incluso éste sonreía. Pero, Dios, ¿es que no veía sus ojos? Los dos sonreían y hablaban; parecía que estuvieran bromeando. ¿Acaso se podría bromear con la Muerte? De pronto, se dijeron algo y los dos dejaron atrás la barra y empezaron a caminar hacia la entrada del bar. ¿Es que se iban a ir? ¿Los dos juntos? Raimundo empujó la puerta y los dos salieron del bar. Raimundo salió sin despedirse de Jaime, sin decir nada. ¿Es que la mujer lo había hipnotizado con sus ojos de serpiente? La puerta del bar se cerró, como una losa, y quedaron solos la camarera y Jaime. Terriblemente solos.
Jaime sentía que su trasero estaba pegado por completo a la silla; no se podía levantar. Sudaba de forma copiosa y sentía deseos de gritar, de gritar como un loco a los cuatro vientos. ¿Dónde lo llevaría esa mujer? ¿Dónde irían? ¿Y por qué Raimundo no se había despedido de él? ¿Y por qué no salía corriendo a salvarlo de esa mujer? Y sí, esto último fue lo que decidió hacer. Se levantó de un salto de la silla y echó a correr presuroso hacia la puerta del bar. La camarera lo vio pasar corriendo a toda velocidad, pero apenas se inmutó; siguió al momento leyendo la revista. Jaime llegó a la puerta y la abrió de un fuerte empujón. Salió a la calle y giró la cabeza en todos los sentidos, intentando divisarlos. No se les veía por ningún sitio. Aturdido, corrió hasta la esquina más cercana y miró en los dos sentidos: no estaban. Había poca gente en la calle; de estar ellos se verían con facilidad. Corrió hasta el otro extremo de la calle y miró por las callejuelas que cruzaban: no estaban. Como dos fantasmas, se habían esfumado en un suspiro. ¿Dónde se habrían metido? ¿Dónde estarían ahora?
Jaime se detuvo en seco y notó que su corazón latía desaforadamente; estaba duchado en su propio sudor y las piernas le temblaban como flanes de gelatina. Se sentía mal, tremendamente mal: había perdido a su amigo, a su mejor amigo; como le sucediera algo... Y no había podido detenerlo. Había estado a punto, pero no lo había conseguido.
Desesperado, se fue a casa atormentándose con sus  pensamientos. Al llegar llamó por teléfono a Raimundo. Por supuesto, nadie cogió el teléfono. “Es normal, quizás más tarde esté”, se dijo Jaime tranquilizándose.
Al cabo de una hora volvió a llamar. Nadie contestó a su llamada. Al cabo de dos horas volvió a llamar. Nadie respondió. Al cabo de tres horas volvió a llamar. Nada. Al cabo de cuatro horas volvió a llamar. Nada.
Jaime se estaba empezando a poner histérico; fumaba un cigarrillo tras otro y deambulaba de un lado a otro de la habitación. ¿Qué habría hecho la mujer con él? ¿Qué estaría haciendo con él ahora? ¿Le estaría chupando la sangre? ¿Lo estaría despellejando vivo? ¿Lo estaría crucificando? ¿Le estaría clavando astillas por todo el cuerpo? De pronto, interrumpiendo sus pensamientos, el teléfono empezó a sonar. Jaime lo descolgó de un tirón.
-¿Sí?
-Oye..., soy Raimundo.
-¡Raimundo...! ¡Estás vivo!
-Sí, pero por poco. Esa tía casi me mata...
-¡Ya te lo advertí! –chilló Jaime-. ¡Joder!, ¿dónde os habéis metido?
-Me ha invitado a subir a su casa; vivía justo al lado del bar. Hemos subido y hemos follado como locos. Cuatro veces. Casi me deja seco. Y todavía quería más, y más, y más. Me he tenido que escapar, si no, me destroza.
Jaime se había quedado mudo.
-¿Estás ahí? –preguntó Raimundo.
-Sí, sí, estoy aquí –susurró Jaime, confuso-. ¿Y follar ha sido todo lo que habéis hecho? ¿Eso ha sido todo?
-Bueno, ¿qué querías que hiciéramos?
-Sí..., claro –acertó a decir Jaime-. Pero..., ¿y sus ojos?
-Ah, tenías razón. Sus ojos alertan como un semáforo. Los utiliza como si fueran un semáforo.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Que tenía los ojos verdes –explicó Raimundo-. Y crucé.