La selva de
hormigón y metal era atacada por un gran sol sin piedad. El cielo era naranja y
el aire estaba impregnado de azufre. Por la calle, una motocicleta huía pitando
de un automóvil que la perseguía con malas intenciones. Mientras tanto, un
cazador de autobuses —su cuerpo de metal brillaba como si fuera de plata— se
abría paso entre la jungla de asfalto cortando con su gran machete los
semáforos y las señales de tráfico que dificultaban su caminar. Guardó su
machete al llegar a la avenida y sus poderosos brazos empuñaron su reluciente
arma de caza, un fusil solar de gran potencia: la mejor arma para cazar
autobuses. Al doblar la esquina, el cazador vio un autobús y se tumbó con
celeridad en el suelo, cubriéndose tras unos cubos de basura. Apuntó a la
cabeza del autobús, a la cabina donde años atrás se sentaban los hombres y las
mujeres para conducirlos (ahora el volante se movía solo). El cazador disparó
fríamente, certeramente, y la cabeza del autobús explotó en mil pedazos; la
sangre en forma de llamas brotó, las ruedas dejaron de girar… El cazador se
incorporó como un resorte, con una chirriante agilidad, y se acercó con
precaución a su presa; el autobús, desde luego, estaba muerto, ya no se movía
ni un milímetro, pero por un momento el cazador creyó ver un elefante abatido
en vez del cadáver del autobús. No obstante, fue sólo un instante, fue
solamente una absurda visión: ya no quedaban elefantes, lamentablemente. Sin
embargo, el cazador metálico añoraba los elefantes, los tigres y los leones...,
aunque ya no hubiera ningún animal sobre la faz de la Tierra, aunque ya no
hubiera humanos; sí, sobre la Tierra ya solamente quedaban máquinas. Sin pensar
demasiado en ello, el cazador abandonó a su presa —ya se la comerían los
aviones— y prosiguió su camino en busca de algún otro autobús.
https://www.elperiodicodearagon.com/opinion/2022/07/10/cazador-autobuses-68162508.html
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