Paseo
por el parque bajo la luz de la luna. Cuando veo los columpios, dejo de
caminar. Hace muchos años que no me columpio. No son, desde luego, los mismos
en los que me columpiaba de niño, pero siguen siendo semejantes. Las cosas
buenas no cambian demasiado con el paso de los años. Miro a un lado y al otro.
No hay nadie. ¿Por qué no columpiarse un poco? ¿Por qué no sentirse como un
niño otra vez? Sin pensármelo dos veces, me siento en un descolorido columpio
de metal. Aferro fuertemente los dos ramales y compruebo que la distancia a la
que estoy del suelo es muy escasa, pero suficiente. Con los pies apoyados en el
suelo, doblo las rodillas, empezando así a balancearme, chirriando los
enganches del columpio. Es un sonido agradable, ¡y hacía tanto tiempo que no lo
oía! Despego los pies del suelo y me doy impulso hacia delante. Estiro las
piernas al subir, doblo las rodillas al bajar, y vuelvo a estirar las piernas.
Para mi asombro, estoy disfrutando como un chaval. ¿Cómo he podido pasar tantos
años sin hacer algo tan saludable? El viento de la noche me da en el rostro con
fuerza. Las estrellas del cielo se acercan y se alejan de mí. Empiezo a subir
más y más. Al llegar al punto más alto, con las piernas estiradas hacia el
cielo, estiro también una mano, recordando que, cuando me columpiaba siendo un
niño, solía estirar una mano, creyendo que así podría tocar el cielo. Me
columpio tan alto que parece que vaya a dar la vuelta de un momento a otro. Es
algo frenético, endiablado. Sin embargo, cuando ya es casi imposible que suba
más, ocurre. Quizás porque es un columpio muy viejo, o quizás porque no puede
soportar los kilos que peso. El caso es que se sueltan de golpe los ramales de
la barra horizontal, saliendo despedido el columpio —conmigo encima— a toda
velocidad. Y consigo, de alguna manera, “tocar el cielo”.
https://www.elperiodicodearagon.com/opinion/2023/02/25/columpio-83690389.html
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