martes, 10 de marzo de 2020

EL TREN


Estaba sentado en una mesa al fondo del bar, escuchando la romántica pieza que tocaba el pianista. Mi vista volaba de una mesa a otra del local en penumbra, estudiando los rostros de las personas y buscando en vano alguno interesante. Sin embargo, la puerta se iluminó y de pronto todo cambió. Una mujer imponente entró contoneándose como una diosa, como una gata sensual, y se sentó sola en una mesa cercana a la barra.
La observé maravillado. Sus ojos eran claros, tal vez azules o verdes. Su pelo también era claro, no sé si castaño o rubio, en tanto que los rasgos de su cara eran perfectos, como si la hubieran sacado de un molde sin ningún defecto. Por lo demás, su vestido negro se ajustaba a su cuerpo lleno de curvas como un guante, dejando poco margen a la imaginación.
Desde su asiento, cual esfinge, ella recorría con la vista el interior del bar. Repentinamente, sus ojos se posaron en mí, y al darme cuenta miré hacia otro lado, ruborizándome.
Un camarero alto y circunspecto se acercó a ella.
—¿Qué desea, señorita? —le preguntó.
—A ese hombre —dijo señalándome.
El camarero vino sin tardanza hasta mí.
—Esa señorita le desea, señor —me indicó.
—Gracias..., ahora mismo voy —acerté a decir.
Me levanté temblorosamente y empecé a caminar con manifiesta torpeza hacia su mesa. Mi pierna izquierda se golpeó con una silla donde estaba sentada una gorda con cara de hipopótamo, pasé de largo dos mesas más, a duras penas, y llegué por fin hasta ella.
—¿Puedo sentarme? —le pregunté, abrumado al verla a tan sólo un metro.
—Pruébalo —dijo ella con cierto tono de mujer fatal.
Me senté. Al hacerlo y mirarla me di cuenta de que de cerca era todavía mucho más hermosa. Me observaba sonriendo, estudiándome con sus penetrantes ojos, quizás esperando que hablara.
—¿Cómo te llamas? —me atreví a preguntarle.
—No me gusta que me hagan preguntas —me reprobó.
—De acuerdo, de acuerdo —asentí.
Me quedé callado, sin saber qué decir.
—Nunca te había visto por aquí —empezó a decir ella.
—Nunca había venido.
—Entonces es normal que nunca te haya visto.
—Sí, claro —asentí como un idiota.
—Me gustas —dijo fríamente.
La miré, aturdido, sin poder reaccionar.
—Me gustaría que vinieras ahora a mi casa —siguió diciendo.
—Creo que vas muy deprisa.
—No tenemos todo el tiempo del mundo, amor —dijo sonriendo. Se levantó—. ¿Vienes?
—Bueno, no me gusta que me hagan preguntas. Pero vamos allá.
Ella me dio la espalda y empezó a caminar hacia la salida del bar. Yo, cómo no, la seguí. Al salir a la calle y mirarla a la luz del sol me di cuenta de que era todavía más hermosa de lo que me había parecido en el interior del bar. Cuanto más la miraba más hermosa me parecía. Era como si fuera un dibujo animado y cada rato el dibujante la fuera mejorando.
Empezamos a recorrer la calle, y al caminar a su lado no pude evitar pasar mi mano por su hombro. Al hacerlo me miró sorprendida, y sentí algo muy extraño en su expresión y en su hombro: miedo.
Retiré la mano, confundido, y seguí caminando a su lado sin decir palabra. Pronto llegamos hasta un portal en penumbra. Ella abrió la puerta y pasamos los dos al interior. Recorrimos un lujoso salón, sin hablar, y entramos poco después en un no menos lujoso dormitorio.
Ella se sentó en la cama, serenamente, y empezó a quitarse los zapatos.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté.
—¿No lo ves? Puedes desnudarte —dijo secamente.
La miré, contrariado, y estallé.
—No pienso desnudarme —dije desafiantemente.
—¿Por qué? ¿No me encuentras atractiva?
—Sabes que no es eso. Pero hay algo que no sé. ¿Por qué te muestras fría, distante e insensible? Y sobre todo —dije mirándola al fondo de sus ojos—, ¿por qué te doy miedo?
Me miró sorprendida, enojada.
—¡Vete! —gritó.
—Sí, me iré, pero cuando me respondas a algunas preguntas, aunque eso te moleste. ¿Por qué te doy miedo? Soy más inofensivo que una mosca. ¿Crees que te puedo hacer daño?
—Todos los hombres podéis hacer daño.
—¿Sí?
—Sí. Todos me decís que me queréis, que me amáis, pero todos acabáis abandonándome. Todos acabáis marchándoos en el maldito tren.
—¿Qué estás diciendo?
—Ya sé que debe ser así, pero no puedo remediarlo. Temo acabar enamorándome de alguno, temo acabar enamorándome de ti, puesto que no tardarás apenas nada en dejarme, y no quiero que cuando lo hagas me rompas el corazón.
La escuché, perplejo.
—¿Por eso te muestras tan fría y distante? ¿Para que yo me comporte igual? ¿Para que nunca lleguemos a sentir afecto el uno por el otro? ¿Para hacer el amor como algo puramente sexual, sin sentimientos, sin amor? ¿Para que nuestros corazones nunca se lleguen a rozar?
Ella asintió con su silenciosa mirada.
—No te quiero seguir en el juego. Me parece algo despreciable          —estimé—. Quiero salir de este dormitorio, y no quiero volver a él hasta que nuestros corazones nos lo pidan de verdad. Y quiero salir de aquí contigo, hablarte, hacerte preguntas, que tú me las hagas, caminar a tu lado, conocerte... Me gustaría quererte, de verdad, y me gustaría que tú me quisieras. Creo... creo que he tenido suerte de haberte conocido, pero quiero conocerte a fondo, llegar hasta el final. ¿Qué dices?
—No resultará —bufó.
—Bueno, déjame intentarlo. Déjame intentar abrirte mi alma, déjame charlar contigo, déjame reír contigo. Quiero conocerte y quiero que me conozcas. ¿Hay algo de malo en ello? Quiero salir de aquí contigo, ir a un bar y volver a empezar como si todo esto no hubiera pasado. Quiero otra oportunidad, pero de otra manera. Mostrarnos tal cual somos. Sin esconder los sentimientos, sin disfrazarlos. Sin hacer nada que no queramos hacer de verdad, sin engañarnos a nosotros mismos, dejándonos llevar por lo que sintamos.
—Eres un ingenuo —dijo ella sonriendo.
—Sí, lo soy.
—Y eres un niño.
—Sí, así es. Bien, ¿quieres saber más cosas de mí? ¿Quieres intentar caminar a mi lado?
—¿Sabes? —dijo calzándose los zapatos—, eres el primer hombre que rehúsa hacer el amor conmigo.
—Bueno, quiero pensar que sólo ha sido un aplazamiento                —consideré.
Ella empezó a caminar.
—¿Dónde vamos, extranjero? —preguntó.
—Bueno, como bien has dicho, yo soy un extranjero en esta ciudad. Y tú eres de aquí, ¿no?
—Sí.
—Entonces supongo que tú debes elegir el lugar.
—De acuerdo. Sígueme.
Salimos de la casa y volvimos a la calle.
—Vamos allí —indicó ella, señalando un café—. Al “Penguin Café”.
—Me parece bien —convine.
Entramos. Era un café bastante amplio y agradable y estaba lleno de gente. Al fondo, una orquesta llenaba de música el ambiente. Nos acercamos a la barra, donde al momento un pingüino vino a atendernos.
—¿Qué quieres? —le dije a ella.
—Lo que quieras tú.
—Dos cervezas —le indiqué al pingüino.
El curioso camarero fue a ponérnoslas, caminando graciosamente por la barra.
—¿Habías estado en este sitio? —me preguntó ella.
—No, no. Acabo de llegar a la ciudad.
—¿Te gusta?
—Sí. ¿Sabes?, quiero que me enseñes lo más bonito de esta ciudad.
—Yo soy lo más bonito de esta ciudad —dijo ella riendo.
Desde luego, pensé que tenía razón.
—¿Desde cuándo vives aquí? —le pregunté.
—Desde siempre.
—¿Tienes aquí familia?
—Mi familia es la ciudad —dijo ella misteriosamente.
El pingüino nos sirvió las dos cervezas, en vasos de tubo.
—¿A qué no haces esto? —me dijo ella.
Echó las manos a las caderas, se agachó sobre el vaso de cerveza, lo tomó con la boca, lo levantó y se lo bebió de un trago sin derramar fuera ni una sola gota.
La observé asombrado.
Ella dejó el vaso vacío sobre la barra y me dedicó una sonrisa.
—¿Cómo...?
—Es fácil —dijo sin darle importancia.
—Vaya, me ha gustado —estimé, todavía sorprendido.
—Hago diabluras con mi boca —dijo ella sonriendo—. Si no te hubieras ido del dormitorio...
—Ya volveremos —me apresuré a decir.
Ella resopló.
—Te seré franca: no me pienso enamorar de ti. Y no me pienso enamorar de nadie. Ya he sufrido bastante. ¿Tú te has enamorado de alguien alguna vez?
—Sí, una vez —respondí.
—¿Fue la primera mujer?
—No, no fue la primera. Ni la segunda, ni la tercera, ni de las veinte o treinta primeras. Para mí, al principio, las mujeres eran sólo conejillos de indias con los cuales yo experimentaba. Iba de flor en flor, haciendo el capullo.
—¿Sí? —dijo ella riendo.
—Bueno, es una forma de hablar. Pero todo cambió cuando me enamoré perdidamente de una.
—¿Y la perdiste?
—Sí.
—¿Y te sentiste morir?
—Sí.
—Entonces puedes entender lo que me ocurre.
—No, no lo entiendo —repuse—. No hay que cerrarse a los demás por haber sufrido en el pasado. Hay que seguir adelante. Hay que seguir buscando.
—En tu caso es fácil. Eres un extranjero, y tienes todo un mundo en el que buscar. Pero yo vivo en esta ciudad, y todos los hombres que vienen a ella se van tarde o temprano, dejándome.
—No entiendo cómo te pueden dejar.
—El tren se los lleva.
—¿El tren? ¿Qué tren?
—¿No sabes de qué tren hablo?
—No. ¿De qué tren?
—Bueno, ya te enterarás. Antes o después, tú también te irás en el tren. Sí, tal vez, dentro de muy poco te irás en él de esta ciudad. Desde luego, estás malgastando tu tiempo al estar hablando conmigo.
—No creo que sea malgastar el tiempo el estar hablando contigo      —consideré—. Y sé que no te vas a enamorar de mí. Por desgracia, ya sé que no soy nada excepcional. No puedo hacerme semejantes ilusiones. Pero lo que ahora quiero es estar a tu lado, charlar contigo, y el poder hacerlo me parece maravilloso.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. Lo dice mi corazón —expresé, mirándola fijamente y pensando que estaba todavía más hermosa que hace un minuto.
—Voy un momento al baño —se excusó rápidamente, yéndose.
La vi perderse dentro del servicio femenino.
Aturdido, me acabé la cerveza. Después me entretuve observando las telarañas de espuma que habían quedado en el vaso.
Ella no tardó en salir del baño y volvió a mi lado. Observé que se había echado agua sobre la cara.
—¿Ocurre algo?
—Oh, nada —dijo con una mueca—. He sentido algo extraño, eso es todo. Hacía tanto tiempo que no...
Y dejó de hablar.
—¿Sabes lo que yo sentí cuando te vi entrar en el bar? —le dije—. Sentí que entraba la mujer de mi vida. Y ahora, con todo lo que ha pasado, sigo pensando lo mismo. Y sé que no te conseguiré, pero no por ello dejarás de ser la mujer de mi vida.
—¿Nos vamos a otro sitio? —dijo ella, nerviosamente.
—De acuerdo —asentí, y me acerqué a la barra para pagar al pingüino.
—¿Qué haces? —se extrañó ella.
—Voy a pagar las cervezas.
—¿Qué dices? Aquí no paga nadie, hombre. Vámonos.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Vaya...
Caminé entre la gente y llegué hasta la puerta del bar. La empujé y salí a la calle. Sin embargo, mientras salía, una mujer saludó a mi acompañante y se pusieron a charlar animadamente.
Decidí esperarla en la calle. Estaba anocheciendo; el azul del cielo daba paso al negro y las estrellas empezaban a despuntar.
Veía a las dos mujeres a través de la puerta del bar, ya que era de cristal transparente, aunque las veía un poco difuminadas, pues el cristal estaba empañado en sudor, polvo y humo. Aun así, pude apreciar que su amiga era bastante extraña; su pelo era de color plateado y emitía destellos como las esferas de las discotecas, sus labios estaban pintados de color verde oliva y las uñas de sus manos tenían cada una un color diferente. Sin embargo, pronto dejé de mirar a su amiga y me concentré en ella. A pesar de verla como entre nubes, me parecía todavía más hermosa que antes. Era, sin duda alguna, lo más bonito de la ciudad.
Me acerqué a la puerta de cristal y escribí con un dedo "Te quiero" al revés. Ella lo leyó, embobada, y se despidió de su amiga.
Abrió la puerta y vino hacia mí.
—Eres un tonto... —dijo sonriendo.
Me abrazó y me besó en la boca, y mis labios sintieron algo indescriptible que invadió todo mi cuerpo.
—Era una amiga mía —dijo ella como si nada, refiriéndose a la mujer del bar—. Vive aquí en la ciudad, como yo.
No la escuché. Decidí repetir el beso. Esta vez fue más largo.
Cuando nuestros labios se separaron, vi en el cielo un cerdo volando.
—¡Mira, un cerdo! —señalé.
—¡Oh, un cerdo volando! —exclamó ella, muy emocionada—. Pide un deseo.
—¿Qué?
—Pide un deseo, rápido. Cuando se ve pasar un cerdo volando, es costumbre pedir un deseo.
—De acuerdo —asentí.
Y seguí con la vista al cerdo hasta que se perdió en el cielo. La fantasía se fue volando. Se esfumó.
—¿Has pedido tú también un deseo? —le pregunté a ella.
—Sí.
—¿Y qué has pedido?
—Supongo que lo mismo que tú. Aunque no creo que se cumpla. Bueno, supongo que se deben pedir deseos difíciles de realizar...
De pronto, un atronador sonido chirriante se escuchó en toda la ciudad, como una explosión.
Y a continuación, de los bares de la calle empezaron a salir personas y más personas, y más y más, y empezaron a recorrer la calle apresuradamente, todas en la misma dirección.
Miré aturdido al gentío.
—Es el final —dijo ella tristemente.
—¿Qué?
—Es el final —repitió.
—¿Qué final? Yo no veo que acabe nada —dije extrañado.
—Bueno, a veces no hace falta leer THE END para saber cuándo ha terminado la película —dijo ella funestamente.
—¿Qué quieres decir? ¿Y adónde va toda esa gente?
—Van al tren.
—¿A qué tren?
—Al tren que les lleva al mundo real —explicó—. Al tren que los conduce de la ciudad del Sueño a su mundo real. Al tren que los conduce a su despertar.
Me quedé callado, sin poder reaccionar.
Vi cómo salía gente de todos los sitios, de todos los bares, de todas las calles, y distinguí al fondo, donde se dirigían, un inmenso y resplandeciente tren de plata, aguardándoles con las puertas abiertas.
—Debes ir tú también, con ellos.
—¿Vienes conmigo? —le pregunté.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Yo soy un sueño, y no puedo salir de la ciudad del Sueño. No soy real como tú.
La miré, tristemente, y me pareció todavía más hermosa que hace un instante.
—Corre —dijo ella—. Debes irte. Y date prisa. No me gustan las despedidas.
—No voy a coger ese tren.
—¿Qué dices?
—No me voy a ir de aquí.
—Pero... ¡no puedes hacer eso! —dijo ella, exaltada—. Si no coges ahora ese tren... no podrás volver nunca al mundo real. No verás nunca más a tu familia, a tus seres queridos...
—¡Al diablo el mundo real! —exclamé.
—No sabes lo que dices. No sabes lo que estás haciendo...
—Ahora sólo sé una cosa: te quiero. Y me voy a aferrar a eso.
—Pero... no entiendes que...
Entonces sonó el silbato del tren, como aviso de que iba a partir; y sonó, curiosamente, de una manera muy parecida a la alarma de un despertador. Temblé, pensando que me iba a despertar. Pero no; seguí igual, donde estaba.
—¡Corre! ¡Corre! —exclamó ella—. ¡El tren se va!
—¡Que se vaya! —grité.
El tren empezó a recorrer la vía.
—Quiero vivir aquí, contigo —le dije—. No quiero saber nada de un mundo en el que tú no existas. ¿Es que no lo entiendes?
—Oh, ¿me quieres? ¿Me quieres de verdad? —dijo ella, abrazándome.
—Claro que te quiero —asentí, sintiendo su corazón cerca del mío—. ¿O es que te lo tengo que escribir otra vez?
La miré; aunque tenía los ojos a punto de llorar, me pareció más hermosa que nunca.
Nuestras bocas se unieron con fervor, nuestros cuerpos se buscaron con pasión.
Mientras, el tren de plata se empezaba a perder en el crepúsculo.


"El tren" aparece en "Malos Sueños" (Comuniter, 2019), libro de relatos de Roberto Malo con ilustraciones de Chema Cebolla.

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