Este
miércoles me mencionaron en una de las preguntas del rosco de Pasapalabra. Y
aunque no estaba viendo la televisión en ese momento, me enteré al instante. Un
amigo lo comentó en las redes etiquetándome y otro amigo me mandó por WhatsApp
el vídeo en el que se me mencionaba. Y fui corriendo a ver la televisión, por
supuesto; ese momento de gloria había que disfrutarlo. El concursante, todo un
profesional de los concursos televisivos (lleva más cien programas seguidos en
Pasapalabra), al llegar la pregunta en la que aparecía este humilde escritor
puso cara de no tener ni idea y respondió rápidamente: “Pasapalabra”. “Han ido
a pillar”, pensé, sintiendo pena por su suerte aciaga. Al dar la vuelta al rosco,
Roberto Leal le repitió de nuevo la pregunta
(mencionándome otra vez, qué bien). Y cuando el presentador dijo la respuesta tras
dejar pasar el tiempo el concursante sin responder para no fallar, la cara del
concursante reflejó a las claras que ni le sonaba. Que se mencione a un
servidor en un programa líder de audiencia, que ven millones de espectadores,
supone una sorpresa total y una inesperada alegría. Sin embargo, los
pensamientos que me vinieron a la mente fueron algo contradictorios. Por un
lado, sentí que contaban conmigo, que existía de alguna manera, que se me
reconocía formalmente, pero, por otro lado, al mismo tiempo suponía un baño de
realidad el hecho de que al concursante no le sonase de nada. Como sentenciaba
un compañero de letras: “La mejor manera de tumbar a los concursantes más
experimentados es preguntarles por cualquier escritorzuelo”. Ay, tenemos esa
curiosa utilidad, qué duda cabe. A mí la pregunta me parecía sencillísima,
claro, pero igual no nos movemos en los mismos círculos. Como me decía una
amiga ilustradora tras felicitarme por mi instante de efímera fama: “Es la
primera vez que me sé la respuesta del rosco y el concursante no”.
"El rosco de Pasapalabra", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy sábado 24 de febrero.
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