—Irene, ven un momento, por favor —dijo la voz aflautada de su jefe a través del interfono.
La mujer dejó
lo que estaba haciendo, salió diligentemente de su despacho y entró en el de
enfrente.
—Te tengo que
presentar a tu nuevo compañero —empezó a decir su jefe señalando al hombre que
estaba de pie a su lado—. Irene Mazo, te presento a Diego Sánchez. Vais a
trabajar juntos.
Diego. Diego
Sánchez. Irene lo vio, oyó su nombre, y su memoria retrocedió diez años en
cuestión de un segundo. Veía —horrorizada— su peor pesadilla. Veía al hombre
que se avergonzaba de haber amado en el pasado. Veía la parte de su pasado que
siempre había querido olvidar, que creía haber sacado del marco de su vida, que
para ella había muerto. Y lo veía delante de ella, conservando la misma cara —como
si el tiempo no hubiera pasado para él—, algo más ancho, más gordo quizá, pero
siendo el mismo Diego de siempre. El mismo Diego al que tanto había amado y
tanto había odiado.
—Diego... —dijo
ella débilmente, sin poderse creer lo que veían sus ojos.
Para el hombre
fue también una sorpresa el encontrarla; tampoco esperaba verla. Había oído que
ella había salido de la ciudad por trabajo, pero no recordaba a qué lugar. Y
por fin lo sabía: a la misma ciudad a la que lo habían asignado a él.
—Irene... —susurró.
Hacía diez años
que no se veían. El tiempo los había hecho crecer, y el tiempo los había
reencontrado.
—Vaya, vaya,
así que os conocéis —sonrió su jefe. Ellos no sonrieron, ni mucho menos—. Pues
es una verdadera suerte, ya que vais a estar juntos muchas horas al día.
Al oír esto,
Irene sintió náuseas.
Diego sonrió
forzadamente.
—Mañana mismo
empezaréis —terminó su jefe.
Irene llegó a
su piso sintiéndose destrozada y burlada por el pasado que nunca terminaba de
pasar para ella. Sentía que sus ojos se iban a derretir en lágrimas de odio,
furia e impotencia. Diego. Diego. Diego. Ese nombre rebotaba de un lado para
otro en el interior de su mente. El pasado había vuelto. El odiado pasado había
vuelto. Cómo se avergonzaba de haber amado a ese hombre cuando era sólo una adolescente,
cuando todavía no sabía distinguir lo blanco de lo negro, lo bueno de lo
malo... Cómo lo odiaba, cómo lo odió, cómo lo amó... Y cuando casi lo había
olvidado, y permanecía encerrado en el oscuro cajón del olvido, el cajón se
había vuelto a abrir... Y sabía, mientras se secaba las lágrimas, que lo tenía
que cerrar para siempre.
Al día
siguiente, por la mañana, Irene entró con determinación en el despacho de su
jefe.
—Quiero otro
compañero —dijo secamente—. No quiero tener que trabajar con Diego.
—Vaya, vaya —dijo
su jefe, sonriendo maliciosamente—, hace un minuto Diego me ha dicho lo mismo,
que no quiere trabajar contigo. Me ha contado, por cierto, que fuisteis
amantes, hace ya muchos años. Y le he dicho lo mismo que te digo a ti: me da
igual vuestro pasado; sois los mejores y quiero que trabajéis juntos. Es más,
vais a trabajar juntos.
—Pero no puedo
ni verle...
—Ya te
acostumbrarás —dijo su jefe, inflexible.
Irene se mordió
el labio inferior con rabia y salió del despacho dando un portazo.
En el pasillo
vio a Diego, al lado de la máquina de cafés. Al verlo sintió que se desmayaba.
Con un arranque de náuseas se arrastró hasta el servicio femenino, se acercó al
lavabo y sintió que tenía ganas de vomitar, de vomitar sobre su pasado para así
cubrirlo, para así enterrarlo para siempre. No pudo vomitar, pero sus ojos
empezaron a llorar. Avergonzándose de su propio llanto, sacó un pañuelo e
intentó detener las lágrimas. Cuando se secó los ojos y desapareció la niebla
que los había rodeado, vio su reflejo en el espejo del baño; y se vio a sí
misma como cuando tenía diez años menos, como cuando era una adolescente
enamorada de Diego. Aterrada, cerró los ojos de golpe, sintiendo que quizás sí
podría vomitar. Cuando los volvió a abrir, sin embargo, se vio de nuevo adulta,
asustada, llorosa, asqueada... Se rió de sí misma con una mueca feroz y pensó
que ésa que había creído ver en el espejo nunca había sido ella, no, nunca
podía haber sido tan tonta, tan ingenua, tan imbécil como para enamorarse de un
cretino como Diego, como para dejarse desvirgar por él, como para dejarse
manipular por él... ¿Cómo no se dio cuenta de que para él era sólo un
pasatiempo? ¿Cómo no se dio cuenta de que él no la quería? ¿Cómo pudo ser tan
ciega? ¿Cómo pudo tardar tanto tiempo en darse cuenta de que él la engañaba constantemente?
Sin embargo, había cambiado, había madurado, se dijo a sí misma. Podía hacer
frente al pasado y matarlo. Sí, podía matarlo, se repitió. ¿Qué había de malo
en querer matar a su pasado? Nada. Todo el mundo puede hacer con su pasado lo
que quiera. Y si su pasado lo representaba Diego, pues se mataba y ya está. Sí,
ya está, se dijo, observando su cínica sonrisa en el espejo.
Salió del baño,
decidida, y volvió a ver a Diego en el pasillo; y su cuerpo no palideció, no
tembló, no sintió que se desmayaba. Diego ya no le podía impresionar. Era un
cadáver en potencia.
Avanzó hasta él
y le dijo haciendo un mohín:
—¿Cuándo vamos
a empezar a trabajar?
Trabajaron toda
la tarde sin complicaciones, discutiendo como dos personas civilizadas todos
los puntos y no dejándose llevar en ningún momento por sus recuerdos. Las horas
pasaron y, casi sin darse cuenta, llegó el momento de salir del trabajo.
—Ya es la hora
—sonrió Diego—. Para ser nuestro primer día juntos... no ha estado mal.
¿Quieres que te lleve a algún sitio? Tengo el coche fuera.
—Bueno, pensaba
invitarte a cenar —dijo Irene, sonrojándose ligeramente.
Diego se quedó
sin habla. ¿Después de lo que le había hecho en el pasado lo invitaba a cenar?
Bueno, la verdad es que ya era momento de olvidar y de empezar de cero, pensó.
Ya eran dos adultos.
—¿De veras?
—Sí. ¿Te viene
bien?
—Claro. ¿Dónde?
—En mi casa
—sonrió ella—. Así me saldrá más barato.
—Oh, me parece
estupendo —convino Diego.
—¿Vamos
entonces?
Irene abrió la
puerta de su apartamento y entró dentro junto a Diego. Los dos avanzaron sin
decir nada hasta el cuarto de estar.
—Siéntate donde
puedas —dijo Irene—. Y deja el abrigo por ahí.
Así lo hizo
Diego.
—Voy a la cocina —siguió ella—. Puedes curiosear lo que
quieras de la casa.
—¿Te ayudo a
preparar algo? —se ofreció él, haciendo ademán de levantarse.
—No, no. Me
gusta estar sola en la cocina —dijo ella forzando una sonrisa—. No te molestes.
Irene entró en
la cocina y la recorrió con la vista. Buscaba algo. Algo que pudiera utilizar
como arma para matar a Diego.
¿Veneno?
No, no tenía
veneno. Qué gran error. En las películas siempre tenían.
¿Un cuchillo?
¿Un tenedor? ¿El cazo de la sopa? ¿El palo de la fregona? ¿Un abridor? ¿Una
sartén? ¿Un cepillo? ¿El rodillo para amasar pan?
No.
¿La minipímer?
Bueno...
¿La minipímer?
Sí, claro que
sí.
Tomó la minipímer
por la parte más delgada y se sintió como una mujer de la edad de piedra armada
con una gran cachiporra. Se quitó los zapatos y, ya descalza, se acercó a la
salida de la cocina. Desde allí observó a Diego: estaba sentado en el sofá del
cuarto de estar, de espaldas a la cocina. Veía su coronilla en la parte
superior del sofá, como un enorme grano que hubiera emergido del asiento. Se
acercó sigilosamente hasta él y alzó en lo alto la batidora.
Un instante. Un
segundo. En ese lapso de tiempo, Irene recordó a Diego riéndose de ella,
humillándola, engañándola...
La minipímer
bajó sobre el cráneo de Diego y lo golpeó como si pesara una tonelada. El grano
del sofá se desprendió de él y cayó al suelo; todo Diego cayó al suelo. Irene
saltó sobre él y le asestó una lluvia de golpes sobre su rostro. Le rompió la
nariz, le partió la mandíbula, le abrió el cráneo por varios sitios, le hizo
saltar un par de dientes... hasta que la minipímer se destrozó también en mil
partes.
Asustada,
creyendo que el deshecho Diego podría levantarse, corrió hasta la cocina y
cogió apresuradamente el cuchillo de cortar jamón. Volvió con él como un ciclón
y se lo clavó en el pecho, repetidamente, en el estómago —agujereándolo como un
colador—, en el cuello —brotando la sangre como si hubiera abierto la llave de
la manguera de su interior—, en los ojos —que no dejaban de mirarla, atónitos—,
en los costados, en las piernas, en la entrepierna, en los pies indefensos, en
los brazos inmóviles... hasta que Irene creyó que ya debía estar muerto y cesó
la lluvia de cuchilladas.
Sonrió,
extrañándose agradablemente de lo que había hecho; sudaba por todos los poros
de su piel, y era un sudor lleno de excitación. “Estoy loca”, pensó, “Pero he
disfrutado como nunca”.
Observó su
obra. El pasado sangraba por mil heridas. El pasado había muerto,
definitivamente. ¿Qué faltaba por hacer? Enterrar el pasado. Pero era muy alto
y estaba algo gordo, así que había que separarlo en trozos. Buscó su cuchillo
eléctrico —¿cómo no se había acordado antes de él?— y, tras desnudar a Diego,
empezó a cortarlo.
Le cortó el
cuello, separando así la cabeza —que parecía un balón de fútbol deshinchado y
lleno de barro rojo—, le cortó los brazos, las piernas, el pene y los
testículos, y luego rajó su pecho y su barriga —salpicando enormemente todo de
sangre—, cortándolo en trozos irregulares, practicando su cuchillo eléctrico el
esquí y el buceo en carne y sangre. Después, metió los pedazos en varias bolsas
de basura y, una a una, las sacó a la calle y las dejó en diferentes cubos de
basura. Después, limpió la sangre del suelo y de su cuarto de estar y se sentó
complacida en la cama.
Los recuerdos
de Diego ya no acudían a ella, ya no podían acudir; Diego había muerto, el
pasado había muerto, y ya no la podía amargar.
Pero de pronto
Irene vio a su pasado, sentado en el sofá. Sí, se vio a sí misma, como cuando
era una adolescente, como cuando estaba enamorada de Diego. Y comprendió,
aterrada, turbada: había matado a Diego, que era su oscuro pasado, pero no todo
su oscuro pasado. Otra parte de su pasado era ella misma, y quizás de ella
misma era de quien sentía asco, de quien sentía odio, de quien sentía
vergüenza... Y a su adolescencia no la había matado. Estaba ahí, delante de
ella, sonriéndole.
De pronto su adolescencia se levantó del sofá, tomó el
cuchillo eléctrico de la mesa y caminó lentamente hacia ella.
Irene la vio acercarse, aterrada. ¿Cómo podía estar ahí?
¡Había muerto! ¡Había muerto! ¡Había muerto con la madurez!
—No puedes
matar el pasado —dijo fríamente la imagen de su adolescencia.
Y hundió el cuchillo eléctrico en el adulto cuello de Irene.
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