Estaba sentado
en una mesa al fondo del bar, escuchando la romántica pieza que tocaba el
pianista. Mi vista volaba de una mesa a otra del local en penumbra, estudiando
los rostros de las personas y buscando en vano alguno interesante. Sin embargo,
la puerta se iluminó y de pronto todo cambió. Una mujer imponente entró
contoneándose como una diosa, como una gata sensual, y se sentó sola en una
mesa cercana a la barra.
La observé
maravillado. Sus ojos eran claros, tal vez azules o verdes. Su pelo también era
claro, no sé si castaño o rubio, en tanto que los rasgos de su cara eran
perfectos, como si la hubieran sacado de un molde sin ningún defecto. Por lo
demás, su vestido negro se ajustaba a su cuerpo lleno de curvas como un guante,
dejando poco margen a la imaginación.
Desde su
asiento, cual esfinge, ella recorría con la vista el interior del bar.
Repentinamente, sus ojos se posaron en mí, y al darme cuenta miré hacia otro
lado, ruborizándome.
Un camarero
alto y circunspecto se acercó a ella.
—¿Qué desea,
señorita? —le preguntó.
—A ese hombre
—dijo señalándome.
El camarero
vino sin tardanza hasta mí.
—Esa señorita
le desea, señor —me indicó.
—Gracias...,
ahora mismo voy —acerté a decir.
Me levanté
temblorosamente y empecé a caminar con manifiesta torpeza hacia su mesa. Mi
pierna izquierda se golpeó con una silla donde estaba sentada una gorda con
cara de hipopótamo, pasé de largo dos mesas más, a duras penas, y llegué por
fin hasta ella.
—¿Puedo
sentarme? —le pregunté, abrumado al verla a tan sólo un metro.
—Pruébalo —dijo
ella con cierto tono de mujer fatal.
Me senté. Al
hacerlo y mirarla me di cuenta de que de cerca era todavía mucho más hermosa.
Me observaba sonriendo, estudiándome con sus penetrantes ojos, quizás esperando
que hablara.
—¿Cómo te
llamas? —me atreví a preguntarle.
—No me gusta
que me hagan preguntas —me reprobó.
—De acuerdo,
de acuerdo —asentí.
Me quedé
callado, sin saber qué decir.
—Nunca te
había visto por aquí —empezó a decir ella.
—Nunca había
venido.
—Entonces es
normal que nunca te haya visto.
—Sí, claro —asentí
como un idiota.
—Me gustas —dijo
fríamente.
La miré,
aturdido, sin poder reaccionar.
—Me gustaría
que vinieras ahora a mi casa —siguió diciendo.
—Creo que vas
muy deprisa.
—No tenemos todo
el tiempo del mundo, amor —dijo sonriendo. Se levantó—. ¿Vienes?
—Bueno, no me
gusta que me hagan preguntas. Pero vamos allá.
Ella me dio la
espalda y empezó a caminar hacia la salida del bar. Yo, cómo no, la seguí. Al
salir a la calle y mirarla a la luz del sol me di cuenta de que era todavía más
hermosa de lo que me había parecido en el interior del bar. Cuanto más la
miraba más hermosa me parecía. Era como si fuera un dibujo animado y cada rato
el dibujante la fuera mejorando.
Empezamos a
recorrer la calle, y al caminar a su lado no pude evitar pasar mi mano por su
hombro. Al hacerlo me miró sorprendida, y sentí algo muy extraño en su
expresión y en su hombro: miedo.
Retiré la
mano, confundido, y seguí caminando a su lado sin decir palabra. Pronto
llegamos hasta un portal en penumbra. Ella abrió la puerta y pasamos los dos al
interior. Recorrimos un lujoso salón, sin hablar, y entramos poco después en un
no menos lujoso dormitorio.
Ella se sentó
en la cama, serenamente, y empezó a quitarse los zapatos.
—¿Qué estás
haciendo? —pregunté.
—¿No lo ves?
Puedes desnudarte —dijo secamente.
La miré,
contrariado, y estallé.
—No pienso
desnudarme —dije desafiantemente.
—¿Por qué? ¿No
me encuentras atractiva?
—Sabes que no
es eso. Pero hay algo que no sé. ¿Por qué te muestras fría, distante e
insensible? Y sobre todo —dije mirándola al fondo de sus ojos—, ¿por qué te doy
miedo?
Me miró
sorprendida, enojada.
—¡Vete! —gritó.
—Sí, me iré,
pero cuando me respondas a algunas preguntas, aunque eso te moleste. ¿Por qué
te doy miedo? Soy más inofensivo que una mosca. ¿Crees que te puedo hacer daño?
—Todos los
hombres podéis hacer daño.
—¿Sí?
—Sí. Todos me
decís que me queréis, que me amáis, pero todos acabáis abandonándome. Todos
acabáis marchándoos en el maldito tren.
—¿Qué estás
diciendo?
—Ya sé que
debe ser así, pero no puedo remediarlo. Temo acabar enamorándome de alguno,
temo acabar enamorándome de ti, puesto que no tardarás apenas nada en dejarme,
y no quiero que cuando lo hagas me rompas el corazón.
La escuché,
perplejo.
—¿Por eso te
muestras tan fría y distante? ¿Para que yo me comporte igual? ¿Para que nunca
lleguemos a sentir afecto el uno por el otro? ¿Para hacer el amor como algo
puramente sexual, sin sentimientos, sin amor? ¿Para que nuestros corazones
nunca se lleguen a rozar?
Ella asintió
con su silenciosa mirada.
—No te quiero
seguir en el juego. Me parece algo despreciable —estimé—. Quiero salir de este
dormitorio, y no quiero volver a él hasta que nuestros corazones nos lo pidan
de verdad. Y quiero salir de aquí contigo, hablarte, hacerte preguntas, que tú
me las hagas, caminar a tu lado, conocerte... Me gustaría quererte, de verdad,
y me gustaría que tú me quisieras. Creo... creo que he tenido suerte de haberte
conocido, pero quiero conocerte a fondo, llegar hasta el final. ¿Qué dices?
—No resultará
—bufó.
—Bueno, déjame
intentarlo. Déjame intentar abrirte mi alma, déjame charlar contigo, déjame
reír contigo. Quiero conocerte y quiero que me conozcas. ¿Hay algo de malo en
ello? Quiero salir de aquí contigo, ir a un bar y volver a empezar como si todo
esto no hubiera pasado. Quiero otra oportunidad, pero de otra manera.
Mostrarnos tal cual somos. Sin esconder los sentimientos, sin disfrazarlos. Sin
hacer nada que no queramos hacer de verdad, sin engañarnos a nosotros mismos,
dejándonos llevar por lo que sintamos.
—Eres un
ingenuo —dijo ella sonriendo.
—Sí, lo soy.
—Y eres un
niño.
—Sí, así es.
Bien, ¿quieres saber más cosas de mí? ¿Quieres intentar caminar a mi lado?
—¿Sabes? —dijo
calzándose los zapatos—, eres el primer hombre que rehúsa hacer el amor
conmigo.
—Bueno, quiero
pensar que sólo ha sido un aplazamiento —consideré.
Ella empezó a
caminar.
—¿Dónde vamos,
extranjero? —preguntó.
—Bueno, como
bien has dicho, yo soy un extranjero en esta ciudad. Y tú eres de aquí, ¿no?
—Sí.
—Entonces
supongo que tú debes elegir el lugar.
—De acuerdo.
Sígueme.
Salimos de la
casa y volvimos a la calle.
—Vamos allí —indicó
ella, señalando un café—. Al “Penguin Café”.
—Me parece
bien —convine.
Entramos. Era
un café bastante amplio y agradable y estaba lleno de gente. Al fondo, una
orquesta llenaba de música el ambiente. Nos acercamos a la barra, donde al
momento un pingüino vino a atendernos.
—¿Qué quieres?
—le dije a ella.
—Lo que
quieras tú.
—Dos cervezas
—le indiqué al pingüino.
El curioso
camarero fue a ponérnoslas, caminando graciosamente por la barra.
—¿Habías
estado en este sitio? —me preguntó ella.
—No, no. Acabo
de llegar a la ciudad.
—¿Te gusta?
—Sí. ¿Sabes?,
quiero que me enseñes lo más bonito de esta ciudad.
—Yo soy lo más
bonito de esta ciudad —dijo ella riendo.
Desde luego,
pensé que tenía razón.
—¿Desde cuándo
vives aquí? —le pregunté.
—Desde
siempre.
—¿Tienes aquí
familia?
—Mi familia es
la ciudad —dijo ella misteriosamente.
El pingüino
nos sirvió las dos cervezas, en vasos de tubo.
—¿A qué no
haces esto? —me dijo ella.
Echó las manos
a las caderas, se agachó sobre el vaso de cerveza, lo tomó con la boca, lo
levantó y se lo bebió de un trago sin derramar fuera ni una sola gota.
La observé
asombrado.
Ella dejó el
vaso vacío sobre la barra y me dedicó una sonrisa.
—¿Cómo...?
—Es fácil —dijo
sin darle importancia.
—Vaya, me ha
gustado —estimé, todavía sorprendido.
—Hago
diabluras con mi boca —dijo ella sonriendo—. Si no te hubieras ido del
dormitorio...
—Ya volveremos
—me apresuré a decir.
Ella resopló.
—Te seré
franca: no me pienso enamorar de ti. Y no me pienso enamorar de nadie. Ya he
sufrido bastante. ¿Tú te has enamorado de alguien alguna vez?
—Sí, una vez —respondí.
—¿Fue la
primera mujer?
—No, no fue la
primera. Ni la segunda, ni la tercera, ni de las veinte o treinta primeras.
Para mí, al principio, las mujeres eran sólo conejillos de indias con los
cuales yo experimentaba. Iba de flor en flor, haciendo el capullo.
—¿Sí? —dijo
ella riendo.
—Bueno, es una
forma de hablar. Pero todo cambió cuando me enamoré perdidamente de una.
—¿Y la
perdiste?
—Sí.
—¿Y te
sentiste morir?
—Sí.
—Entonces
puedes entender lo que me ocurre.
—No, no lo entiendo
—repuse—. No hay que cerrarse a los demás por haber sufrido en el pasado. Hay
que seguir adelante. Hay que seguir buscando.
—En tu caso es
fácil. Eres un extranjero, y tienes todo un mundo en el que buscar. Pero yo
vivo en esta ciudad, y todos los hombres que vienen a ella se van tarde o
temprano, dejándome.
—No entiendo
cómo te pueden dejar.
—El tren se
los lleva.
—¿El tren?
¿Qué tren?
—¿No sabes de
qué tren hablo?
—No. ¿De qué
tren?
—Bueno, ya te
enterarás. Antes o después, tú también te irás en el tren. Sí, tal vez, dentro
de muy poco te irás en él de esta ciudad. Desde luego, estás malgastando tu
tiempo al estar hablando conmigo.
—No creo que
sea malgastar el tiempo el estar hablando contigo —consideré—. Y sé que no te vas a
enamorar de mí. Por desgracia, ya sé que no soy nada excepcional. No puedo
hacerme semejantes ilusiones. Pero lo que ahora quiero es estar a tu lado,
charlar contigo, y el poder hacerlo me parece maravilloso.
—¿Lo dices en
serio?
—Sí. Lo dice
mi corazón —expresé, mirándola fijamente y pensando que estaba todavía más
hermosa que hace un minuto.
—Voy un
momento al baño —se excusó rápidamente, yéndose.
La vi perderse
dentro del servicio femenino.
Aturdido, me
acabé la cerveza. Después me entretuve observando las telarañas de espuma que
habían quedado en el vaso.
Ella no tardó
en salir del baño y volvió a mi lado. Observé que se había echado agua sobre la
cara.
—¿Ocurre algo?
—Oh, nada
—dijo con una mueca—. He sentido algo extraño, eso es todo. Hacía tanto tiempo
que no...
Y dejó de
hablar.
—¿Sabes lo que
yo sentí cuando te vi entrar en el bar? —le dije—. Sentí que entraba la mujer
de mi vida. Y ahora, con todo lo que ha pasado, sigo pensando lo mismo. Y sé
que no te conseguiré, pero no por ello dejarás de ser la mujer de mi vida.
—¿Nos vamos a
otro sitio? —dijo ella, nerviosamente.
—De acuerdo —asentí,
y me acerqué a la barra para pagar al pingüino.
—¿Qué haces? —se
extrañó ella.
—Voy a pagar
las cervezas.
—¿Qué dices?
Aquí no paga nadie, hombre. Vámonos.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Vaya...
Caminé entre
la gente y llegué hasta la puerta del bar. La empujé y salí a la calle. Sin
embargo, mientras salía, una mujer saludó a mi acompañante y se pusieron a
charlar animadamente.
Decidí
esperarla en la calle. Estaba anocheciendo; el azul del cielo daba paso al
negro y las estrellas empezaban a despuntar.
Veía a las dos
mujeres a través de la puerta del bar, ya que era de cristal transparente,
aunque las veía un poco difuminadas, pues el cristal estaba empañado en sudor,
polvo y humo. Aun así, pude apreciar que su amiga era bastante extraña; su pelo
era de color plateado y emitía destellos como las esferas de las discotecas,
sus labios estaban pintados de color verde oliva y las uñas de sus manos tenían
cada una un color diferente. Sin embargo, pronto dejé de mirar a su amiga y me
concentré en ella. A pesar de verla como entre nubes, me parecía todavía más
hermosa que antes. Era, sin duda alguna, lo más bonito de la ciudad.
Me acerqué a
la puerta de cristal y escribí con un dedo "Te quiero" al revés. Ella lo leyó,
embobada, y se despidió de su amiga.
Abrió la
puerta y vino hacia mí.
—Eres un
tonto... —dijo sonriendo.
Me abrazó y me
besó en la boca, y mis labios sintieron algo indescriptible que invadió todo mi
cuerpo.
—Era una amiga
mía —dijo ella como si nada, refiriéndose a la mujer del bar—. Vive aquí en la
ciudad, como yo.
No la escuché.
Decidí repetir el beso. Esta vez fue más largo.
Cuando
nuestros labios se separaron, vi en el cielo un cerdo volando.
—¡Mira, un
cerdo! —señalé.
—¡Oh, un cerdo
volando! —exclamó ella, muy emocionada—. Pide un deseo.
—¿Qué?
—Pide un
deseo, rápido. Cuando se ve pasar un cerdo volando, es costumbre pedir un
deseo.
—De acuerdo —asentí.
Y seguí con la
vista al cerdo hasta que se perdió en el cielo. La fantasía se fue volando. Se
esfumó.
—¿Has pedido
tú también un deseo? —le pregunté a ella.
—Sí.
—¿Y qué has
pedido?
—Supongo que
lo mismo que tú. Aunque no creo que se cumpla. Bueno, supongo que se deben
pedir deseos difíciles de realizar...
De pronto, un
atronador sonido chirriante se escuchó en toda la ciudad, como una explosión.
Y a
continuación, de los bares de la calle empezaron a salir personas y más
personas, y más y más, y empezaron a recorrer la calle apresuradamente, todas
en la misma dirección.
Miré aturdido
al gentío.
—Es el final —dijo
ella tristemente.
—¿Qué?
—Es el final —repitió.
—¿Qué final?
Yo no veo que acabe nada —dije extrañado.
—Bueno, a
veces no hace falta leer THE END para saber cuándo ha terminado la película —dijo
ella funestamente.
—¿Qué quieres
decir? ¿Y adónde va toda esa gente?
—Van al tren.
—¿A qué tren?
—Al tren que
les lleva al mundo real —explicó—. Al tren que los conduce de la ciudad del
Sueño a su mundo real. Al tren que los conduce a su despertar.
Me quedé
callado, sin poder reaccionar.
Vi cómo salía
gente de todos los sitios, de todos los bares, de todas las calles, y distinguí
al fondo, donde se dirigían, un inmenso y resplandeciente tren de plata,
aguardándoles con las puertas abiertas.
—Debes ir tú
también, con ellos.
—¿Vienes
conmigo? —le pregunté.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Yo soy un
sueño, y no puedo salir de la ciudad del Sueño. No soy real como tú.
La miré,
tristemente, y me pareció todavía más hermosa que hace un instante.
—Corre —dijo
ella—. Debes irte. Y date prisa. No me gustan las despedidas.
—No voy a
coger ese tren.
—¿Qué dices?
—No me voy a
ir de aquí.
—Pero... ¡no
puedes hacer eso! —dijo ella, exaltada—. Si no coges ahora ese tren... no
podrás volver nunca al mundo real. No verás nunca más a tu familia, a tus seres
queridos...
—¡Al diablo el
mundo real! —exclamé.
—No sabes lo
que dices. No sabes lo que estás haciendo...
—Ahora sólo sé
una cosa: te quiero. Y me voy a aferrar a eso.
—Pero... no
entiendes que...
Entonces sonó
el silbato del tren, como aviso de que iba a partir; y sonó, curiosamente, de
una manera muy parecida a la alarma de un despertador. Temblé, pensando que me
iba a despertar. Pero no; seguí igual, donde estaba.
—¡Corre!
¡Corre! —exclamó ella—. ¡El tren se va!
—¡Que se vaya!
—grité.
El tren empezó
a recorrer la vía.
—Quiero vivir
aquí, contigo —le dije—. No quiero saber nada de un mundo en el que tú no
existas. ¿Es que no lo entiendes?
—Oh, ¿me quieres?
¿Me quieres de verdad? —dijo ella, abrazándome.
—Claro que te
quiero —asentí, sintiendo su corazón cerca del mío—. ¿O es que te lo tengo que
escribir otra vez?
La miré;
aunque tenía los ojos a punto de llorar, me pareció más hermosa que nunca.
Nuestras bocas
se unieron con fervor, nuestros cuerpos se buscaron con pasión.
Mientras, el
tren de plata se empezaba a perder en el crepúsculo.
"El tren" aparece en "Malos Sueños" (Comuniter, 2019), libro de relatos de Roberto Malo con ilustraciones de Chema Cebolla.
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