No nos solemos dar cuenta, pero
a veces los detalles más nimios (como la enunciación a destiempo de una
pregunta aparentemente inocente) llegan a producir terremotos y tempestades
interiores. Cuando aquella noche de confidencias le hice la maldita pregunta a
Félix Lozano, mi compañero de piso por aquel entonces (si bien dejaría de
serlo, de alguna manera, un tiempo después), no sabía ni mucho menos lo que iba
a provocar en él.
Estábamos hablando de cine
porno, cosa bastante normal en el caso
de Félix, ya que mi compañero de piso —hay que dejarlo claro de entrada— era
todo un pajillero sin remedio. Mis amigas y novias, al conocerlo en persona —su
higiene corporal dejaba bastante que desear— y escuchar además los gemidos que
salían a todas horas de la enorme televisión de su cuarto, me decían
escandalizadas que era un guarro, en todos los sentidos. Yo, por mi parte, a
tener de compañero de piso a un adicto al porno no le veía más que ventajas. En
su cuarto guardaba casi doscientas películas X y, por supuesto, me las dejaba
ver sin ningún problema, cuando quisiera. No era nada celoso con sus tesoros
fílmicos; es más, le encantaba compartirlos. Y poco a poco, lo cierto es que
estaba aprendiendo un montón de cine gracias a él. Por lo demás, Félix no salía
por las noches (por lo tanto, no llegaba a las tantas, como yo), no subía gente
al piso (de eso ya me encargaba yo), no daba problemas (estaba todo el día
pajeándose), no cocinaba y no limpiaba (pero yo tampoco, que eso eran
mariconadas y nosotros dos hombres de verdad). En fin, que ni haciendo un
exhaustivo casting hubiera encontrado un compañero de piso mejor.
El caso es que, como él era una
enciclopedia humana del cine para adultos y yo un simple e incipiente
aficionado en ese campo, le pregunté con la ingenua curiosidad del aprendiz
ante el maestro que cuál era su escena de sexo favorita. Sí, esa fue mi
pregunta fatal, desencadenante de todo lo que llegaría después. ¿Cuál es tu escena
favorita?, le dije tontamente. Su polvo favorito, para entendernos. Félix se
quedó pensativo, ensimismado, como si semejante cuestión no se le hubiera
pasado nunca por la cabeza. Una buena pregunta, apuntó. Con todas las escenas
de sexo que debía de tener grabadas a fuego en su mente, elegir una sola de
ellas se le tenía que antojar, a buen seguro, bastante complicado. Aquella
noche, molesto y enfadado consigo mismo, Félix no supo darme una respuesta
definitiva; ya se había quedado con la mosca detrás de la oreja.
A la mañana siguiente, sin
embargo, Félix se levantó de excelente humor. Alfonso, ya lo tengo, me anunció
mientras desayunábamos. ¿El qué?, le dije, todavía algo dormido. La respuesta,
declaró, mi escena favorita.
Me explicó que no había sido
nada fácil el decidirse por una en concreto; existían —literalmente— miles de
escenas que le volvían loco. Sin embargo, había sido metódico y reflexivo en su
decisión final. Había elegido la escena con la que a lo largo de los años (y a
ojo de buen pajero) se había hecho más pajas.
Me contó que dicha escena
pertenecía a “Culos increíbles“, película dirigida por John Stagliano, alias
Buttman, como no podía ser de otra manera. Félix tenía montones de películas de
semejante elemento (un cachondo integral que, como ya indicaba su nombre de
guerra, era un auténtico obseso de los culos); yo mismo había visionado varias
películas del bueno de Buttman (según Félix, el mejor director porno de toda la
historia) y, desde luego, tenía que reconocer que nadie filmaba las escenas de
sexo como él. Era un monstruo; en los largos preámbulos se recreaba en los traseros
de las chicas como nadie y los polvos resultaban incendiarios y muy divertidos.
¿Quieres verla?, me dijo Félix blandiendo la carátula del DVD. ¿Ahora mismo?;
casi me atraganté con la galleta que me estaba comiendo. Bueno, cuando quieras,
sonrió, y depositó la película sobre la mesa. La carátula, llena de culos
impresionantes, resaltaba vivamente entre mi tazón de leche y una bolsa de
magdalenas. Es la segunda escena, la del gimnasio, indicó Félix con un guiño y
se marchó a la facultad. Yo entonces supongo que tendría que haber hecho lo
mismo, irme a la facultad. En lugar de eso, cómo no, me puse la película.
Una televisión enorme de
pantalla plana, con vídeo y DVD, presidía el cuarto de Félix. Era su altar y
(junto a sus películas) su bien más preciado. En verdad, mi compañero de piso
no necesitaba ir al cine; lo tenía dentro de casa. Y yo, cual único y
privilegiado espectador, tuve allí mi buena sesión de cine matinal. ¿Qué mejor
que una película porno para empezar el día?
Me gustaría decir que vi
fríamente la escena favorita de mi compañero, calibrando su calidad como buen
crítico, pero lo cierto es que me casqué con ella una de las mejores pajas de
mi vida. Buf, menuda hembra la que salía... Una checa de rompe y rasga,
guapísima, con un culazo de infarto. Ella y un tío cachas se marcaban todo un
recital del mejor sexo por los diversos aparatos de un acogedor gimnasio,
filmados con mano firme por el viejo zorro de John. Una pasada, la verdad. Un
festín carnal de primera clase. Mi compañero de piso, desde luego, tenía un
gusto exquisito.
Cuando regresó de la
universidad, le informé de que ya había visto la gran escena y alabé
entusiasmado su buen criterio. Félix acogió mis encendidos comentarios con una
amplia sonrisa. Estaba visiblemente encantado. Pero lo que me soltó a
continuación me dejó descolocado. Es una escena que roza la perfección,
¿verdad?, sentenció con un extraño brillo en la mirada, y creo que eso es lo
que inconscientemente he estado buscando durante todos estos años, añadió, una
escena perfecta. Y gracias a ti me he dado cuenta de que no tengo que buscar
más, no tengo que ver más películas; ¿para qué?, ya la tengo. Es mi escena.
Para siempre.
En ese momento no comprendí el
alcance de sus palabras. Pensé que bromeaba, que jugaba a interpretar su papel
favorito: el de erotómano excéntrico. Pero no se trataba de ninguna broma.
Félix dejó de golpe de ver otras películas. Sólo veía la escena del gimnasio,
una y otra vez. En cuanto finalizaba, se la ponía de nuevo, como un bucle sin
fin. Si yo estaba en el piso, escuchaba de fondo los mismos diálogos y los
mismos gemidos y jadeos, día sí, día también. Félix no hacía más que ver una
vez tras otra la misma y maldita escena. Era exasperante, una pesadilla sin
fin. No nos engañemos; la escena estaba bien, y la tía tenía un morbo increíble
y un culo de campeonato, pero escenas similares había a centenares, a miles,
seguramente. Quedarse prendado de una sola escena no podía ser sano, de ninguna
manera. Esto se lo comenté, me vi en la obligación de hacérselo ver, si bien en
el fondo no le daba mucha importancia a su comportamiento. Pensaba que antes o
después se le pasaría su obsesión y volvería a ser el que era.
Por supuesto, fue a peor.
Félix iba poco a la
universidad, pero poco a poco dejó de ir lo poco que iba. Félix tampoco salía
mucho del piso, pero pasó a no salir casi nunca. Incluso sacarlo de su cuarto
(con esa televisión eternamente “encendida”) era ya una hazaña que me dejaba
exhausto para el resto del día.
Félix era un vago, un dejado,
pero era joven y físicamente no estaba demasiado mal (no era un horror, para
entendernos). No tenía ningún sentido que a su edad se encerrara en su cuarto
para ver una película que además, sin duda, se la tenía que conocer
sobradamente, fotograma a fotograma. Tenía que vivir la vida, coño, salir y
correrse una juerga de verdad.
Estás arruinando tu vida, le
dije una noche en la que no pude aguantarme más, ¿no te das cuenta? Félix
asintió tristemente. Tienes razón, reconoció. Toda mi vida he sido un
espectador. ¿Sabes?, ahora quiero ser actor.
Así se habla, sonreí, Esta
misma noche nos vamos tú y yo a ligar un buen par de... pedos. Félix esbozó una
sonrisa. No, gracias, rebatió, No me apetece salir. Y te recuerdo que tienes
novia. Así que no hagas el idiota por mí y vete con ella.
Tú también tendrías que echarte
novia, le dije, sin darme cuenta de que de alguna forma ya tenía.
A la mañana siguiente regresé
al piso derrengado, con la satisfacción de haber pasado una maratoniana noche
de sexo con Alicia. Félix se encontraba desayunando en la cocina, con cierta
placidez en el rostro. Nuestras miradas se encontraron y hubo un reconocimiento
tácito, como si al verle a él me observara a mí mismo en un espejo.
Coño, tú has echado un polvo,
me asombré. Así es, se sonrió, Veo que no se pueden tener secretos contigo. Y
veo que tú también, remarcó. ¿Con quién has follado?, le pregunté picado por la
curiosidad. Me dijo el nombre, pero no lo entendí; extranjero, seguramente. Un
segundo después caí en la cuenta. ¿La actriz? ¿La actriz de la película?,
barboteé incrédulo. Félix asintió. Pero..., ¿cómo has contactado con ella?,
intenté entender, ¿A través de Internet...?
No, a través de la pantalla, me
explicó llanamente, De repente, estaba a su lado, en el gimnasio, y no veas
cómo nos lo montamos. Sonrió de oreja a oreja, evocando el encuentro, y yo
sentí un nudo en la garganta. ¿Qué estás diciendo?, farfullé. Ya sé que parece
increíble, se explicó, los ojos delirantes y redondos como platos, pero es
cierto. De algún modo, he conseguido saltar a la película.
Tú estás loco, exploté, sin
poderme callar, Has visto tantas veces esa escena que tu mente ya no distingue
lo que es real de lo que no. Estás embotado, estás gilipollas perdido, eso es
lo que pasa. ¡Que no!, me gritó, ¡Ha sido real, completamente real! Lo fulminé
con la mirada y salí resoplando de la habitación. Alfonso, ¿cómo no puedes
creerme?, chilló desesperado, ¡Tú tendrías que creerme! Ya, y tú tendrías que
salir más y dejarte de películas, repliqué.
Por aquel entonces las
vacaciones de Semana Santa estaban al caer y mi novia y yo decidimos aprovechar
esos días para hacer un viaje juntos. Me voy con Alicia a Lisboa, le informé a
Félix, que llevaba dos días bastante callado y lacónico conmigo. Yo también voy
a salir, asintió para mi sorpresa, Voy a hacerte caso. Me voy a Praga.
¿A Praga? Coño, no está mal.
¿Con quién te vas?, le pregunté, aunque me imaginaba la respuesta. Solo,
respondió. Bueno, pásatelo muy bien, le dije sin saber qué añadir. Lo haré,
descuida.
Al despedirnos, tras titubear
los dos ligeramente, nos dimos un efusivo abrazo, como sellando así nuestras
diferencias.
Cinco días después, tras
disfrutar de lo lindo por Lisboa (tanto a Alicia como a mí nos había encantado
la ciudad), regresamos. En primer lugar dejé a mi novia en casa de sus padres y
luego acudí a mi piso. Félix no se encontraba allí, lo cual no me extrañó demasiado,
ya que todavía quedaban unos días de vacaciones. Mientras sacaba la ropa de mi
bolsa de viaje, escuché los mensajes del teléfono. Había un par de los padres
de Félix. Le decían que no sabían nada de él. ¿Acaso no sabían que su hijo se
había ido a Praga?
Por hacer algo, entré en la
habitación de Félix. Bueno, ¿a quién quiero engañar? Me apetecía ver una de sus
pelis y ya que él no estaba... El reproductor de DVD estaba encendido, así que
pulsé play para ver si había dentro alguna película porno. Apareció en pantalla
el título, “Culos increíbles” (cómo no), los nombres de las actrices, luego los
de los actores... y entonces, cuando iba a sacar la película para poner otra,
lo vi. Apareció borroso el nombre del actor cachas, parpadeó, se difuminó y
apareció en su lugar, con el mismo tipo de letra, FÉLIX LOZANO. Sí, vi durante
un segundo el nombre de mi amigo y desapareció. ¿Había sido un espejismo? ¿Una
ilusión? ¿O es que el iluso de Félix había trucado la película para hacerse la
ilusión de que él era un actor porno? No pude esperar. Un absurdo pensamiento
se había instalado en mi mente. La película, ahora caía, estaba rodada en
Praga. Aceleré hasta el momento de la gran escena, cuando aparecía el actor
cachas por vez primera levantando unas pesas. Y allí vi a Félix, en la primera
imagen un poco borroso, como si estuviera entrando en la película y le costara
un poco suplantar a la otra imagen, pero un segundo después se le veía
claramente, sin ninguna duda. Era él, estaba en la película, y no quedaba ni
rastro del otro actor. Por lo demás, se comía a la actriz con la mirada, con
una mirada de salido para nada fingida. Dios mío, Félix estaba dentro de la
película. Estaba allí. No podía ser un truco. No, desde luego; se notaría si
fuera una imagen retocada, se notaría de alguna manera. Aquello que veían mis
ojos era real. Real. Aunque el término “real” lo estaba cuestionando
seriamente. La actriz, tras lo que me pareció un instante de vacilación nada
más ver a su nuevo partenaire, actuaba como yo recordaba. Decía sus frases,
Félix también decía las suyas (se las sabía de memoria, por supuesto, y creo
que no metía morcillas, aunque me puedo equivocar). Sentí cierta vergüenza
cuando empezaron a besarse, sentí más vergüenza cuando la chica desnudó a Félix
(que en pelotas no estaba nada cachas, era más bien fofo, pero, por otro lado,
tampoco estaba mal dotado, ya me entienden) y sentí muchísima más vergüenza
cuando empezaron a hacer el amor y tuve una erección incontrolable. Repetían
las posturas y las diversas posiciones sexuales tal y como yo las recordaba,
como si los dos conocieran el guión a seguir y se ajustaran perfectamente a él.
Y lo cierto es que Félix seguía la estela prefijada como un profesional, con
una fogosidad ejemplar. Cuando eyaculó finalmente, sobre el rostro de la
actriz, miró a la cámara y me guiñó un ojo. Sí, sentí que el guiño iba dirigido
a mí (el otro actor, estaba seguro, no guiñaba a la cámara). En ese instante,
al ver su cara de satisfacción, supe que Félix no volvería nunca de Praga.
Meses después, a todos los
efectos, Félix seguía desaparecido del mapa. Nadie sabía absolutamente nada de
él. Era como si se hubiera esfumado por completo. Como si se lo hubiera tragado
la tierra... o una película porno.
Nunca tuve el valor de
decirles ni una palabra a sus padres. De alguna manera, no me sentía con
fuerzas de intentar explicarles la increíble verdad, ya que, por el bien de mi
cordura, era una verdad que me negaba a aceptar a cualquier precio. No
obstante, lo cierto es que todavía no lo había conseguido del todo. Mientras sus
padres andaban como locos buscándolo, yo, por mi parte, andaba también bastante
loco (paradójicamente, al tenerlo localizado).
Por si volvía Félix del limbo
del porno (o por si él o yo entrábamos en razón), no alquilé su habitación. En
lugar de eso decidí que Alicia se viniera a vivir conmigo. Creo que fue una
decisión muy acertada, si bien ocultas razones (o quizás no tan ocultas) me
impulsaron a ello. De momento, por lo menos, nos iba a los dos bastante bien e
incluso la idea del matrimonio empezaba a sobrevolar nuestras cabezas. Sólo un
pensamiento turbaba mi mente; el único secreto que tenía para ella: la
película. La maldita película.
Cada cierto tiempo, cuando me
encontraba a solas, la ponía. En ella (ahora entendía lo de la inmortalidad del
cine) Félix aparecía siempre contento, eternamente feliz, como la primera vez
que lo vi. Supongo que resultaba normal que se encontrara siempre excitado y
alegre: a fin de cuentas, vivía su fantasía. Y yo, por mi parte, creo que vivía
la mía: tener como amigo a todo un actor porno.
Sin embargo, no me decidía
a hacerle una visita.
"La escena definitiva" aparece en "La luz del diablo" (Mira, 2008), libro de relatos de Roberto Malo.
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