Con la bolsa de
deporte al hombro, el hombre sale del gimnasio sintiendo que una parte de él se
queda dentro. Vuelve la cabeza, escruta el interior del gimnasio desde la
puerta de cristal y no distingue nada suyo, nada que le pertenezca de forma
directa o que pueda echarse al hombro o al alma. Gimnasio: museo de espejos,
máquinas de tortura y carne trémula. Sin darle más importancia de la que se le
concede al cumpleaños de un desconocido, el hombre da media vuelta y se
encamina hacia el bar ubicado en la esquina de la misma calle. Observando los
escaparates de las tiendas, llega hasta el bar y se aproxima cauteloso a la
barra, como temiendo ser abordado a la primera de cambio por la atenta
camarera, antes de haber decidido qué consumir. Se lo piensa durante un par de
segundos y pide una cerveza negra. La camarera asiente con una sonrisa y va
grácilmente a ponérsela. De noche todos los gatos son pardos y todas las
cervezas negras. Cuando la camarera le trae la cerveza el hombre descubre
asombrado que no lleva dinero encima; no lleva tarjetas ni la cartera, no lleva
nada. Decide entonces ligarse a la camarera para así no tener que pagar. Le
pregunta con un guiño cómo se llama y ella se lo dice. Le pregunta de dónde es
y resulta ser de su mismo pueblo. Ante semejante coincidencia caen enamorados
los dos al momento, el hombre invade la barra y allí mismo hacen el amor. El
amor es ciego. El amor es ilógico. El amor es ladrón. Un mes después el hombre
y la camarera se casan. Acuden a la boda los clientes del gimnasio y los del
bar. La ceremonia es un éxito, los dos dicen “sí, quiero” y el arroz vuela por
los aires. Los recién casados montan en el coche de novios y se alejan de allí
entre risas y gritos, arrastrando por la carretera una docena de latas de
cerveza negra que alguien ha enganchado al guardabarros. Matrimonio: unión de
dos personas, nadie sabe por qué.
"El amor es ilógico", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy sábado 17 de febrero.
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