Hoy llueve
tímidamente sobre la ciudad.
Cae esa lluvia
que apenas moja pero que a su manera se hace notar. Cae esa lluvia que al caer
consigue inundar el hueco que tengo en el corazón. Cae esa lluvia que apenas es
lluvia pero que hace que mis ojos lluevan lágrimas de tristeza al recordar un
recuerdo que no consigo olvidar...
Fue en una
mañana de domingo, no demasiado buena para ser el día del Señor, pero tampoco
demasiado mala como para quedarse en casa. Yo salía entonces desde hacía más de
un año con Olga, una muchacha morena y preciosa de la que, sin ser totalmente
consciente de ello, estaba enamorado como un chiquillo.
Los dos fuimos
esa mañana al parque, en ropa de deporte “para revolcarnos bien por la hierba”,
le dije sin saber que después, desgraciadamente, nos íbamos a revolcar por la
hierba con fatales consecuencias.
Alquilamos una
bicicleta con dos sillines, un tándem, y montamos en ella los dos. Olga delante
y yo detrás, dejándome llevar, como en todo. Y a la media hora de ir de paseo,
pedaleando tranquilamente, me aburrí de admirar sus movimientos de culo y le
dije:
—Vamos a
meterle caña a la bicicleta.
Dicho y hecho.
Ella empezó a pedalear fuerte y yo seguí su ritmo. En ese momento, recuerdo que
empezó a llover.
—Va a llover —le
dije al sentir una gota en mi cabeza.
—Ya, pero
serán sólo cuatro gotas —dijo ella sonriendo. Y seguimos pedaleando
endiabladamente, sintiendo el contacto de diminutas e incontables gotas de agua
sobre nuestros cuerpos.
Al cabo de dos
minutos, de pronto, ocurrió. Sucedió todo muy deprisa. Al parecer, un tipo pasó
corriendo, resbaló por el agua y cayó al suelo justo delante de nosotros. Yo
apenas lo vi. Lo hubiéramos atropellado seguramente, y a gran velocidad como
íbamos, pero Olga movió el manillar bruscamente, intentando esquivarlo. Y la
bicicleta, con nosotros encima, se salió del camino y caímos rodando los dos
por una pequeña ladera que había a la izquierda del sendero. Una rueda de la
bicicleta golpeó mi pierna al caer. Después caí rodando, al igual que Olga,
hasta que se frenó duramente mi bajada; mi espalda chocó contra un árbol
tremendo. Sentí un intenso dolor en todo el cuerpo, un dolor blanco, y perdí el
conocimiento.
Más tarde,
cuando desperté, me di cuenta al momento de que estaba en un hospital de la
seguridad social: olía a éter, yeso, muerte y desesperación. Me encontraba
tumbado en una camilla, en medio del pasillo, y a mi lado había un joven
enfermero.
—¿Qué ha
pasado? —le pregunté débilmente.
—¡Ya ha vuelto
en sí! —gritó—. ¡Doctor, ya ha recuperado el conocimiento!
—Eh, ¿qué me
pasa? —volví a preguntar, sintiéndome terriblemente mareado.
—Habías
perdido el conocimiento, pero estás bien.
—¿Bien? ¡Y un
cuerno! Me duele todo... ¿Qué hago aquí en el pasillo? —protesté.
—No hay
habitaciones libres —dijo el enfermero, abriéndose de brazos—. Lo siento.
Pensé en
mandarle al infierno, pero no lo hice. No merecía la pena. Además, él no tenía
la culpa.
Llegó el
doctor. Un tipo delgado y estirado.
—¿Cómo estoy?
—le pregunté.
—Bien, bien
—dijo serenamente—. Tienes unas ligeras contusiones, pero ninguna fractura. Te
hemos mirado por rayos y no hay nada roto. Sentirás molestias, pero no tienes
nada grave.
Sonreí. Siendo
así, me sentí un poco quejica.
—¿Cómo he
llegado aquí? —le pregunté—. ¿Me trajo una chica?
—No, no. Nos
llamó un hombre que no os conocía, que os vio caer por la cuesta del parque.
—¿Y la chica
que iba conmigo? ¿Dónde está? ¿Cómo está?
El doctor
tragó saliva. Resopló, y me dijo con el tacto que tiene un pregonero al
informar de una noticia:
—Ha muerto.
Lo oí, pero no
lo entendí. ¿Qué me decía este matasanos? ¿Que mi chica, mi amor, mi vida, mi
ilusión, mi alegría, mi esperanza, mi todo había muerto? ¿Eso me decía? ¿Acaso
no sabía el doctor que eso no me podía suceder a mí? ¿Acaso no sabía el
desgraciado que yo no podía vivir sin ella?
—Lo siento, no
pudimos hacer nada —siguió diciendo—. Su cabeza chocó contra una piedra; murió
al instante.
El doctor
seguía insistiendo. Estaba visto; se le había metido en la cabeza el hundirme,
el destrozarme. Pero no lo iba a conseguir, no. Yo no podía creerme lo que me
decía; mi mente no podía concebir una idea semejante.
Sin embargo,
mis ojos sí que debieron de creerle, pues empezaron a llorar...
Volví a llorar
al ver el cuerpo sin vida, volví a llorar en el entierro..., y ahora, que veo
caer la tibia lluvia a través de mi ventana, vuelvo a llorar, y los recuerdos
que guardo de ella se amontonan en mi mente como granos de nostalgia
incontrolables.
* * *
Recuerdo la
primera vez que nos tiramos los platos a la cabeza. Sí, nuestra primera pelea,
nuestra primera separación. Fue por una tontería. En un bar, ella empezó a
coquetear —demasiado, todo hay que decirlo— con un amigo suyo, y yo, para no
desentonar, empecé también a vacilar —también demasiado— con una amiga mía.
Total, que acabamos diciéndonos barbaridades y mandándonos al infierno.
En fin,
siempre teníamos tiempo para una apasionada reconciliación. Pero los dos
teníamos demasiado orgullo, así que ninguno llamó al otro para pedir perdón. Y
así pasó una semana —la más larga de mi vida— sin que nos viéramos. Después,
una tarde, el azar nos cruzó en una calle. Al verla, sentí deseos de correr a
abrazarla, de correr a besarla, pero, por supuesto, no lo hice. En lugar de eso
fui hacia ella sin prisa alguna y le dije seriamente, sin besarla siquiera:
—Hola, Olga.
¿Cómo estás?
—Bien, muy
bien —respondió sonriendo estúpidamente, como si el pasar una semana sin mí
hubiera sido algo maravilloso—. ¿Sabes?, me he echado novio.
Al oír eso me
quedé sin habla. Desde luego, ella no parecía haber perdido el tiempo.
—Es muy guapo
—siguió diciendo—. Mira, tengo una foto suya. Te la voy a enseñar —dijo
echándose la mano a la cartera que llevaba en el bolsillo del pantalón.
Creí que me
moría. ¿Cómo es que llevaba ya la foto del novio? ¿Tan en serio iban?
Ella abrió la
cartera, enseñándomela.
Yo la miré
pensando: “A ver qué cara tiene ese hijo de puta”.
Y lo que vi
fue mi propia cara, reflejada. En la cartera llevaba un pequeño espejo oval.
Ella sonrió.
Yo sonreí.
Y nuestras
sonrisas se unieron.
* * *
Recuerdo como
si fuera ayer la primera vez que fuimos juntos al cine. Fuimos a ver “Senderos
de gloria”, de Stanley Kubrick. Qué gran obra maestra. Todavía tengo grabada la
escena en la que los soldados franceses están dentro de la cantina; en el
improvisado escenario un hombre anuncia que va a cantar una hermosa chica
alemana. Los soldados la piropean, silban, gritan y ríen como animales
trastornados por la guerra. La chica, desde luego, es preciosa; está llorando y
empieza a cantar débilmente. Poco a poco se hace el silencio.
Sencillamente
desgarrador.
Los soldados
dejan de reír, de piropearla y de silbar y se quedan como mudos, oyendo la
canción. Algunos empiezan a tararear la melodía. Se ven primeros planos de los
soldados franceses; sus caras reflejan todo el horror de la guerra. Algunos lloran,
lloran como niños, y hasta a mí me empiezan a caer lágrimas.
El coronel Dax
(Kirk Douglas) se encuentra en el exterior de la cantina. A él se acerca un
sargento que va a entrar para llamar a los soldados. El coronel Dax le dice:
—Déjeles un
poco más, sargento.
Al poco, la
película termina y se encienden las luces.
En ese
momento, recuerdo que yo tenía la cara cubierta de lágrimas.
—Pero bueno,
¿has llorado? —me dijo Olga asombrada.
—Sí —dije
tranquilamente—. Ha sido una película buenísima.
—¿Lloras normalmente?
—No salía de su asombro.
—Sólo cuando
la película me toca el corazón.
—Yo nunca he
llorado en un cine —pensó ella.
—Yo hace
muchos años que no lloro fuera de un cine. Desde que dejé de ser un crío, sólo
lloro en los cines.
—¿Y eso?
—Bueno, recuerdo
que, cuando se murieron mis abuelos, lo sentí profundamente, me sentí morir,
pero fui incapaz de soltar una lágrima. La amargura, la tristeza, la llevaba
por dentro. Era incapaz de exteriorizarla. Y así con muchas muertes y
desgracias. En cambio, dentro del cine me pongo a llorar como un tonto. No sé
la razón. Supongo que se debe a la magia del cine.
—Es curioso —dijo
ella mientras se levantaba.
Yo me levanté
también, y empezamos a recorrer la fila de butacas, hacia el cartel que
indicaba la salida.
—Según eso
—siguió ella—, si yo me muriera, ¿llorarías?
—Oh, no digas
eso —le reproché, sintiéndome incómodo.
—Dímelo
—insistió—. ¿Llorarías?
No respondí.
No respondí nunca. Aunque ahora, ya conocía la respuesta.
* * *
Recuerdo
perfectamente la primera vez que hicimos el amor. Fue en su casa. Recuerdo que
al entrar me pareció la casa más acogedora del mundo.
—Qué ganas
tenía de estar aquí —le dije.
Y dicho esto
me lancé en plancha, boca abajo, patinando con todo mi cuerpo sobre el bien
encerado parquet.
—¿Qué haces?
—me dijo alucinada—. ¿Estás loco?
—Sí, estoy
loco —asentí.
Y era verdad.
Estaba loco. Estaba loco por ella. E hicimos el amor como locos, varias veces,
intentando llegar cada vez más alto, acercándonos cada vez más a la cima del
placer. Cuando terminamos, agotados, le comenté:
—Olga, has
conseguido hacerme enloquecer.
—Bueno,
todavía te puedo hacer enloquecer más —me dijo sonriendo maliciosamente, tal y
como sonríe la muerte.
—¿Cómo? —pregunté.
—Dejándote —dijo
secamente.
Esa palabra
cayó sobre mí como una ballena embarazada. Esa palabra entró por mis oídos y se
rompió en pedazos al llegar a mi corazón. Mis ojos se debieron de salir en
parte de las órbitas, y mi cara se debió de poner tan blanca como si hubieran
dejado caer toda una tonelada de polvos de talco sobre mí.
—Es broma,
hombre —aclaró ella, abrazándome y riéndose a mandíbula batiente.
Recuerdo que
intenté sonreír, pero no pude.
* * *
Y nunca, nunca
podré olvidar el día en que la conocí. Ni por muchos años que viva, ni por mucha
amnesia que padezca, jamás podré olvidar aquella maravillosa noche.
Fue en una
fiesta que se celebraba en un bar por haber cumplido éste dos años de
existencia desde su apertura. Ella llevaba una blusa blanca y una minifalda
negra y estaba sentada con dos amigas.
Al verla por
primera vez, una sensación muy extraña recorrió todo mi ser. Me di cuenta,
inmediatamente, de que no podría dejar de mirarla en toda la noche.
Yo estaba de
pie, divirtiéndome con unos amigos, y todos llevábamos ya bastante alcohol en
nuestro interior. Supongo que eso fue determinante para lo que ocurrió después,
ya que, de no ir yo un poco bebido, difícilmente me hubiera atrevido.
Ocurrió que
sus dos amigas se levantaron de pronto y ella se quedó sentada allí,
momentáneamente sola.
Yo entonces
pasé corriendo entre la gente que había en el bar y me senté a su lado.
Fue un
arrebato, un estupendo arrebato.
Ella miraba
hacia el infinito, y al notar mi presencia se volvió lentamente hacia mí, como
a cámara lenta. Me miró, y sus ojos verdes se clavaron en mí como espadas
tremendamente afiladas. Al presenciar de cerca toda su belleza, me estremecí, y
el ciego que llevaba hacía unos instantes se me pasó por completo. Toda mi
pasión se derrumbó bajo su mirada; y la miré alucinado, cortado, sin poder
articular palabra.
Ella me miraba
sonriendo dulcemente, como esperando que le dijera algo. Y yo, tímido de mí, no
era capaz ni de decirle “hola”. Tampoco era capaz de irme de allí, con el rabo
entre las piernas, ya que sus ojos me sujetaban como un imán.
—¿Cómo te
llamas? —me preguntó.
—Eh... David —respondí,
dando gracias a Dios por dentro—. ¿Y tú? —le dije mientras nos dábamos los dos
besos de rigor.
—Olga —contestó.
Olga. Me sentí
felizmente ridículo al habérseme presentado ella. Fue una sensación extraña,
maravillosa.
—¿Tienes moto
o coche? —preguntó ella de pronto.
Esto me cogió
desprevenido. Pensé por un momento en mentirle, pero le dije la verdad:
—No. No tengo
coche ni moto.
—Me alegro
—dijo ella sonriendo—. No me gustan los chicos que tienen coche o moto.
—¿De veras?
—dije aturdido—. Es la primera vez que oigo algo así.
—Sí, sí
—asintió ella—. No quiero saber nada de un tipo que tenga coche o moto.
—¿Por qué? —pregunté.
—Por miedo —respondió
ella, y su rostro palideció.
—¿Has tenido
algún accidente? —me atreví a preguntarle.
—No, yo no.
Pero mis hermanas sí.
—¿Qué pasó?
—Bueno, mi
hermana mayor salía con un chico que tenía coche y tuvieron un accidente en la
carretera. El chico sufrió heridas leves y mi hermana murió.
Me quedé de
una pieza. Desde luego, ella no parecía mentir; se reflejaba la verdad en su
rostro.
—Mi hermana la
mediana —siguió contando— salía con un chico que tenía una moto, y tuvieron
también un accidente. El chico se rompió las piernas y mi hermana murió.
Yo seguía como
una piedra, mirándola compungidamente, paralizado por sus palabras.
—Y yo soy la
pequeña —continuó—, la única que está con vida. Y, como comprenderás, no tengo
ganas de morir.
—Entiendo —dije
débilmente.
Ella tomó el
cubata que tenía en la mesa y dio un sorbo.
—Bueno, pero
yo no soy un peligro para ti —le dije con voz temblorosa—. No tengo coche ni
moto. Creo que te convengo.
—Sí, me
convienes —reconoció, mirándome con sus ojos vivaces mientras dejaba el cubata
en la mesa.
Y entonces se
acercó a mí, me sonrió con sus ojos y su dulce boca besó la mía. Fue como una
puñalada de fresa; algo tremendamente impactante que me dejó un delicioso sabor
de boca.
En ese
momento, comprendí que algo maravilloso iba a comenzar.
"Recuerdos" aparece en "Malos Sueños" (Comuniter, 2019), libro de relatos de Roberto Malo con ilustraciones de Chema Cebolla.
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