Voy
en el tranvía en hora punta. Todos los pasajeros como sardinas en lata. Por
suerte, he conseguido sentarme y leo un libro plácidamente, ajeno a las
apreturas de los estudiantes y trabajadores mañaneros. Leo el poemario El estrés de las libélulas, de Carmela Trujillo, una escritora excelente
a la que sigo muy de cerca, una autora total que lo mismo te saca una novela romántica
que un libro infantil. Me está encantando; con este poemario se cumple con
creces esa gran frase: si el título es bueno, el libro es bueno. Llega una
parada; tras salir del tranvía varios pasajeros como si huyeran de la peste,
las personas que quieren entrar a continuación apenas tienen espacio para
pasar. Sin embargo, viendo que hay algunos pequeños huecos en el interior, un
individuo impaciente empuja con el cuerpo a los que ocupan la puerta para así poder
entrar, o eso al menos creo entrever al levantar la vista del libro y escuchar
ciertas voces y protestas. Y se monta una buena bronca. “¡Oiga, pida permiso
primero!”, grita un señor mayor, “¡Ante todo, educación!”. No puedo evitar
sonreír. Ese hombre siempre en mi equipo, claro que sí. Los Siniestro Total popularizaron la frase Ante todo, mucha calma, que está muy
bien. Pero a mí me gusta todavía más la que acabo de escuchar, y que esgrimo a
todas horas: Ante todo, educación.
Con educación y respeto se puede ir a cualquier lado. Lo mismo sucede con los
libros, con ellos también se puede viajar donde sea: donde nos lleven las palabras
y la imaginación. Así que abandono el caos que me rodea, dejo de divagar
mentalmente y me sumerjo de nuevo entre las páginas de El estrés de las libélulas. Quedo tan atrapado por un envolvente poema
que cuando alzo la vista descubro que se me ha pasado mi parada. Mierda. Ahora
a correr. Qué estrés de vida, por favor.
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