—¿Me llevas a casa? —le dije tras subirme las bragas.
—Si no hay
más remedio... —sonrió el muchacho, recomponiéndose también en el asiento
trasero del coche.
El sexo no
había estado mal; Ramón, que así se llamaba el lugareño, se había esmerado para
que me llevara un buen recuerdo de las fiestas de su pueblo, pero ahora eran
las cinco de la mañana y yo tenía que volver a casa cuanto antes. “Marta, no
llegues muy tarde”, me había dicho mi madre, y yo, cual chica buena, le hacía
caso a mi madre. Así que abrí la puerta, estiré las entumecidas piernas
mientras observaba el descampado y pasé al asiento del copiloto. El propietario
del coche, a regañadientes, siguió mis pasos.
—Aunque...
creo que he bebido un poco... —comentó sentándose ante el volante.
—Venga, si
no has bebido casi nada... Creo que vas muy bien.
“Y estás
muy bien”, pensé para mis adentros.
—Claro —asintió,
algo reticente, dándole al contacto y echando marcha atrás.
—Tranquilo
—le dije estampándole un beso—. Los de la guardia civil no suelen estar a estas
horas.
—No me
preocupa la guardia civil —dijo él al salir del descampado—. Pero no me gusta
conducir de noche. Y menos ahora.
—¿Por qué?
—me extrañé.
—Me
preocupa... el ciclista fantasma.
—¿Qué?
—El
ciclista fantasma, sí.
Parecía
avergonzado de reconocerlo. Sin embargo, yo no entendía nada de lo que me
decía. ¿Me estaba tomando el pelo? ¿Se estaba burlando de mí?
—¿Qué estás
diciendo?
Me miró
fijamente a los ojos, tras tomar el desvío.
—¿No
conoces la historia del ciclista?
—No. —Me
miró como si fuera una completa ignorante—. Oye, hace mucho que no vengo al
pueblo... —me excusé.
—Entiendo.
Bueno, según dicen, por estos caminos hay un ciclista fantasma. Al parecer, un
ciclista fue atropellado por un turismo y ahora su espectro, con bicicleta y
todo, vaga por estas carreteras.
—¿Y tú te
lo crees? —No sabía si romper a reír.
—No lo sé.
—¿Se conoce
la identidad del fantasma?
—Se piensa
que se trata de un chaval del pueblo que fue atropellado.
—¿Y se sabe
quién lo atropelló?
—Otro tío.
Que iba bebido según cuentan. Y ni siquiera paró a ayudarlo.
—Vaya.
¿Conoces al que lo hizo?
—Algo.
Sí...
Ramón
hablaba sin mirarme, la vista fija en la carretera.
—Pon
música, anda. Me estás dando miedo.
Su mano
accionó la radio y la música inundó la noche, ocupando los espacios del
silencio. Si pretendía asustarme, el muy miserable lo había conseguido.
—Antes, ahí
detrás, no parecías nada miedosa —se sonrió maliciosamente.
—Y no lo
soy —le dije algo picada—. ¿Sabes? Yo también me sé una historia de terror de
bicicletas —le conté—. Un hombre conduce de noche —susurré, imitando el ulular
del viento—, y de pronto ve las luces de un coche enfrente suyo. —Miré al
frente, y observé la desierta carretera como si el cuento estuviera escrito
sobre el asfalto—. Sin embargo, conforme se van acercando las luces se hacen
más grandes, más grandes, y el hombre piensa que no es un coche, que es un
camión, pues las luces ocupan toda la carretera, de lado a lado, y se le echan
encima sin remedio, a toda velocidad. El hombre, desesperado, intentando
evitarlas, se sale de la carretera y cae dando vueltas por un terrible
precipicio. ¿Sabes qué era lo que se le echaba encima? —sonreí—. Los faros de
dos bicicletas, que al ver el coche se pusieron cada una a un lado de la
carretera.
—Vaya historia...
—murmuró Ramón, sorprendido.
—Gracias,
gracias —asentí teatralmente.
De pronto
la radio se apagó, la música cesó y el silencio sepulcral volvió.
—¿Qué
demonios...? —acertó a decir Ramón, mirando el mudo equipo de sonido.
Al momento,
algo se iluminó enfrente de nosotros. Y miramos. Y lo vimos.
El faro de
una bicicleta, salida de vete a saber dónde, cortaba con su haz de luz la
carretera, pero en realidad el faro era completamente innecesario. El fantasma
que pedaleaba sobre la bicicleta ardía en llamas azules y tremolantes.
Recordaba a un hombre, o a un esqueleto, pero era más bien una antorcha humana.
Refulgía como un demonio salido del mismísimo infierno. Y la propia bicicleta
ardía también, como si los dos formaran una entidad de fuego.
Enmudecí de
golpe (como el equipo de sonido), e incluso creí escuchar, a pesar de estar las
ventanillas del coche cerradas, el intermitente timbre de la bicicleta
fantasmal, resonando en la noche como una pertinaz melodía fúnebre.
—¡No!
—gritó Ramón, dando un volantazo—. ¡Viene a por mí! ¡Viene a por mí!
—¿Qué?
Atónita,
acongojada, comprendí. Lo comprendí al ver los ojos llenos de pánico de Ramón.
Él lo había atropellado. Y ahora el ciclista volvía para vengarse.
Y por el
espejo retrovisor lo veía seguirnos con determinación salvaje.
—Tú lo
mataste... —afirmé, en lo que quería ser una pregunta.
—Sí, pero
por lo visto no lo maté del todo —ironizó dando otro volantazo, y enfiló hacia
el ciclista en llamas.
—¿Qué
haces?
—Es hora de
terminar el trabajo —sentenció Ramón, y aceleró a toda velocidad.
Sintiéndome
impotente, comprobé que llevaba puesto el cinturón de seguridad y recé como
nunca había rezado antes.
La
bicicleta fantasmal se nos echó encima, o nosotros nos precipitamos sobre ella,
no sé. Todo ocurrió en cuestión de segundos. El coche la embistió, la bicicleta
se fundió, atravesó el coche, Ramón, todo, las llamas traspasaron su cuerpo y
prendieron con fuerza. Fue como si una flecha ardiendo atravesara a Ramón. A mi
izquierda, una oleada de calor asfixiante pasó de largo como un cuchillo de
fuego. Y a su contacto, Ramón se convirtió en una antorcha humana. Aulló
retorciéndose como un loco, y no sé si frenó de golpe, pero el caso es que el
coche se detuvo en seco. Como la vida de Ramón, por otra parte. Sí, murió
fulminado y achicharrado horriblemente en un instante, como tocado por un rayo.
Anonadada,
me solté el cinturón, abrí la puerta y me separé asqueada del cadáver humeante
que momentos antes era una persona. Me alejé todo lo que pude del vehículo,
temiendo que explotara (como mi convulso corazón), y observé a la flecha humana
que nos había atravesado como si nada.
A pesar de encontrarse el espectro de espaldas a mí, sentí que sonreía de satisfacción. Observé cómo se alejaba pedaleando por la carretera, haciendo sonar el timbre alegremente, y de pronto se esfumó en el aire, como si nunca hubiera existido.
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