Se
acerca el Día de Todos los Santos, y en estas fechas —es inevitable— todos recordamos
a nuestros muertos. El mundo sigue girando, pese a sus ausencias, en este baile
constante de nacimientos y defunciones, y el mismo día en que una amiga da a
luz a una preciosa niña, y la colmamos todos de felicitaciones, me entero por
un vecino de que el padre de una vecina ha fallecido de repente. Así es el
ciclo de la vida. Unos llegan, otros se van. La vida son inicios y finales.
Recibir al que llega, despedir al que se va. “Tengo que darle el pésame a mi
vecina en cuanto la vea”, me digo para mis adentros. Y al día siguiente salgo
de casa y la distingo al fondo de la calle, pero paseando del brazo de su anciano
padre, como siempre. ¿Qué ocurre? ¿No se había muerto? Me quedo plantado, sin
comprender. ¿Me habré equivocado de vecina? Claro, eso tiene que ser. Confundí
el nombre, el piso. Soy un desastre total, ya no controlo ni el vecindario.
Menos mal que no la vi ayer ni le di el pésame, se me ocurre pensar, hubiera
quedado fatal. Aliviado, con una sonrisa estúpida, voy a su encuentro para
saludarlos como cualquier día. Contemplo a su padre, caminando del brazo de la
vecina, mirándola de forma arrobada, en tanto que su hija avanza despacio, cabizbaja.
De pronto, una nube tapa el sol y la figura del padre se difumina, se debilitan
sus contornos y desaparece ante mis ojos por completo. Queda sola su hija,
caminando con semblante triste. Me quedo paralizado, viéndola venir hacia mí. “Lo
siento mucho”, murmuro en voz baja, con un nudo en la garganta. “Gracias”,
asiente ella, conmovida tal vez por mi cara de circunstancias, y suspira
hondamente. “Es curioso. Todavía lo siento a mi lado”, comenta con una débil
sonrisa y un encogimiento de hombros. “Te entiendo”, musito abrumado, sin
atinar a decir nada más.
"Inicios y finales", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy sábado 28 de octubre.
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