martes, 31 de marzo de 2020

LA ESCENA DEFINITIVA






No nos solemos dar cuenta, pero a veces los detalles más nimios (como la enunciación a destiempo de una pregunta aparentemente inocente) llegan a producir terremotos y tempestades interiores. Cuando aquella noche de confidencias le hice la maldita pregunta a Félix Lozano, mi compañero de piso por aquel entonces (si bien dejaría de serlo, de alguna manera, un tiempo después), no sabía ni mucho menos lo que iba a provocar en él.
Estábamos hablando de cine porno, cosa bastante normal en el caso de Félix, ya que mi compañero de piso —hay que dejarlo claro de entrada— era todo un pajillero sin remedio. Mis amigas y novias, al conocerlo en persona —su higiene corporal dejaba bastante que desear— y escuchar además los gemidos que salían a todas horas de la enorme televisión de su cuarto, me decían escandalizadas que era un guarro, en todos los sentidos. Yo, por mi parte, a tener de compañero de piso a un adicto al porno no le veía más que ventajas. En su cuarto guardaba casi doscientas películas X y, por supuesto, me las dejaba ver sin ningún problema, cuando quisiera. No era nada celoso con sus tesoros fílmicos; es más, le encantaba compartirlos. Y poco a poco, lo cierto es que estaba aprendiendo un montón de cine gracias a él. Por lo demás, Félix no salía por las noches (por lo tanto, no llegaba a las tantas, como yo), no subía gente al piso (de eso ya me encargaba yo), no daba problemas (estaba todo el día pajeándose), no cocinaba y no limpiaba (pero yo tampoco, que eso eran mariconadas y nosotros dos hombres de verdad). En fin, que ni haciendo un exhaustivo casting hubiera encontrado un compañero de piso mejor.
El caso es que, como él era una enciclopedia humana del cine para adultos y yo un simple e incipiente aficionado en ese campo, le pregunté con la ingenua curiosidad del aprendiz ante el maestro que cuál era su escena de sexo favorita. Sí, esa fue mi pregunta fatal, desencadenante de todo lo que llegaría después. ¿Cuál es tu escena favorita?, le dije tontamente. Su polvo favorito, para entendernos. Félix se quedó pensativo, ensimismado, como si semejante cuestión no se le hubiera pasado nunca por la cabeza. Una buena pregunta, apuntó. Con todas las escenas de sexo que debía de tener grabadas a fuego en su mente, elegir una sola de ellas se le tenía que antojar, a buen seguro, bastante complicado. Aquella noche, molesto y enfadado consigo mismo, Félix no supo darme una respuesta definitiva; ya se había quedado con la mosca detrás de la oreja.



A la mañana siguiente, sin embargo, Félix se levantó de excelente humor. Alfonso, ya lo tengo, me anunció mientras desayunábamos. ¿El qué?, le dije, todavía algo dormido. La respuesta, declaró, mi escena favorita.
Me explicó que no había sido nada fácil el decidirse por una en concreto; existían —literalmente— miles de escenas que le volvían loco. Sin embargo, había sido metódico y reflexivo en su decisión final. Había elegido la escena con la que a lo largo de los años (y a ojo de buen pajero) se había hecho más pajas.
Me contó que dicha escena pertenecía a “Culos increíbles“, película dirigida por John Stagliano, alias Buttman, como no podía ser de otra manera. Félix tenía montones de películas de semejante elemento (un cachondo integral que, como ya indicaba su nombre de guerra, era un auténtico obseso de los culos); yo mismo había visionado varias películas del bueno de Buttman (según Félix, el mejor director porno de toda la historia) y, desde luego, tenía que reconocer que nadie filmaba las escenas de sexo como él. Era un monstruo; en los largos preámbulos se recreaba en los traseros de las chicas como nadie y los polvos resultaban incendiarios y muy divertidos. ¿Quieres verla?, me dijo Félix blandiendo la carátula del DVD. ¿Ahora mismo?; casi me atraganté con la galleta que me estaba comiendo. Bueno, cuando quieras, sonrió, y depositó la película sobre la mesa. La carátula, llena de culos impresionantes, resaltaba vivamente entre mi tazón de leche y una bolsa de magdalenas. Es la segunda escena, la del gimnasio, indicó Félix con un guiño y se marchó a la facultad. Yo entonces supongo que tendría que haber hecho lo mismo, irme a la facultad. En lugar de eso, cómo no, me puse la película.



Una televisión enorme de pantalla plana, con vídeo y DVD, presidía el cuarto de Félix. Era su altar y (junto a sus películas) su bien más preciado. En verdad, mi compañero de piso no necesitaba ir al cine; lo tenía dentro de casa. Y yo, cual único y privilegiado espectador, tuve allí mi buena sesión de cine matinal. ¿Qué mejor que una película porno para empezar el día?
Me gustaría decir que vi fríamente la escena favorita de mi compañero, calibrando su calidad como buen crítico, pero lo cierto es que me casqué con ella una de las mejores pajas de mi vida. Buf, menuda hembra la que salía... Una checa de rompe y rasga, guapísima, con un culazo de infarto. Ella y un tío cachas se marcaban todo un recital del mejor sexo por los diversos aparatos de un acogedor gimnasio, filmados con mano firme por el viejo zorro de John. Una pasada, la verdad. Un festín carnal de primera clase. Mi compañero de piso, desde luego, tenía un gusto exquisito.
Cuando regresó de la universidad, le informé de que ya había visto la gran escena y alabé entusiasmado su buen criterio. Félix acogió mis encendidos comentarios con una amplia sonrisa. Estaba visiblemente encantado. Pero lo que me soltó a continuación me dejó descolocado. Es una escena que roza la perfección, ¿verdad?, sentenció con un extraño brillo en la mirada, y creo que eso es lo que inconscientemente he estado buscando durante todos estos años, añadió, una escena perfecta. Y gracias a ti me he dado cuenta de que no tengo que buscar más, no tengo que ver más películas; ¿para qué?, ya la tengo. Es mi escena. Para siempre.
En ese momento no comprendí el alcance de sus palabras. Pensé que bromeaba, que jugaba a interpretar su papel favorito: el de erotómano excéntrico. Pero no se trataba de ninguna broma. Félix dejó de golpe de ver otras películas. Sólo veía la escena del gimnasio, una y otra vez. En cuanto finalizaba, se la ponía de nuevo, como un bucle sin fin. Si yo estaba en el piso, escuchaba de fondo los mismos diálogos y los mismos gemidos y jadeos, día sí, día también. Félix no hacía más que ver una vez tras otra la misma y maldita escena. Era exasperante, una pesadilla sin fin. No nos engañemos; la escena estaba bien, y la tía tenía un morbo increíble y un culo de campeonato, pero escenas similares había a centenares, a miles, seguramente. Quedarse prendado de una sola escena no podía ser sano, de ninguna manera. Esto se lo comenté, me vi en la obligación de hacérselo ver, si bien en el fondo no le daba mucha importancia a su comportamiento. Pensaba que antes o después se le pasaría su obsesión y volvería a ser el que era.
Por supuesto, fue a peor.



Félix iba poco a la universidad, pero poco a poco dejó de ir lo poco que iba. Félix tampoco salía mucho del piso, pero pasó a no salir casi nunca. Incluso sacarlo de su cuarto (con esa televisión eternamente “encendida”) era ya una hazaña que me dejaba exhausto para el resto del día.
Félix era un vago, un dejado, pero era joven y físicamente no estaba demasiado mal (no era un horror, para entendernos). No tenía ningún sentido que a su edad se encerrara en su cuarto para ver una película que además, sin duda, se la tenía que conocer sobradamente, fotograma a fotograma. Tenía que vivir la vida, coño, salir y correrse una juerga de verdad.
Estás arruinando tu vida, le dije una noche en la que no pude aguantarme más, ¿no te das cuenta? Félix asintió tristemente. Tienes razón, reconoció. Toda mi vida he sido un espectador. ¿Sabes?, ahora quiero ser actor.
Así se habla, sonreí, Esta misma noche nos vamos tú y yo a ligar un buen par de... pedos. Félix esbozó una sonrisa. No, gracias, rebatió, No me apetece salir. Y te recuerdo que tienes novia. Así que no hagas el idiota por mí y vete con ella.
Tú también tendrías que echarte novia, le dije, sin darme cuenta de que de alguna forma ya tenía.



A la mañana siguiente regresé al piso derrengado, con la satisfacción de haber pasado una maratoniana noche de sexo con Alicia. Félix se encontraba desayunando en la cocina, con cierta placidez en el rostro. Nuestras miradas se encontraron y hubo un reconocimiento tácito, como si al verle a él me observara a mí mismo en un espejo.
Coño, tú has echado un polvo, me asombré. Así es, se sonrió, Veo que no se pueden tener secretos contigo. Y veo que tú también, remarcó. ¿Con quién has follado?, le pregunté picado por la curiosidad. Me dijo el nombre, pero no lo entendí; extranjero, seguramente. Un segundo después caí en la cuenta. ¿La actriz? ¿La actriz de la película?, barboteé incrédulo. Félix asintió. Pero..., ¿cómo has contactado con ella?, intenté entender, ¿A través de Internet...?
No, a través de la pantalla, me explicó llanamente, De repente, estaba a su lado, en el gimnasio, y no veas cómo nos lo montamos. Sonrió de oreja a oreja, evocando el encuentro, y yo sentí un nudo en la garganta. ¿Qué estás diciendo?, farfullé. Ya sé que parece increíble, se explicó, los ojos delirantes y redondos como platos, pero es cierto. De algún modo, he conseguido saltar a la película.
Tú estás loco, exploté, sin poderme callar, Has visto tantas veces esa escena que tu mente ya no distingue lo que es real de lo que no. Estás embotado, estás gilipollas perdido, eso es lo que pasa. ¡Que no!, me gritó, ¡Ha sido real, completamente real! Lo fulminé con la mirada y salí resoplando de la habitación. Alfonso, ¿cómo no puedes creerme?, chilló desesperado, ¡Tú tendrías que creerme! Ya, y tú tendrías que salir más y dejarte de películas, repliqué.



Por aquel entonces las vacaciones de Semana Santa estaban al caer y mi novia y yo decidimos aprovechar esos días para hacer un viaje juntos. Me voy con Alicia a Lisboa, le informé a Félix, que llevaba dos días bastante callado y lacónico conmigo. Yo también voy a salir, asintió para mi sorpresa, Voy a hacerte caso. Me voy a Praga.
¿A Praga? Coño, no está mal. ¿Con quién te vas?, le pregunté, aunque me imaginaba la respuesta. Solo, respondió. Bueno, pásatelo muy bien, le dije sin saber qué añadir. Lo haré, descuida.
Al despedirnos, tras titubear los dos ligeramente, nos dimos un efusivo abrazo, como sellando así nuestras diferencias.



Cinco días después, tras disfrutar de lo lindo por Lisboa (tanto a Alicia como a mí nos había encantado la ciudad), regresamos. En primer lugar dejé a mi novia en casa de sus padres y luego acudí a mi piso. Félix no se encontraba allí, lo cual no me extrañó demasiado, ya que todavía quedaban unos días de vacaciones. Mientras sacaba la ropa de mi bolsa de viaje, escuché los mensajes del teléfono. Había un par de los padres de Félix. Le decían que no sabían nada de él. ¿Acaso no sabían que su hijo se había ido a Praga?
Por hacer algo, entré en la habitación de Félix. Bueno, ¿a quién quiero engañar? Me apetecía ver una de sus pelis y ya que él no estaba... El reproductor de DVD estaba encendido, así que pulsé play para ver si había dentro alguna película porno. Apareció en pantalla el título, “Culos increíbles” (cómo no), los nombres de las actrices, luego los de los actores... y entonces, cuando iba a sacar la película para poner otra, lo vi. Apareció borroso el nombre del actor cachas, parpadeó, se difuminó y apareció en su lugar, con el mismo tipo de letra, FÉLIX LOZANO. Sí, vi durante un segundo el nombre de mi amigo y desapareció. ¿Había sido un espejismo? ¿Una ilusión? ¿O es que el iluso de Félix había trucado la película para hacerse la ilusión de que él era un actor porno? No pude esperar. Un absurdo pensamiento se había instalado en mi mente. La película, ahora caía, estaba rodada en Praga. Aceleré hasta el momento de la gran escena, cuando aparecía el actor cachas por vez primera levantando unas pesas. Y allí vi a Félix, en la primera imagen un poco borroso, como si estuviera entrando en la película y le costara un poco suplantar a la otra imagen, pero un segundo después se le veía claramente, sin ninguna duda. Era él, estaba en la película, y no quedaba ni rastro del otro actor. Por lo demás, se comía a la actriz con la mirada, con una mirada de salido para nada fingida. Dios mío, Félix estaba dentro de la película. Estaba allí. No podía ser un truco. No, desde luego; se notaría si fuera una imagen retocada, se notaría de alguna manera. Aquello que veían mis ojos era real. Real. Aunque el término “real” lo estaba cuestionando seriamente. La actriz, tras lo que me pareció un instante de vacilación nada más ver a su nuevo partenaire, actuaba como yo recordaba. Decía sus frases, Félix también decía las suyas (se las sabía de memoria, por supuesto, y creo que no metía morcillas, aunque me puedo equivocar). Sentí cierta vergüenza cuando empezaron a besarse, sentí más vergüenza cuando la chica desnudó a Félix (que en pelotas no estaba nada cachas, era más bien fofo, pero, por otro lado, tampoco estaba mal dotado, ya me entienden) y sentí muchísima más vergüenza cuando empezaron a hacer el amor y tuve una erección incontrolable. Repetían las posturas y las diversas posiciones sexuales tal y como yo las recordaba, como si los dos conocieran el guión a seguir y se ajustaran perfectamente a él. Y lo cierto es que Félix seguía la estela prefijada como un profesional, con una fogosidad ejemplar. Cuando eyaculó finalmente, sobre el rostro de la actriz, miró a la cámara y me guiñó un ojo. Sí, sentí que el guiño iba dirigido a mí (el otro actor, estaba seguro, no guiñaba a la cámara). En ese instante, al ver su cara de satisfacción, supe que Félix no volvería nunca de Praga.



Meses después, a todos los efectos, Félix seguía desaparecido del mapa. Nadie sabía absolutamente nada de él. Era como si se hubiera esfumado por completo. Como si se lo hubiera tragado la tierra... o una película porno.
Nunca tuve el valor de decirles ni una palabra a sus padres. De alguna manera, no me sentía con fuerzas de intentar explicarles la increíble verdad, ya que, por el bien de mi cordura, era una verdad que me negaba a aceptar a cualquier precio. No obstante, lo cierto es que todavía no lo había conseguido del todo. Mientras sus padres andaban como locos buscándolo, yo, por mi parte, andaba también bastante loco (paradójicamente, al tenerlo localizado).
Por si volvía Félix del limbo del porno (o por si él o yo entrábamos en razón), no alquilé su habitación. En lugar de eso decidí que Alicia se viniera a vivir conmigo. Creo que fue una decisión muy acertada, si bien ocultas razones (o quizás no tan ocultas) me impulsaron a ello. De momento, por lo menos, nos iba a los dos bastante bien e incluso la idea del matrimonio empezaba a sobrevolar nuestras cabezas. Sólo un pensamiento turbaba mi mente; el único secreto que tenía para ella: la película. La maldita película.
Cada cierto tiempo, cuando me encontraba a solas, la ponía. En ella (ahora entendía lo de la inmortalidad del cine) Félix aparecía siempre contento, eternamente feliz, como la primera vez que lo vi. Supongo que resultaba normal que se encontrara siempre excitado y alegre: a fin de cuentas, vivía su fantasía. Y yo, por mi parte, creo que vivía la mía: tener como amigo a todo un actor porno.
Sin embargo, no me decidía a hacerle una visita.


"La escena definitiva" aparece en "La luz del diablo" (Mira, 2008), libro de relatos de Roberto Malo. 

domingo, 29 de marzo de 2020

PINTA CARA AL CORONAVIRUS CON BLANCA BK

La ilustradora Blanca Bk cuelga algunas ilustraciones para colorear en su blog. Entre ellas, algunos dibujos del libro "Las Fiestas del Pilar" (La Galera, 2016), escrito por Roberto Malo e ilustrado primorosamente por Blanca Bk. Las tenéis en el siguiente enlace:

http://blancabk.blogspot.com/2020/03/pinta-cara-al-coronavirus-descarga.html

Gigantes. 

Virgen del Pilar. 


sábado, 28 de marzo de 2020

"LEYENDO HORÓSCOPOS", MI COLUMNA SEMANAL EN EL PERIÓDICO DE ARAGÓN

"Leyendo horóscopos", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy sábado 28 de marzo.

 Asimismo, podéis leer la columna "Leyendo horóscopos", de Roberto Malo, en el enlace de la web del Periódico de Aragón que pongo a continuación:

https://www.elperiodicodearagon.com/noticias/opinion/leyendo-horoscopos_1415509.html

lunes, 23 de marzo de 2020

VEO POR TI


Una pantalla en negro, un cielo nocturno sin estrellas. Eso es lo que veo normalmente. Nada. Absolutamente nada. Soy ciego, como ya se habrán imaginado. Pero... no siempre. A veces, unas pocas veces, veo. Veo todo lo que me rodea. Cuando me rodea... una mujer.



Éste soy yo, vendiendo cupones. Siempre en la misma esquina. A veces me siento como una puta que comercia con su suerte. No obstante, no me quejo. Es un buen trabajo y me gusta.
Soy ciego desde los diez años, a causa de un estúpido accidente. Sin embargo, no se puede decir que no haya visto nada desde entonces. He visto muchas cosas después, muchísimas. Todo empezó hace unos años, con mi primera experiencia sexual con una mujer.
Debo decir que por aquel entonces conocía cada vena y cada centímetro de mi polla a la perfección. Me masturbaba con frecuencia, y me gustaba mucho... pero esto no me hacía ver. Había descubierto mi sexualidad, pero seguía en la oscuridad; seguía siendo ciego, completamente ciego.
Pero un buen día, en una fiesta de unos amigos, conocí a Laura. Laura era una chica muy curiosa; demasiado curiosa a decir verdad. Luego me enteré de que le encantaba estrenar a chicos vírgenes. Y yo supongo que lo llevaba escrito en la frente; encima de mis gafas negras. No tardó en sentarse a mi lado.



—Eres muy guapo, ¿sabes?
—¿Para ser ciego?
—No, en serio. Eres muuuy guapo.
—Gracias.
—¿Te puedo preguntar algo?
—Claro.
—¿Eres virgen?
—¿Qué...? ¿Por qué lo preguntas?
—Pura curiosidad.
—Bueno..., pues sí.
—¿Sííí?
—¿Te alegras?
—No sabes cuánto. Oye, ¿vamos a mi cuarto?
—Vale.
Me tomó de la mano y me guió por un largo pasillo hasta entrar en una habitación que olía a lavanda. Cerró la puerta y la música de la fiesta dejó de oírse.
—Me gustas —susurró—. ¿Quieres tocarme?
La toqué, por supuesto. Mis manos volaron sobre ella. Tenía el pelo corto, casi como un chico, y era algo más baja que yo. Los dos estábamos de pie; yo recorriéndola con mis manos; ella dejándose explorar. Tenía un cuello largo y tibio, unos hombros anchos, una cintura pronunciada y unas caderas rotundas. Estaba como un tren, y yo cada vez más excitado. Le toqué suavemente sus pechos firmes a través del jersey de lana (no llevaba sujetador) y llevé mis manos a su rostro. Tenía una nariz pequeña, unas pestañas largas y finas y unas mejillas algo angulosas. Su piel era maravillosamente suave; daba gusto recorrerla. Su labios eran pequeños y duros; al palparlos ella sacó su lengua y me chupó dos dedos. Retiré la mano, sorprendido y ruborizado.
—Me estás poniendo como una moto —susurró ella.
—No era mi...
—Calla —me cortó, posando su dedo índice en mis labios.
Cuando retiró su dedo, su lugar lo ocupó su boca. Abrí la mía y nuestras lenguas se buscaron. Su lengua tenía un regusto de nicotina; aunque yo no fumo, me supo sin embargo a gloria bendita. Mis manos se posaron en su cintura y se deslizaron por la falda, palpando las curvas de sus nalgas. Buen culo, sí señor. De pronto, ella separó sus labios de los míos y me empujó levemente por los hombros. Yo perdí el equilibrio y caí hacia atrás.
—¡Eh...! —atiné aterrado, cayendo sobre el colchón de una cama.
—Perdón —se disculpó ella—. Qué burra soy...
—No, no. No importa —sonreí forzadamente. Menudo susto me había dado.
—Intentaré que olvides mi torpeza innata —se excusó ella, y me desabotonó de un golpe la bragueta de mi pantalón vaquero. La cremallera la bajó poco a poco (mi pene erecto ejercía buena presión). Después, como si ella lo hiciera todos los días, me bajó los calzoncillos y tomó mi polla erecta con su mano derecha. Tragué saliva. Ella tragó otra cosa. De pronto mi polla estaba dentro de su boca. Su lengua bailaba sobre mi glande. Suspiré profundamente. Esta chica me convenía, sin duda. Pero entonces mi cabeza estalló. Un resplandor blanco me golpeó de lleno, rompiendo en pedazos el velo de mi oscuridad. Y vi. Por primera vez en muchos años. Al principio, formas difusas. Después, poco a poco, mis ojos recién estrenados se habituaron a los colores y las formas. Distinguí a Laura, chupando mi polla con cara de verdadera concentración. Me pareció realmente preciosa. ¡La veía! ¡La estaba viendo! ¿Cómo era posible? ¿Cómo?
—Veo... —acerté a decir.
Ella creo que ni me escuchó. Siguió a la suyo, chupándome con destreza y dedicación.
—Te veo... —susurré.
Ahora me escuchó. Sin dejar de chuparme, me observó frunciendo el ceño.
—Te veo —repetí.
Dejó de chuparme, envarada. Con gesto de alarma, se separó de mí...
...y dejé de verla.
La oscuridad conocida volvió de nuevo.
—¿Qué dices? —preguntó Laura.
—Eh, ¿por qué te has...?
—¿Qué estás diciendo? —me cortó—. ¿Ves?
—No..., no ahora mismo... Pero...
—¿Qué?
—Te veía.
—¿Cómo?
—No sé...
—Creo que mejor me voy, eh.
—No, no, por favor —rogué rápidamente—. No te vayas. Sigue chupando, por favor.
—Es que...
—Por favor. Al dejar de hacerlo he dejado de ver. Quiero saber si puedo ver de nuevo.
—Pero...
—Ha sido un milagro. Y ha sucedido gracias a ti.
—Lo siento. Creo que debo irme —dijo ella nerviosamente. Y salió de la habitación.
Ahogué una maldición, y me sentí más abandonado que nunca.



—Me duele tener que recordártelo —me dijo la oculista—, pero estás completamente ciego.
—Le digo que vi.
No le había dicho qué había visto ni cómo. Me daba cierto reparo, la verdad. Si fuera un doctor...
—Acabo que examinarte. Tus ojos están como siempre.
—¿Ni siquiera una pequeña mejoría?
—No. Lo siento. Lo siento de veras.
—Bueno. Por cierto, doctora —dejé caer—, ¿cree que es posible que al tener relaciones sexuales pueda ver?
Silencio.
—¿Cómo has dicho?
—Relaciones sexuales. Con una mujer.
—Te vendrán bien, desde luego —sonrió—. De hecho, le viene bien a todo el mundo. Pero de ahí a ver... Bueno... va un abismo.
—Claro. ¿No sabrá de ningún caso, verdad?
—¿Me estás tomando el pelo?
—No, no.
—¿Hay algo que me tengas que decir?
Silencio.
—Escúpelo —insistió.
—Vale —asentí—. Cuando vi..., estaba con una chica.
—¿Y?
—Estaba muy cerca.
—¿Cómo de cerca?
—Me la chupaba —solté.
—Vaya, vaya —sonrió—. ¿Y la viste?
—Perfectamente.
—¿No lo imaginarías? Al estar excitado...
—No. Seguro que no. Si usted fuera ciega, y de pronto pudiera ver, ¿cree que tendría alguna duda de que está viendo?
—Entiendo.
—Pero al decirle que la veía, la chica se asustó... y se fue. Y dejé de ver.
—Lo siento. Hay chicas muy crueles.
—Doctora, ¿podría hacer algo por mí? Como un experimento.
—Claro. ¿El qué?
—¿Querría chupármela?



La profesión médica ya no es lo que era. Me echó de la consulta casi a empujones, y encima se pensó que quería ligar con ella. Nada más lejos de mi intención. Sólo quería que me examinara a fondo, en aras de la ciencia médica más avanzada. Pero ¿cómo íbamos a avanzar? El mundo era cada vez más estrecho.
Esa misma semana se lo pedí a varias amigas, como un favor personal, como un experimento muy importante para mí, pero por una u otra razón todas me dijeron que les venía bastante mal, que en otro momento tal vez, y que qué morro tenía. Ya no se podía confiar ni en la amistad.
Estaba visto que necesitaba una profesional.



—¿Seguro que está buena? —le dije a mi amigo Gregorio.
—Buenísima —aseguró.
—Es que por ese precio...
—Pero si es una ganga, hombre. Además, no pienses en el dinero. Piensa en el polvo que te vas a pegar.
—Ya, ya.
Gregorio era invidente, como yo, y bastante putero. Él nunca había visto nada gracias al sexo, pero, según él, el resto de los sentidos disfrutaban de lo lindo. Me había dado el teléfono de, según él, una hembra de campeonato.
—Ya verás lo bien que huele —me aseguró.
—Con lo que cobra ya puede comprar buen perfume, ya.
—Venga, Paco, no seas tacaño. Que la ocasión lo merece. Ésta te hace ver las estrellas, vamos, si hace falta.
—¿Tú crees?
—Si esperas un milagro, esta hembra lo es. Te lo digo yo.



—Son las tres —dijo el reloj de mi habitación.
Y yo sin llamar a la hembra milagrosa. Bueno, había que hacerlo, ¿no? Pero, por otra parte, ¿para qué quería ver? Con lo bien que estaba como estaba. Todo cambio es un problema, desde luego. Y bien gordo. Y creo que, en el fondo, no quería cambiar, de ninguna manera. Lo único que quería era saber si... Si yo... No, lo único que quería era follar. Eso estaba claro. Quería echar un polvo. Y comprobar, al mismo tiempo, si lo del otro día era normal o no.
—Son las cuatro —dijo el reloj.
—Está bien —asentí—. Es la hora.
Era domingo. Cogí el teléfono y llamé a Cindy, la hembra milagrosa. Le advertí que era ciego, amigo de Gregorio, y le pedí que viniera a mi casa. Me dijo que estaría en un par de horas. Por su voz parecía muy dulce y cariñosa; de momento no mataría a Gregorio.
Les dije a mis padres que en un par de horas vendría una amiga y que la pasaran a mi habitación. Ellos se alegraron mucho, como cada vez que venía gente a verme.



—Son las seis —dijo el reloj.
Entonces llamaron a la puerta. Yo di un respingo.
—Ya está —me dije nerviosamente.
Escuché los pasos de mi madre hacia la entrada. Abrió la puerta y escuché que Cindy se presentaba. Mi madre la acompañó hasta mi cuarto.
—Hijo, Sinsi ha venido a verte —anunció mi madre.
—Cindy —le corregí.
—Bueno, eso.
—Hola, Paco —saludó Cindy.
—Hola.
—Os dejo, eh —dijo mi madre, y cerró la puerta.
Silencio.
—Muy maja tu madre —dijo Cindy.
—Sí, lo es —asentí.
—Así que conoces a Gregorio... —dijo ella, y se acercó a mí.
—Sí.
—No te arrepentirás de haberme llamado —susurró.



No me arrepentí, desde luego. Cindy me hizo ver de nuevo, durante todo el tiempo que le estuvimos dando al sexo, que fue bastante. Mientras me chupaba, la chupaba y hacíamos el amor, mis ojos vieron todo lo que tenían delante (sus pechos, sus nalgas, su cara, sus piernas, mi habitación, todo). Al eyacular dentro de ella (con condón, por supuesto), me cegó un fogonazo de luz blanca, orgásmica, y regresé poco a poco a la oscuridad. Al dejar de hacer el amor, dejé de ver. Fue doblemente dolorosa la sensación post-coito. Pero mientras hacía el amor, mientras veía, había sido maravilloso.
—Te volveré a llamar, lo prometo —le dije a Cindy, emocionado y sudoroso.
—Lo sé —asintió ella, como quien oye algo por enésima vez.



La volví a llamar, por supuesto, y cada vez fue mejor. Cada vez disfrutaba más, cada vez lo hacía mejor, cada vez veía mejor. Mis padres estaban al tanto de lo que sucedía en mi cuarto, por supuesto, y cuando les expliqué que gracias a ella podía ver, la acogieron como si fuera de la familia.
La oculista, al mismo tiempo, seguía sin creerme, y lo que es peor, seguía sin querer chupármela.
—Se lo juro —repetí—. Puedo ver.
—Es imposible. ¿Cómo te lo tengo que decir? Tus ojos están ciegos.
—Usted sí que está ciega —le espeté, y me levanté de la silla airadamente.
—Espera —me retuvo—. Quiero creerte, pero... Me encantaría creerte... En fin... Voy a cerrar la puerta.
Bingo.
—No es muy ortodoxo, la verdad, pero...
—Ya verá como tengo razón.
—Espero que seas tú el que vea. Si no...
—Si no me cambiaré de oculista, se lo prometo.
—Bien.
Suspiró.
—Desabróchate tú mejor, ¿vale?
—De acuerdo.
Me bajé los pantalones y los calzoncillos de golpe. Mi polla estaba bien tiesa, sólo de pensar en lo que se le venía encima.
—Joder.
—Gracias.
—De nada, vicioso.
Se inclinó sobre mí y tomó mi polla con ambas manos.
—¿Estás preparado? —quiso saber.
—¿Usted qué cree? —repliqué.
—Pues vamos allá —dijo. Y sus palabras se fundieron con mi polla.
—Hostia... —articulé.
A pesar de esperar su boca con ansia, me cogió por sorpresa. Su boca se tragó mi polla hasta el fondo, de golpe. Y Garganta Profunda resultó ser un ciclón, por Dios. Mientras sus manos me masajeaban los huevos, su lengua recorría toda mi polla con verdadera furia. De arriba abajo, de arriba abajo. No me esperaba algo así de mi oculista, la verdad. El fogonazo blanco me llegó de golpe, como su furia. Todo se volvió borroso a mi alrededor. Paulatinamente, empecé a distinguir formas difusas. Poco a poco, todo se estabilizó. Veía, sí, veía a mi oculista perfectamente.
—¿Ves algo? —dijo ella, su lengua acariciando mi glande.
—Sigue, sigue, no pares.
—Sigo, pero dime lo que ves.
Ella siguió chupando. Yo intenté concentrarme en lo que veía. El despacho médico, los muebles, mi cuerpo y el de la mujer. Me tomé mi tiempo, la verdad. Quería saborear bien la maravillosa sensación. Poco después empecé a hablar.
—Te veo muy bien. Tienes el pelo liso, muy largo, la piel clara, con muchas pecas. Llevas puesta una bata de médico, y llevas tres bolígrafos en el bolsillo derecho de la misma. Llevas zapatos de suela plana.
Ella dejó de chupar.
—Eso es fácil de saber —objetó ella, como si nada—. La habitación. Describe la habitación.
—Tú sigue chupando —sonreí.
—Vicioso —gruñó.
Volvió a lo suyo. Y yo seguí a lo mío.
—Hay cuatro cuadros al lado izquierdo y tres al derecho —continué—. Sobre la mesa hay una carpeta, dos libros, unas tarjetas, un cenicero y una pluma.
—Tú puedes ver —articuló asombrada.
—Gracias a las buenas mujeres —sonreí.



Mi oculista prometió que estudiaría mi caso con dedicación. Que lo comentaría con otros colegas y que haría cuanto estuviese en su mano. Le di las gracias por todo y le recordé que me encantaría ser su conejillo de indias y que experimentase conmigo todo lo que quisiera, ella y demás colegas, mujeres a ser posible.
De hecho así fue, y me convertí por un tiempo en una pequeña celebridad clínica. Paco Mendo, el hombre ciego que podía ver gracias al sexo. ¿Por qué yo al hacer el amor podía ver y los demás ciegos no? Ahí estaba el enigma. Yo pensaba que, de alguna manera, mi cerebro y los nervios ópticos estaban conectados con mi polla, y al ser ésta rodeada por el cuerpo femenino saltaba algo, algo interno, que me hacía ver. Sí, ¿mi cerebro y mi polla eran la misma cosa? Como en todos los hombres, pensarán algunos.
El caso es que se publicó un artículo en el que se comentaba mi insólito caso (yo lo leí en braille), y a raíz de ello una periodista quiso entrevistarme. Yo acepté encantado, por supuesto. Era además para un periódico de gran tirada.
Lo que no sabía es que aquella entrevista cambiaría mi vida para siempre.



La periodista se presentó. Se llamaba Mónica. Tenía una voz suave, aterciopelada, que desde el primer momento me hizo temblar. Caí rendido a su hechizo en cuestión de segundos. Apenas podía prestar atención a sus preguntas, muy interesantes, por otra parte. La razón era muy sencilla, aunque me costó un poco darme cuenta: me había enamorado.
La periodista estaba fascinada por mi caso. Yo estaba fascinado por ella. Ella no paraba de hablar. Yo no paraba de babear.
Creo que la entrevista se alargó más de la cuenta. Por mi parte, como si no acababa nunca. Estaba en la gloria a su lado. Estaba embelesado por su voz, por lo que decía, por su olor, por cómo me la imaginaba. Cómo me gustaría verla, pensé, con lo que ello implicaba.



—Perdona que te haya robado tanto tiempo —se excusó ella.
—Ha sido un placer —le dije, y no mentía en absoluto.
—Me gustaría compensarte invitándote a cenar.
Se me puso tiesa de golpe. Sé que no suena muy romántico, pero fue eso lo que sucedió.
—Oh, gracias. Pero... es sábado.
—¿Tienes planes?
—No, no. Lo decía por ti. No me gustaría aburrirte en un sábado. Si quieres que venga tu novio...
—Estoy soltera —dijo ella rápidamente.
Bingo.
—Será un placer —le dije.



Me invitó a cenar en su casa y me llevó en su coche hasta ella. Supongo que a lo mejor le daba cierto reparo el ir a cenar por ahí con un ciego, o lo hizo para facilitarme las cosas, quién sabe, pero en mi fuero interno agradecí que fuera en su casa. Allí la intimidad era total, y la proximidad del dormitorio era algo real.
Me describió su apartamento de forma metódica y lo recorrí siguiendo sus indicaciones. Entramos en la cocina y preparamos la cena entre los dos. Era maravilloso ayudarla, estar a su lado. Mientras preparábamos una ensalada de frutas, su perfume me envolvía como una manta enamorada.
Durante la cena me estuvo hablando de su carrera como periodista, de su vida, de sus gustos. Yo tampoco paraba de hablar. Me encontraba muy a gusto a su lado. La verdad es que estaba resultando una velada inolvidable. Ella tenía una risa contagiosa; y yo me esforzaba en hacerla reír una y otra vez con mis chistes y comentarios.
Después de la cena nos sentamos en un cómodo sofá de dos plazas. Ella puso de fondo un disco de Stevie Wonder. Buena elección, apunté. Me tomó la mano y me dijo que estaba pasándoselo muy bien. Yo también, asentí. Dejó caer su cabeza en mi hombro y nos quedamos callados, escuchando la música. Primero me besó en la cara, tímidamente. Después en la boca, no tan tímidamente. Después estábamos en el suelo, quitándonos la ropa de cualquier manera.
—¿Quieres verme? —me preguntó con excitación.
—No sabes cuánto lo deseo —le dije.
Pero al acabar de desnudarme me asaltó una duda. ¿Y si ella  estaba haciendo todo esto por el reportaje? ¿Para verificarlo? ¿Para constatar por ella misma que no era una mentira? Bueno, pensé, relájate y disfruta.



Fuimos al dormitorio y todo resultó sensacional. Ella era guapísima, estaba como un queso, era inteligente..., ¿qué había hecho yo para que me sucediera tamaño milagro? ¿Cómo no me iba a enamorar de semejante mujer?
Sí, estaba enamorado, por primera vez en mi vida. No era algo puramente sexual, no. La quería, la amaba, lo sentía en el fondo de mi alma. Pero me daba miedo decírselo, claro. Acabábamos de conocernos, como quien dice.
—Me gustaría que pasaras aquí la noche —me dijo ella—. ¿Puedes?
—Claro. Además, no estaría bien hacerte salir de la cama para llevarme a mi casa. Soy un caballero.
—Gracias —sonrió—. No lo había pensado.



Estuvimos hablando toda la noche, acerca de mil cosas.
—Perdona la pregunta —le dije en un momento dado—, pero ¿es la primera vez que haces el amor con un ciego?
—Sí —sonrió ella—, es la primera vez.
—Bueno, es normal. Yo nunca lo he hecho con una ciega. De hecho —reflexioné—, creo que debería hacerlo con una ciega. Sería lo más natural.
—No quiero que lo hagas con otra —terció ella—. No quiero que lo hagas con nadie más que conmigo.
Para mi asombro, no parecía bromear.
—¿Qué...?
—Creo que te quiero.
Esto era demasiado para mí. Un sueño, tenía que estar soñando, no podía ser de otra manera.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Dios mío. Yo creo... que también te quiero.
—¿Sí?
—Sí. Y pensar que había llegado a temer que sólo me llevabas a la cama para comprobar por ti misma si lo que decía era cierto...
Silencio.
—¿No tiene nada que ver, verdad?
Silencio tenso.
—Bueno, en un primer momento —articuló ella— era una posibilidad, sí, no voy a decir que no se pasara la idea por mi cabeza. Luego pensé que sería un dulce sacrificio, todo por el periodismo, ya sabes. Pero después, antes de hacerlo, sólo sentía que necesitaba hacerlo, que quería hacerlo, que eras el hombre más maravilloso del mundo. Y lo sigo pensando.
—Tú sí que eres un sol.



Y se convirtió en mi sol. En el sol que me iluminaba a diario. Me instalé en su casa, y no tardé en instalarme en su corazón.
Al principio nuestra relación fue una locura continua y maravillosa. Mónica quería enseñarme todo lo que a ella le parecía digno de ver. Alquilábamos hoteles con buenas vistas, y en el balcón me devoraba para que pudiera contemplar lo que fuera a mi antojo. Cuando viajábamos en tren y el paisaje era espectacular, su cabeza se enterraba entre mis piernas. Alquilábamos películas de vídeo, y se convertían en maratones de sexo.
Por otro lado era un problema, claro; por ejemplo, de más de un museo nos echaron por escándalo público. De más de un parque o zoológico también. Ella era así, todo generosidad y entrega. Quería compartir el mundo conmigo, quería que viera cuanto ella veía.
Sin embargo, tras varios meses de viajar juntos por un montón de lugares del mundo, llegué a una sencilla conclusión. En el fondo, yo sólo quería verla a ella. El mundo era maravilloso, desde luego, pero ella era mi verdadero mundo.
Ella era todo para mí.



Cuando ahora algunas personas me preguntan “¿Cómo ves? ¿Por qué ves?”, siempre me dirijo a Mónica y le digo:
—Veo por ti.


"Veo por ti" aparece en "Malos Sueños" (Comuniter, 2019), libro de relatos de Roberto Malo con ilustraciones de Chema Cebolla.