Mi
trabajo consiste en contar. Contar personas. Así que, si no les importa, voy
contando. En primer lugar me cuento a mí mismo. Uno. El burro delante, ya
saben. En segundo lugar cuento a Rosa, mi acompañante. Dos. Rosa, por si les
interesa, es una amiga que me quiero ligar a costa de invitarla al cine. A mí
me invitan al cine los de mi empresa, me dan dos entradas, y yo a mi vez la
invito a ella con la entrada que me sobra. Es un círculo vicioso que espero me
depare una relación muy viciosa. En fin, ya veremos qué pasa, pero ahora a lo
mío, al trabajo. A contar. No nos desviemos demasiado. Una vez contados ella y
yo, sólo me resta contar a todas las personas que entren a continuación en la
sala número seis de los cines Warner, que es donde me encuentro ahora, a las
nueve menos cuarto de un sábado de mayo, haciendo como que leo la revista
gratuita que informa de los inminentes estrenos de cine. Hay que disimular, ya
saben. Entra una pareja de enamorados, o al menos lo parecen por cómo se miran.
Tres, cuatro. El acomodador les indica sus asientos, dos filas por delante de
Rosa y de mí. Mi trabajo, en estos momentos, consiste en contar el número de
personas que van a ver la película (la típica americanada de acción
descerebrada que arrasa en taquilla) en la sesión de las nueve de la noche. Es
un trabajo absurdo, pero bastante sencillo, la verdad. También es un trabajo
inútil, perfecto para inútiles como yo. No es nada fácil encontrar un trabajo
cuando apenas sabes hacer nada, como desgraciadamente es mi caso. Sin embargo
contar —aunque está mal que lo diga yo— se me da muy bien. Ya de niño contaba
nubes en el campo, contaba coches desde el puente, contaba estrellas por la
noche, contaba ovejitas para dormir... Sin saberlo, ahora me doy cuenta, me he
estado preparando durante años para este trabajo, para contar personas, que es
lo máximo, no nos engañemos. Se pueden contar muchas cosas, pero personas es lo
mejor. Entra en la sala un grupo de jóvenes alegres y gritones, dos chicas y
cuatro chicos. Cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Se sientan algo detrás de
nosotros. Mi trabajo consiste en entrar el primero (o de los primeros) en la
sala que me ha sido asignada por mis superiores, sentarme tranquilamente en mi
butaca y contar las personas que entran a ver la película. Hoy lo he hecho muy
bien, como un profesional; Rosa y yo hemos entrado los primeros. Además tenemos
unas buenas butacas, centradas y con una visibilidad panorámica de la sala.
Entra una pareja con dos botellines de agua y una enorme bolsa de palomitas.
Once, doce. Se sientan a nuestro lado. En vez de desde la butaca pertinente,
otra forma menos sutil de proceder es quedarte de pie cerca de la entrada, como
si hubieras quedado con alguien, y contar desde allí los que entran. Si la sala
sólo tiene una entrada (como ocurre en la que estamos ahora) es pan comido. Lo
malo de esta opción es que si el acomodador es algo despierto se puede
mosquear, se puede oler que eres un maldito contador. Entra un hombre solo.
Trece. Aunque está tan gordo, se me ocurre pensar, que debería contar por dos.
Se sienta delante de nosotros, algo a la derecha. Mi empresa me paga mi
entrada, la entrada de un acompañante (para que no tenga que ir solo al cine,
como el gordo que acaba de entrar), y me pagan veinte euros por cada sala que
controlo. No está mal, pensarán algunos. Y hay días en que controlo hasta tres
salas, y por lo tanto veo tres películas diferentes. Un chollo, vamos. Al menos
para mí, que me contento con poca cosa. Me pagan por ir al cine. Suena bien,
¿eh? Pero a diferencia de los críticos de cine, yo ni siquiera tengo que
escribir. Sólo contar. Entra un matrimonio (o eso supongo) con su hijo pequeño,
un varón. Catorce, quince, dieciséis. Se sientan detrás de nosotros. Mi
empresa, a su vez, trabaja para una distribuidora de películas. Y las
distribuidoras, como ya se imaginarán, se llevan un porcentaje de cada entrada
que se vende en un cine. Pero los cines, algunas veces, falsean y rebajan el
número de entradas vendidas, para así ganar más dinero, para así estafar un poco
a las distribuidoras. Y aquí entramos en juego nosotros, los contadores. Entra
un grupo de cuatro chavales. Diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte. Se
sientan cuatro filas delante de nosotros. Los contadores estamos aquí para
contrastar si la información que le pasa el cine a la distribuidora es correcta
o no. Velamos, en definitiva, por que los informes de la taquilla se cumplan a
rajatabla. Somos vigilantes, controladores. Contadores, ya digo. Entran tres
chicas, las tres muy delgadas. Veintiuno, veintidós, veintitrés. El acomodador
las acompaña hasta su fila. Cuando se estrena una película de la distribuidora
para la que trabajamos, el fin de semana de estreno acudimos a los cines con
nuestra acreditación, llevamos un ridículo aparatito para contar el número de
espectadores y pedimos las hojas de taquilla. Lógicamente, por la cuenta que
les trae, los cines suelen hacer las cosas de forma correcta. Sin embargo,
pasado el fin de semana de estreno ya no vamos. Teóricamente. Y es entonces
cuando los cines sienten que pueden hacer la trampa. Y es ahí cuando les
podemos pillar de verdad. Porque vamos, por supuesto, pero no vamos
acreditados, claro. Entra una pareja algo mayor. Veinticuatro, veinticinco. Se
sientan dos filas por detrás, a la izquierda de nosotros. Como iba diciendo,
vamos, pero no vamos acreditados. Vamos entonces de incógnito, como simples
espectadores, como falsos espectadores. Como en el caso de hoy, por cierto. Hoy
voy de incógnito. Hoy soy un contador sin aparatito para contar personas. Hoy
intento pasar por ser un espectador anónimo, del montón, vamos. Como para
corroborarlo o como para darle más autenticidad, voy acompañado de una chica,
como si fuéramos los dos una pareja completamente normal que va al cine para
pasar el rato. Pero por dentro –bajo el disfraz de vulgar espectador- sigo
siendo un contador. Y nada puede delatarme, ya que sólo me sirvo de mi mente.
Cuento mentalmente, y mi mente está perfectamente adiestrada para contar
personas. Mi mente —aunque está mal que lo diga yo— es una calculadora
electrónica infalible. Entran dos chicas francamente guapas. Veintiséis,
veintisiete. El acomodador les indica sus asientos y les da un repaso visual de
arriba abajo, sobre todo a la que luce una blusa naranja. La película que vamos
a ver (dentro de diez minutos, son ahora las nueve menos diez) ya se estrenó la
semana pasada (la vi entonces con Violeta, por cierto, otra amiga, y como le
pareció una película menor no llegamos a mayores, o al menos eso pensé), y al
encontrarnos ahora en el segundo fin de semana de exhibición ya no debemos ir
acreditados. Pero debemos ir, por supuesto. Entran tres chavales llenos de
granos. Veintiocho, veintinueve, treinta. Se sientan por delante. ¿Por qué
debemos ir? Porque nos lo piden. Es así de sencillo. Un hombre sospecha que su
mujer le es infiel, y contrata a un detective para que la siga, para que la
investigue. Una distribuidora sospecha que unos cines le están estafando, le
están mintiendo, y envía a contadores como yo para averiguarlo. Ya nadie se fía
de nadie. Es el mundo en el que vivimos. Entra un grupo de cinco chicos.
Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y
cinco. Se sientan en nuestra fila, unas butacas a la derecha. Por si les
interesa, hay un margen de error de cinco personas. Si mis informes y los del
cine no coinciden en cinco personas o menos, no pasa nada. Si la diferencia, en
cambio, es considerable... supongo que el castigo para el cine también será
considerable. Entra una pareja con dos niños. Treinta y seis, treinta y siete,
treinta y ocho, treinta y nueve. Se sientan justo a nuestro lado. Los niños y
los adultos, por descontado, cuentan por igual. Todos son personas, todos son
espectadores, todos pagan la entrada. Es curioso. Todos nos igualamos en un cine.
Hasta los contadores y los simples espectadores pasamos por taquilla. Sí, yo me
compro las dos entradas en la taquilla, como todo el mundo, las guardo (como
prueba certificada, por supuesto) y luego me las abona mi empresa. Por ello,
entre otras cosas, las chicas a las que invito —pobres ingenuas— se creen que
las invito de verdad. De hecho, muy al principio, a las chicas que invitaba no
les decía que estaba trabajando. Y me mareaban en el cine con su charla, con su
parloteo, y me despistaban increíblemente a la hora de contar. Ahora ya no lo
oculto, qué remedio. Les digo que tengo que contar a la gente y así no me
molestan demasiado. Algunas hasta se prestan a ayudarme, a contar ellas
también, pero yo declino siempre su ofrecimiento. A fin de cuentas, yo soy el
que se tiene que ganar el dinero, qué coño. Trabajo en el cine, les digo de
entrada a mis posibles conquistas. No veáis cómo se emocionan cuando les digo
eso. Y no les miento, ¿verdad? Sin embargo, cuando entro en detalles y les
explico en qué consiste exactamente mi trabajo, creo que se sienten un poco
estafadas. Como la distribuidora entonces. Entran dos chicos sonrientes.
Cuarenta, cuarenta y uno. Se sientan en la fila de delante. Cuando a la
taquillera le pido inocentemente dos entradas, ella no puede sospechar que le
está dando un salvoconducto a un espía del enemigo. Sí, a veces es así como me
siento. Me siento como un intrépido espía realizando una arriesgada misión.
Pero soy un espía moderno, se podría considerar, que espía las multisalas y se
vende a las multinacionales si hace falta. Lo de las multisalas, por cierto,
nos viene muy bien a los contadores, ya que así podemos ver varias películas
diferentes sin movernos demasiado. Entran tres hombres, dos de ellos con gafas.
Cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro. Se sientan al fondo. Ojo.
La chica de la blusa naranja que ha entrado hace poco se levanta de su asiento
y sale de la sala, supongo que para ir al baño, ya que el bar y la tienda de
palomitas se encuentran aparte, fuera de la zona de acceso a las salas de cine.
No importa. Cuando vuelva a entrar no la volveré a contar. Soy un profesional y
una chica así —con una blusa así, ya procesada— no pasa desapercibida.
Afortunadamente, siempre he sido muy observador. Desde niño. Me encanta mirar,
observar a la gente. Soy un poco mirón, sí, lo reconozco. Y me encanta contar.
Creo que lo único que queremos en la vida es contar, de alguna manera. Y que la
vida cuente con nosotros, claro. Entran dos parejas de veinteañeros. Cuarenta y
cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho. Se sientan por
delante. Un momento. Por el rabillo del ojo observo al gordo que ha entrado
solo, el que se encuentra a mi derecha dos filas por delante. Es curioso lo que
me ha parecido percibir. Entran tres chavalas, dos de ellas con pinta de ser
hermanas. Bueno, yo a lo mío. Cuarenta y nueve, cincuenta, cincuenta y uno. Se
sientan detrás de mí. Sí, ahora ha vuelto a ocurrir. El gordo también las ha
mirado a las tres... como si las contara. Me está mosqueando el muy cabrón. Me
remuevo en el asiento, algo inquieto. ¿Será posible...? Rosa me pregunta si me
ocurre algo. ¿Tanto se me nota? No, no, le digo, no pasa nada. Pero empiezo a
sospechar que el maldito gordo también está contando. ¿Será de mi empresa y el
muy imbécil se ha equivocado de sala? ¿O me habré equivocado yo? No, eso es
imposible. Por si acaso compruebo la entrada. No hay ninguna duda, me hallo en
la sala asignada por mis superiores. ¿Será entonces el gordo de la competencia?
¿Pero qué competencia? Cuánto intrusismo, por favor. O tal vez... tal vez en la
empresa ya no se fían de mí. Y tal vez está para comprobar si lo hago bien. Ya
nadie se fía de nadie. Vigilantes que vigilan a los vigilantes. Una locura. Y
no es la primera vez que lo pienso. Van a por mí, está visto. Los de mi empresa
son unos miserables. Miro mi reloj: son las nueve menos cinco. Enseguida
apagarán las luces de la sala, y contar entonces no será tan fácil. Entra una
pareja de jóvenes. Van de la mano. Cincuenta y dos, cincuenta y tres. El
acomodador les indica su fila, justo delante de la nuestra. Intento serenarme.
Me estoy volviendo paranoico, eso es todo. Sin embargo siento que el acomodador
me mira de forma rara. Creo que se ha dado cuenta de que soy un contador.
Mierda. Lo que faltaba. Un chico listo el acomodador. Luego irá seguramente con
el chivatazo a sus superiores, y en consecuencia en el cine harán las cosas
bien. Así, de alguna manera, se me ocurre pensar, gracias a mí se evita el
fraude. Sé que esto suena como un vano intento de consolarme por no ser un buen
profesional, por no ser nada discreto, pero no puedo hacer mucho más. Soy un
fracasado, está visto. Ya sólo me falta perder la cuenta de los que entran.
Pero eso no me ha pasado nunca. Bueno... todavía no me ha pasado. Pero hay
compañeros a los que les está pasando. Y están siendo despedidos, uno tras
otro. La edad y las drogas no perdonan, desde luego. Y los de mi empresa son
unos miserables, y tampoco perdonan. Entran tres mujeres, las tres con falda.
Cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco, cincuenta y seis. El acomodador les
indica su asiento. Yo me hago el despistado por si acaso. Las luces se apagan
de golpe. La pantalla se ilumina de anuncios. Por fortuna tengo buena vista. Y
mis ojos se acostumbran a la oscuridad rápidamente. Estoy bien entrenado, se
podría decir. Pero por si acaso no quito ojo a la entrada de la sala, en espera
de los que entran a oscuras, que normalmente son legión. La puntualidad, en
nuestro país, nunca ha sido nuestro fuerte. Entra una pareja convencional (o
sea: chico-chica). Cincuenta y siete, cincuenta y ocho. Sigo sus siluetas,
recortadas por el centelleo de la pantalla, hasta que finalmente se sientan en
sus butacas. En la sala hace bastante fresco; el aire acondicionado está funcionando
a tope y no hay demasiada gente para la capacidad de la sala. Pero a mí no me
importa, la verdad; llevo un buen jersey de lana y no tengo ni gota de frío.
Entran tres chicos. Cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno. El acomodador
les ilumina con su linterna y se pierden detrás de nosotros. De momento, lo
cierto es que está siendo una floja entrada para tratarse de un sábado, pero
también hay que tener en cuenta que en estos instantes se está jugando un
partido de fútbol trascendental para el equipo local, y ya se sabe, contra el
fútbol no se puede competir. Entra la chica de la blusa naranja, pero
lógicamente no la contabilizo de nuevo. Soy un profesional y a mí no me
engañan, no, no me la dan con queso tan fácilmente. La pobre ilusa vuelve
rápidamente con su amiga. Otra vez será, guapa. Miro mi reloj (acorde
perfectamente con mi profesión, ya que tiene las manecillas luminiscentes): son
ya casi las nueve, falta menos de un minuto para las nueve. Entran dos parejas
con refrescos y palomitas. Sesenta y dos, sesenta y tres, sesenta y cuatro,
sesenta y cinco. Se sientan a la izquierda, tres filas por delante. Entran tres
chavales a continuación. Sesenta y seis, sesenta y siete, sesenta y ocho. Se
sientan algo detrás de nosotros. Entra otra pareja. Parece que esto se anima.
Sesenta y nueve, setenta. El acomodador les indica sus butacas, detrás de
nosotros también. Me encuentro en lo que se conoce como el momento crítico, el
momento en el que mucha gente entra de golpe y a toda velocidad por ser ya la
hora y estar la sala a oscuras. Es el delicado momento en que hay que andarse
con cien ojos para que no se te pase de largo ninguna escurridiza persona
anónima. En todo caso, en caso de duda, o en caso de que ante nuestros ojos o
en nuestra mente se solapen varios cuerpos, nuestros superiores nos aconsejan
que contemos también las personas al salir, al acabar la película, para
comprobar si hemos contado bien o más bien (creo yo) para así hacernos más
merecedores del dinero que nos pagan. Yo la verdad es que no suelo volver a
contar a la gente a la salida. Primero porque no me equivoco contando, menudo
soy yo, y segundo porque me parece una total pérdida de tiempo, que, bien
mirado, además sólo sirve para confundirte, ya que al salir todos los
espectadores en tromba sí que resulta verdaderamente difícil el hecho de
contarlos correctamente. En esos momentos, como es natural, es mucho más
probable que alguno se te pase. Entran dos parejas. Setenta y uno, setenta y
dos, setenta y tres, setenta y cuatro. El haz de luz de la linterna del
acomodador les precede en su corto recorrido. En la pantalla mientras tanto
aparecen los inevitables tráilers de las películas de inminente estreno.
Películas que probablemente tenga que ver. Películas en las que tendré que
contar el número de personas que las vean. Películas que tal vez vea una vez,
dos veces, tres veces, las que sean. Entra una pareja, los dos muy altos, por
cierto. Espero que no se nos pongan delante. Setenta y cinco, setenta y seis.
Pasan de largo y se van afortunadamente unas filas atrás. Entran tres chicas.
Setenta y siete, setenta y ocho, setenta y nueve. El acomodador les señala sus
butacas, cuatro o cinco filas por delante de nosotros. Creo que los anuncios y
los tráilers de películas cumplen una función básica: conseguir que, aunque las
personas lleguen algo tarde al cine, no se lleguen a perder ningún minuto de la
película. A veces perderte el principio es fatal, ya se sabe. Luego vas
perdido, como si yo hubiera dejado de contar a unas cuantas personas por irme al
baño, por ejemplo, y me tuvieran que contar mis vecinos de butacas cuántos han
entrado en mi ausencia. Entran dos hombres. Ochenta, ochenta y uno. Se pierden
detrás de nosotros. La pantalla se torna negra. Aparece el logotipo de la
distribuidora para la que trabajamos y comienza por fin la película. A ver si
nos gusta, me dice Rosa. Tú sí que me gustas, pienso, pero no lo digo, por
supuesto. ¿Le gustaré yo a ella? Me temo que no. Comienzan los títulos de
crédito. Las personas que entren a partir de ahora cuentan también, claro, pero
cuentan como gilipollas, como tardones, como incordios humanos. Tengo que
contar los que entran tarde en lugar de ver la película tranquilamente. Sin
embargo soy un profesional y puedo hacer perfectamente las dos cosas a la vez.
Con un ojo controlo la entrada de la sala, con el otro ojo controlo la
pantalla. De todas formas, la película ya la he visto. Y además no es gran
cosa. Entran dos parejas. Ya estamos. Ochenta y dos, ochenta y tres, ochenta y
cuatro, ochenta y cinco. Las dos parejas van por separado. Unos se sientan algo
a la izquierda. Los otros acaban sentándose detrás de nosotros. Entran tres
jóvenes. Ochenta y seis, ochenta y siete, ochenta y ocho. El acomodador les
señala sus butacas, muy delante de nosotros. En la pantalla tiene lugar una
trepidante persecución de coches. Es curioso lo que pasa con las películas.
Aunque ya la hayas visto (como es mi caso), siempre descubres cosas nuevas.
Cosas que en la primera visión se te pasaron por alto, figurantes en los que
apenas te fijaste, diálogos en los que apenas reparaste. A veces hasta llego a
pensar que, tal vez, al ver una película de nuevo, en esa segunda visión cambie
la historia por completo. Que tal vez acabe mal en lugar de bien y cosas así.
¿Por qué no? Miro el reloj: las nueve y cuarto pasadas. En fin, ya no creo que
entre nadie más en el cine. Ochenta y ocho, entonces. La cifra final. La cifra
que tengo que memorizar. La cifra que tengo que presentar. Ochenta y ocho. No
son demasiados espectadores, la verdad, pero son suficientes. Considero por
tanto que me puedo relajar ligeramente y contemplar la película sin más. Si
hubiera ido solo, o tuviera otras cosas que hacer, o si no me gustara el cine,
podría irme ya con el trabajo cumplido, con la cifra de taquilla registrada en
el cerebro. Muchos en mi empresa lo hacen. A los quince o veinte minutos de
película se van. Pero no es mi caso. A mí me gustan las películas. Estoy aquí
por ellas. Estoy en este trabajo por ellas. Quizás ya no tenga nada que contar,
pero me gusta contar, de alguna manera, en lo que me gusta. Supongo que todos
queremos llegar a contar en lo que nos gusta. A mí me gusta el cine y cuento
las personas que van al cine. Suena como un mal chiste, como una ironía de la
vida, lo sé. Todo por amor al arte, ya saben. Conozco muchos casos parecidos.
Una amiga mía que estudió Bellas Artes se marchó a Madrid para prosperar. Allí
acabó, nada menos, en el Museo del Prado... de mujer de la limpieza. Bueno, es
un trabajo digno y está rodeada de obras maestras, en un marco incomparable,
vamos. Como ella misma dice, sólo es un trabajo provisional; al fin y al cabo
sólo lleva así cuatro años, en espera de que le salga algo mejor. Otro amigo
mío, que es músico, trabaja en el mundillo de la música montando conciertos. Un
día trabaja para Bruce Springsteen, otro para Gloria Estefan, otro para los
Kiss, otro para Enrique Iglesias (es un profesional y les monta los conciertos
a todos, sean como sean musicalmente). Trabaja por horas, y la verdad es que
trabaja muchas horas. Hace de todo. Les monta el escenario a los artistas que
toquen, corta las entradas, ejerce de guarda de seguridad, retira el telón
(cuando lo hay), y suele ver los conciertos, eso sí. Todo por ver el concierto
gratis, ya saben. Eso sí, también hay que decirlo, el hecho de que él sea
músico es lo de menos. Porque no toca un instrumento ni de lejos. Si miras su
contrato, ahí pone claramente lo que es en realidad: un peón. Un peón de la
construcción de escenarios, claro. Es el último mono del mundillo del rock and
roll, pero por lo menos ahí está, montando todo tipo de espectáculos, en espera
de que otros, algún día, tal vez, quién sabe, le monten a él el escenario.
Resulta muy deprimente. Como mis intentos, por otra parte, patéticos y
lamentables, de ligar. Estoy tan cansado de intentarlo en vano... Sí, estoy
cansado de invitar al cine a chicas que luego no quieren saber nada de mí.
Vale, no soy muy guapo, soy consciente, pero no todo es la belleza exterior.
También cuentan otras cosas. Aunque por lo visto deben de contar más bien poco.
Miro a Rosa. Ella mira la película. No me hace ni caso. Uno sólo quiere contar
para alguien especial, pero al parecer nadie quiere contar conmigo. Nadie. Todo
el mundo pasa de mí, hasta los de mi empresa pasan de mí. Malditos miserables.
Cuento los días que pasan tristemente, precariamente, y espero que llegue por
fin un día diferente de los demás, pero nunca llega ese ansiado día. Y estoy
muy cansado de contar solo. Estoy rodeado de mucha gente, sí, pero me siento
solo. Terriblemente solo. ¿Me quieres?, le pregunto a Rosa a bocajarro. Ella
tuerce el gesto, no se esperaba algo así, y me mira algo cohibida. Bueno, te
quiero como amigo, me dice la muy puta. Respuesta incorrecta, pienso. Lo que no
sabe la muy cerda es que va a morir por decirme eso. Pero no sólo va a morir
ella, no, no es algo personal. Vamos a morir todos los que estamos en esta
sala. Finalmente, hoy va a resultar un día diferente, desde luego que sí. Hoy
no he estado contando sólo personas. He estado contando cadáveres. O heridos,
en su defecto. He estado contando víctimas. Yo también soy una víctima, por
supuesto, la mayor de todas. Debajo de mi jersey de lana, con esparadrapo,
llevo pegado a mi pecho y espalda dos kilos de dinamita y una buena pizca de
nitroglicerina. Soy una bomba humana con la que nadie cuenta. Soy la bomba, sí.
Soy un contador de luz a punto de explotar. Es muy fácil fabricar una buena
bomba cuando has visto tantas películas estadounidenses como yo. Fabricar el
detonador me costó algo más, pero no demasiado. Es curioso, ahora que lo saco
por debajo del jersey, por su forma y tamaño me recuerda al aparatito que
usamos para contar personas. ¿Qué es eso?, me pregunta Rosa con extrañeza.
Ahora lo verás, le digo. Voy a desaparecer en mil pedazos y cuando yo ya no
esté, se me ocurre pensar, otro tipo de profesionales harán el recuento de
cadáveres y heridos. Espero que no se equivoquen. Es importante dar con el
número correcto. Miro a un lado. Miro al otro. Toda la gente mira embobada la
película. Lo siento, creo que vamos a perdernos el final de esta película.
Total, yo ya la he visto y no es gran cosa. Vamos a darle en su lugar otro
final. Y acciono sin pensar el detonador.
"El contador de personas" aparece en "Malos Sueños" (Comuniter, 2019), libro de relatos de Roberto Malo con ilustraciones de Chema Cebolla.
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