Soy un cuentista, no lo voy a negar. Y lo mejor de
ser un cuentacuentos profesional es que viajas mucho por el mundo mundial, de
acá para allá por esos caminos de Dios, acudiendo donde eres requerido y
querido. Esta semana, por ejemplo, he tenido la suerte de ir a contar mis
cuentos a un colegio de Sabiñánigo. La previsión del tiempo me advertía que iba
a tener, más o menos, menos trece grados bajo cero, a ojo de buen cubero. Tal y
como proclamaban las noticias más agoreras, iba a la ciudad más fría de la península.
Olé por mi buen ojo a la hora de ir al ojo del huracán. Vayamos donde esté la
noticia, como dirían los periodistas, claro que sí, que se note que uno es un
columnista cuentista. Me puse dos pares de calcetines, calzado apropiado y dos
camisetas debajo del jersey más grande que encontré. Luego lo cierto es que en
Sabiñánigo no hacía tanto frío, o al menos a mí no me lo parecía. Y encima
lucía un sol fantástico, digno de verse. Y qué decir del manto blanco que teñía
todo el paisaje. Qué envidia, madre mía. Quién tuviera esa nieve cada año como
algo natural y no como algo excepcional. Ver la nieve siempre es un espectáculo
espectacular. Su belleza es hipnótica y sobrecogedora. Da respeto, eso sí,
sobre todo cuando recorres las aceras con andares de Chiquito de la Calzada,
con miedo de un resbalón fatal, que el hielo traicionero campa a sus anchas.
Cuando tras el cuentacuentos regresé a Zaragoza, sentí que aquí en la capital
del Ebro hacía más frío. Claro, allí arriba no tienen el cierzo. Estamos en un gran
valle de lágrimas cuya orografía condiciona que tengamos este pertinaz viento
que nos da una sensación térmica bajísima. Dicen que la arruga es bella, y yo,
que ya tengo una edad, me parece bien la afirmación, ya hablen de la ropa, de
la piel o de lo que sea. Pero la nieve es más bella. Ay, la nieve. Más
Filomenas, por favor.
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