lunes, 27 de octubre de 2025

EL CICLISTA FANTASMA

         —¿Me llevas a casa? —le dije tras subirme las bragas.

—Si no hay más remedio... —sonrió el muchacho, recomponiéndose también en el asiento trasero del coche.

El sexo no había estado mal; Ramón, que así se llamaba el lugareño, se había esmerado para que me llevara un buen recuerdo de las fiestas de su pueblo, pero ahora eran las cinco de la mañana y yo tenía que volver a casa cuanto antes. “Marta, no llegues muy tarde”, me había dicho mi madre, y yo, cual chica buena, le hacía caso a mi madre. Así que abrí la puerta, estiré las entumecidas piernas mientras observaba el descampado y pasé al asiento del copiloto. El propietario del coche, a regañadientes, siguió mis pasos.

—Aunque... creo que he bebido un poco... —comentó sentándose ante el volante.

—Venga, si no has bebido casi nada... Creo que vas muy bien.

“Y estás muy bien”, pensé para mis adentros.

—Claro —asintió, algo reticente, dándole al contacto y echando marcha atrás.

—Tranquilo —le dije estampándole un beso—. Los de la guardia civil no suelen estar a estas horas.

—No me preocupa la guardia civil —dijo él al salir del descampado—. Pero no me gusta conducir de noche. Y menos ahora.

—¿Por qué? —me extrañé.

—Me preocupa... el ciclista fantasma.

—¿Qué?

—El ciclista fantasma, sí.

Parecía avergonzado de reconocerlo. Sin embargo, yo no entendía nada de lo que me decía. ¿Me estaba tomando el pelo? ¿Se estaba burlando de mí?

—¿Qué estás diciendo?

Me miró fijamente a los ojos, tras tomar el desvío.

—¿No conoces la historia del ciclista?

—No. —Me miró como si fuera una completa ignorante—. Oye, hace mucho que no vengo al pueblo... —me excusé.

—Entiendo. Bueno, según dicen, por estos caminos hay un ciclista fantasma. Al parecer, un ciclista fue atropellado por un turismo y ahora su espectro, con bicicleta y todo, vaga por estas carreteras.

—¿Y tú te lo crees? —No sabía si romper a reír.

—No lo sé.

—¿Se conoce la identidad del fantasma?

—Se piensa que se trata de un chaval del pueblo que fue atropellado.

—¿Y se sabe quién lo atropelló?

—Otro tío. Que iba bebido según cuentan. Y ni siquiera paró a ayudarlo.

—Vaya. ¿Conoces al que lo hizo?

—Algo. Sí...

Ramón hablaba sin mirarme, la vista fija en la carretera.

—Pon música, anda. Me estás dando miedo.

Su mano accionó la radio y la música inundó la noche, ocupando los espacios del silencio. Si pretendía asustarme, el muy miserable lo había conseguido.

—Antes, ahí detrás, no parecías nada miedosa —se sonrió maliciosamente.

—Y no lo soy —le dije algo picada—. ¿Sabes? Yo también me sé una historia de terror de bicicletas —le conté—. Un hombre conduce de noche —susurré, imitando el ulular del viento—, y de pronto ve las luces de un coche enfrente suyo. —Miré al frente, y observé la desierta carretera como si el cuento estuviera escrito sobre el asfalto—. Sin embargo, conforme se van acercando las luces se hacen más grandes, más grandes, y el hombre piensa que no es un coche, que es un camión, pues las luces ocupan toda la carretera, de lado a lado, y se le echan encima sin remedio, a toda velocidad. El hombre, desesperado, intentando evitarlas, se sale de la carretera y cae dando vueltas por un terrible precipicio. ¿Sabes qué era lo que se le echaba encima? —sonreí—. Los faros de dos bicicletas, que al ver el coche se pusieron cada una a un lado de la carretera.

—Vaya historia... —murmuró Ramón, sorprendido.

—Gracias, gracias —asentí teatralmente.

De pronto la radio se apagó, la música cesó y el silencio sepulcral volvió.

—¿Qué demonios...? —acertó a decir Ramón, mirando el mudo equipo de sonido.

Al momento, algo se iluminó enfrente de nosotros. Y miramos. Y lo vimos.

El faro de una bicicleta, salida de vete a saber dónde, cortaba con su haz de luz la carretera, pero en realidad el faro era completamente innecesario. El fantasma que pedaleaba sobre la bicicleta ardía en llamas azules y tremolantes. Recordaba a un hombre, o a un esqueleto, pero era más bien una antorcha humana. Refulgía como un demonio salido del mismísimo infierno. Y la propia bicicleta ardía también, como si los dos formaran una entidad de fuego.

Enmudecí de golpe (como el equipo de sonido), e incluso creí escuchar, a pesar de estar las ventanillas del coche cerradas, el intermitente timbre de la bicicleta fantasmal, resonando en la noche como una pertinaz melodía fúnebre.

—¡No! —gritó Ramón, dando un volantazo—. ¡Viene a por mí! ¡Viene a por mí!

—¿Qué?

Atónita, acongojada, comprendí. Lo comprendí al ver los ojos llenos de pánico de Ramón. Él lo había atropellado. Y ahora el ciclista volvía para vengarse.

Y por el espejo retrovisor lo veía seguirnos con determinación salvaje.

—Tú lo mataste... —afirmé, en lo que quería ser una pregunta.

—Sí, pero por lo visto no lo maté del todo —ironizó dando otro volantazo, y enfiló hacia el ciclista en llamas.

—¿Qué haces?

—Es hora de terminar el trabajo —sentenció Ramón, y aceleró a toda velocidad.

Sintiéndome impotente, comprobé que llevaba puesto el cinturón de seguridad y recé como nunca había rezado antes.

La bicicleta fantasmal se nos echó encima, o nosotros nos precipitamos sobre ella, no sé. Todo ocurrió en cuestión de segundos. El coche la embistió, la bicicleta se fundió, atravesó el coche, Ramón, todo, las llamas traspasaron su cuerpo y prendieron con fuerza. Fue como si una flecha ardiendo atravesara a Ramón. A mi izquierda, una oleada de calor asfixiante pasó de largo como un cuchillo de fuego. Y a su contacto, Ramón se convirtió en una antorcha humana. Aulló retorciéndose como un loco, y no sé si frenó de golpe, pero el caso es que el coche se detuvo en seco. Como la vida de Ramón, por otra parte. Sí, murió fulminado y achicharrado horriblemente en un instante, como tocado por un rayo.

Anonadada, me solté el cinturón, abrí la puerta y me separé asqueada del cadáver humeante que momentos antes era una persona. Me alejé todo lo que pude del vehículo, temiendo que explotara (como mi convulso corazón), y observé a la flecha humana que nos había atravesado como si nada.

A pesar de encontrarse el espectro de espaldas a mí, sentí que sonreía de satisfacción. Observé cómo se alejaba pedaleando por la carretera, haciendo sonar el timbre alegremente, y de pronto se esfumó en el aire, como si nunca hubiera existido.


"El ciclista fantasma" es uno de los veinte relatos incluidos en "Sin pies ni cabeza" (El Eco de los Libres, 2025), libro escrito por Roberto Malo e ilustrado primorosamente por Miquel Zueras. 


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