1
“Me voy del mundo”, había pensado Ramón Abad al salir de su
ciudad natal.
Y así era. Abandonaba el mundo urbano y civilizado durante
todo un mes, a fin de realizar un reportaje fotográfico de la naturaleza
salvaje de la región. Y desde luego que se iba del mundo: el reportaje corría
por cuenta propia y además había rechazado —para poder realizarlo— otro con el
que seguramente habría sacado muchísimo más dinero. Sin lugar a dudas, un gesto
estúpido y romántico; rechazar el trabajo seguro y lanzarse en busca de la naturaleza perdida y olvidada. Sin embargo, él era
un fotógrafo impulsivo, visceral, y eso era lo que le había dictado su loco
corazón.
Por lo menos, todo hay que decirlo, la experiencia había
merecido la pena. Dejar la ciudad había sido todo un acierto; los cielos y los
montes le habían rodeado de paz y de armonía, y las fotografías, por
descontado, iban a ser sensacionales, de eso no tenía ninguna duda. Ahora, tras
haber tirado un montón de carretes y
habiendo transcurrido el mes que se había dado de plazo a sí mismo, Ramón Abad
volvía a su ciudad natal. Y allí le aguardaba una enorme y desagradable
sorpresa. En su ausencia, una persona muy allegada a él había muerto: él mismo.
Pero esto, por supuesto, él no lo sabía. En estos momentos,
mientras sacaba su bolsa de viaje del vientre del autobús, no se podía ni
imaginar lo que le esperaba.
“Me voy del mundo”, había pensado Ramón Abad al salir de su
ciudad natal.
Había acertado.
2
“Una persona que se dedica a la fotografía no puede tener
muchas luces”, decía Lucía a menudo. Esto le hacía mucha gracia a Ramón. Foto
es luz, grafía es escritura. La fotografía, literalmente, es la escritura de la
luz. Y Lucía opinaba que alguien que se dedicaba a la escritura de la luz no
podía tener muchas luces. Ramón lo encontraba irónico. Y encontraba a Lucía
maravillosa.
Ella era su mejor amiga, de toda la vida, y era muy guapa,
con un cuerpazo de ensueño. Más de una vez se habían acostado juntos, pero no
se planteaban siquiera la idea de dejar de ser amigos y pasar a mayores. Ramón
siempre estaba viajando, tenía muchos líos, era un inconstante sentimental, y a
Lucía tampoco le faltaban los amantes y pretendientes. Por ejemplo, Arturo
Muñoz, también fotógrafo y compañero
de Ramón, siempre estaba tirándole los tejos, pero ella se lo quitaba de encima
alegando su cantinela de que no le interesaba la fotografía. Ramón, por el
contrario, le perdonaba que no le gustase la fotografía; los buenos amigos se
perdonan todo. Y ahora, tras un mes fuera, Ramón tenía muchas ganas de verla.
Como ella vivía bastante cerca de la estación de autobuses,
decidió ir a visitarla antes de pasar por su propio apartamento. Mientras
caminaba por la calle soleada, sorteando viandantes apresurados, Ramón observó
un par de tiendas nuevas, una de regalos y la otra de frutos secos. Hace un mes
no estaban. “Las cosas cambian”, pensó Ramón, reflexivo, y siguió caminando.
Un minuto después llegó al portal del edificio donde vivía
Lucía. Subió en el ascensor hasta el tercer piso y llamó al timbre de la puerta
de la izquierda. Tras unos segundos la puerta se abrió. Lucía apareció en bata,
y al ver a Ramón profirió un grito.
Ramón, alarmado, miró detrás suyo. No había nada.
—¿Has visto un fantasma? —preguntó extrañado.
Lucía dio un paso atrás.
—¿Acaso no lo eres? —acertó a decir, pálida.
3
Muerto.
Había muerto.
Lucía se lo había dicho, nerviosa perdida, y desde luego no
bromeaba.
Ramón no lo encajó demasiado mal, dadas las circunstancias.
Se derrumbó deshecho en un sofá, le pidió un whisky doble a Lucía y se lo tomó
de un trago. Ella se sentó a su lado y le cogió la mano. Ninguno de los dos
parecía comprender la situación.
—¿Cómo fue? —quiso saber Ramón, intentando entender.
Lucía tragó saliva.
—Tuviste un accidente de coche y te estampaste contra un árbol.
Bonita forma de explicar su muerte a un difunto.
—¿Quién conducía el coche?
—Tú.
Ramón frunció el ceño.
—Sabes que no tengo el carnet de conducir.
—Ya. Por eso no me extrañó que te la pegaras.
—¿Por eso no te extrañó? ¿Cómo voy a ir en un coche que no
tengo y conduciendo sin saber conducir?
—Bueno, dijeron que debías de ir borracho.
—¿Borracho?
—Sí.
Ramón intentó serenarse. Se encontraba dentro de una
pesadilla horrible y absurda, y ni la entendía ni sabía cómo salir de ella.
—¿Cuándo dices que he muerto? —preguntó.
Lucía lo miró a los ojos.
—Hace tres días. El entierro fue anteayer.
—¿Hace tres días?
Lucía asintió con la cabeza.
“Y al tercer día resucitó”, pensó Ramón con estupor.
4
—Es increíble... —susurró Ramón.
Tenía delante la esquela de su muerte. Lucía se la había
enseñado. Leyó su nombre, “Ramón Abad Delgado, fallecido a los 29 años de edad,
D.E.P., su madre, sus apenados, sus familiares...”. Pero entonces en la mente
de Ramón se encendió una luz.
—¡El carnet! —exclamó.
—¿El carnet? —repitió Lucía.
—Sí, perdí el carnet de identidad al poco de salir de viaje
—se explicó Ramón, comprendiéndolo todo—. Se me debió de caer mientras
trabajaba, no sé..., en algún lugar. Pensaba declararlo ahora al haber vuelto o
volvérmelo a sacar en caso de que no apareciera.
—¿Qué estás diciendo?
—¿No lo entiendes? —se exaltó Ramón—. Todo se aclara.
Seguramente alguna persona encontró mi carnet y, llevándolo encima, tuvo un
accidente de coche.
—¿Cómo...?
Ramón suspiró aliviado.
—¿No lo ves? Ha sido una equivocación.
Lucía no parecía muy convencida.
—Ramón... —empezó a decir.
—¿Sí?
—Vi tu cuerpo.
—¿Y?
Lucía bajó la mirada.
—Eras tú.
5
—No puede ser —dijo Ramón, deambulando de un lado a otro de
la habitación—. Se parecería a mí, eso es todo.
—¿Tú crees?
—Claro. Además, con semejante accidente, estaría destrozado,
¿no?
—En parte. Pero el rostro no estaba destrozado.
Ramón se detuvo.
—Tengo que llamar a mi madre —pensó de pronto—. Debe saber la
verdad. ¿Te importa si...?
—Llama, llama —indicó Lucía.
Ramón se acercó al teléfono y lo descolgó. Marcó varios
números. Pasaron varios segundos.
—¿Dígame? —dijo su madre, con voz grave.
—Mamá..., soy Ramón. Estoy vivo.
—¿Qué...?
—Todo ha sido un error.
—¿Quién es...?
—Soy yo, mamá.
—No puede ser...
—Menudo soponcio te habrás llevado, ¿eh? Pero estoy bien,
mamá.
—No... No...
Clic.
—¿Mamá...? ¿Mamá?
—¿Ha colgado? —preguntó Lucía.
—Sí.
—Lo siento. Es normal que...
—¿Puedes llamarla? Por favor —le rogó—. Explícaselo tú,
¿vale?
—De acuerdo —dijo Lucía—. Lo intentaré.
6
Lucía marcó los números y esperó. Nadie descolgó, pero saltó
el contestador automático: “Hola, no estoy en casa. Bueno, deja el mensaje
después del pitido si quieres. ¡Píííí!”
—Esto... soy Lucía, Pilar, y estoy con tu hijo. Sí, aunque
parezca increíble es verdad. Está aquí en mi casa, a mi lado, vivo, o al menos
eso parece. ¿Quieres que se ponga? Ponte, anda, dile algo a tu madre.
Ramón tomó el teléfono.
—Es cierto, mamá, estoy bien. Todo ha sido un lamentable
error. Mamá, ponte, por favor. Tenemos que vernos. Mamá, ¿estás ahí? Dime que
me crees, por favor.
—¿Cómo...? —dijo su madre, descolgando.
—Mamá, soy yo, te lo juro.
—¿Cómo...? —repitió ella.
—No sé. Ha sido un error, un increíble error. Si te hubiera
llamado antes... Perdóname, mamá.
—Hijo mío —sollozó ella—, ¿eres tú, verdad?
—Sí, mamá, soy yo.
—¿Puedo verte?
—Sí, mamá, ahora mismo voy. —Miró a Lucía—. Ahora mismo
vamos.
7
Lucía y Ramón llegaron poco después. Afortunadamente, no
tuvieron que llamar a una ambulancia ni nada parecido. Para Pilar fue un shock,
desde luego, pero ni se desmayó ni su corazón sufrió un infarto letal. De
hecho, rebosaba felicidad. Su hijo, su único hijo, había regresado de la
muerte. Al abrazarlo, al estrecharlo y sentirlo vivo, comprendió que era él,
desde luego. No había ninguna duda.
—Nunca me acabé de creer que condujeras un coche sin tener el
carnet —señaló su madre—. Había algo raro en todo aquello, algo que no
cuadraba.
—¿Cómo te voy a dejar sin despedirme? —sonrió Ramón.
—¿Verdad que lo comentamos? —inquirió Pilar a Lucía—. No era
normal en él hacer algo así. Siempre les ha tenido fobia a los coches. Desde
niño.
—Sí —asintió Lucía—. No era normal.
—La tía Dolores no dejaba de decirlo. Tú no podías conducir
un coche. Tenía que conducirlo otro. Otra persona.
—El verdadero muerto —se dijo Ramón—. Que llevaba mi carnet
de identidad, el cual perdí, claro, y de ahí la confusión...
—Espera. Lo tengo yo —dijo su madre, y se acercó a un cajón—.
Toma —dijo sacándolo—. Tu carnet.
—Mi identidad —sonrió Ramón—. Menos mal, ya pensaba que me lo
tendría que volver a sacar.
—Mira qué problema —ironizó Pilar—. Ay, si supieras cómo
hemos llorado todos...
—Ya me imagino.
—Tuviste un entierro precioso, la verdad.
—Ah.
—Muy emotivo, sí —convino Lucía.
—Por cierto, habrá que llamar a todos —pensó Ramón.
—Sí, pero deja que lo haga yo —decidió Pilar.
8
Ramón había regresado al mundo, al mundo de los vivos, pero
había algo que aclarar. No resultó nada fácil, desde luego, pero varios
familiares y amigos testificaron que Ramón Abad Delgado estaba vivo. A
continuación había que anular el certificado de defunción. Para ello, al que
ocupaba su tumba... había que sacarlo. Al empleado del cementerio encargado de
hacerlo parecía no gustarle nada la idea.
—Enterrar es una cosa —protestaba—. Pero desenterrar...
Todos los que lo
observaban pensaban algo parecido. Ramón, su madre, la tía Dolores, Lucía y un
policía asignado al extraño caso. Todos esperaban con una mezcla de aprensión y
culpabilidad. No había que desenterrar a nadie, desde luego, como también era
imperdonable enterrar al que no se debía.
El empleado sacó el ataúd. Era de madera de ébano, con una
gran cruz de plata en el centro. Ramón alabó el buen gusto. Ni él mismo lo
hubiera elegido mejor.
El empleado forcejeó brevemente con el ataúd y al poco lo
abrió por completo. Nadie quiso acercarse. Ramón dio un tímido paso hacia el
ataúd. Nadie más se movió. El hedor llegaba claramente. Ramón se acercó al
cadáver.
El empleado lo observó a él y al cadáver. A pesar de llevar
varios días enterrado, el cuerpo yaciente era casi idéntico al que lo miraba de
pie. Simplemente, el yaciente se encontraba en bastante peor estado. Al
comprobar el parecido, el empleado preguntó ingenuamente:
—¿Es su hermano?
Ramón examinó el cadáver y levantó la manga izquierda de la
chaqueta. En la muñeca tenía una cicatriz idéntica a la suya.
—No —respondió Ramón—. Soy yo.
9
—No lo entiendo —dijo el policía, que se llamaba Sancho.
—El parecido es asombroso —comentó la tía Dolores.
—Tiene mi cicatriz —se hundió Ramón—. Soy yo.
—No puede ser —razonó su madre—. Tú estás vivo.
—Y estoy muerto. Mírame —dijo señalando el cuerpo.
—Vamos a ver —resopló el policía—. ¿Está vivo o no? ¿Quién es
el cadáver?
—Soy yo —dijo Ramón.
—No, tú estás vivo —dijo la tía Dolores.
—Claro, hijo mío, no eres tú.
—Usted es Ramón Abad Delgado —continuó el policía—. ¿Cierto?
—Sí.
—¿Y el difunto es?
Ramón se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿Alguien puede decir quién es el difunto?
Todos se miraron entre ellos, sin saber qué decir.
10
Ramón quiso ver el coche del accidente. Le enseñaron una
fotografía del coche destrozado. Un Opel Corsa azul. No lo había visto en su
vida.
Ramón preguntó dónde había tenido lugar el accidente. Le
explicaron dónde fue, muy cerca de Pamplona. No le sonaba haber ido por esa
carretera en su vida.
Ramón no entendía nada.
—¿Soy un fantasma? —se preguntó mientras se miraba en el
espejo del baño.
Su reflejo —fantasma de su imagen— pareció decirle que no.
No, él no era un fantasma. No se sentía etéreo. Y no
recordaba haber muerto. Su único infortunio había sido perder el carnet de
identidad. A primera vista, era lo único que lo unía a su muerte.
Él no tenía el carnet de conducir.
Él no había visto el coche del accidente.
Él no había pasado por la carretera del accidente.
Sin embargo, eso sí, él había perdido el carnet de identidad.
En estos tiempos, pensó, un hombre no es nada sin su carnet
de identidad. ¿Habría muerto por perderlo?
Bueno, ahora lo había recuperado.
Y ahora estaba vivo.
11
—¿Estoy vivo? —le preguntó a su tía Dolores—. ¿O estoy
muerto?
—Yo te veo muy vivo.
—¿Y quién crees que es el que está enterrado?
—No creo que seas tú.
—Yo pienso igual, tía. No puedo ser yo, de ninguna manera. Si
el que está enterrado soy yo, me vuelvo loco. No puedo encontrar ninguna explicación.
Ninguna. En cambio, si pienso que es otro el que está enterrado, se me ocurren
algunas ideas.
—¿Qué ideas?
—Ideas locas, increíbles. Pero aun así me parecen más
plausibles que el estar muerto y vivo a la vez. ¿Quieres oírlas?
—Claro.
Ramón y su tía Dolores se tenían total confianza. En el buen
sentido, ella era más rara que un perro verde (de hecho, llevaba el pelo
verde), y quizás en parte por ello se llevaban tan bien los dos. Eran un par de
chiflados; el uno artista, la otra excéntrica.
—Verás, te diré lo que siento. El hombre que está enterrado
se me parece, físicamente es como yo, pero no soy yo. Mi mente no puede
concebir algo semejante. Él está muerto. Yo estoy vivo. Pero él tenía mi carnet
de identidad. Eso es importante. Al tener mi carnet, prácticamente era yo. ¿Me
sigues?
—Creo que no. ¿Adónde quieres llegar?
—El carnet de identidad. Es la clave. Tiene que serlo. Él lo
tenía, luego de alguna manera él era yo. ¿Crees en la brujería, en el vudú?
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—Verás. Hay gente que con el pelo o algún objeto de alguien
puede hacer sortilegios. Esa persona tenía mi carnet. Tal vez, de alguna
manera, se convirtió en mi imagen, en la imagen del carnet, con magia o algo
así. ¿Qué piensas?
—Es una locura.
—Ya. Como todo. Pero todos somos carne de carné, ¿no?
—Eso es una tontería.
—Eso espero. Pero ¿sabes? Hay indígenas que no quieren que
les hagan fotografías porque temen perder su alma. ¿Qué es un carnet de
identidad? Un alma plastificada.
Dolores observó a Ramón pensativamente.
—¿Qué día perdiste el carnet?
—No sé..., al poco de salir de viaje.
—¿Dónde?
—No tengo ni idea.
—¿Crees que te lo pudieron robar?
—Tal vez.
—¿Y por qué te lo iban a robar?
—Soy un fotógrafo famoso –ironizó.
—No. Nadie te conoce. —La tía Dolores no había captado la
ironía.
—Es cierto. Soy un buen fotógrafo, pero nadie me conoce —se
dijo Ramón.
—Tal vez era eso lo que alguien quería.
—¿El qué?
—El anonimato.
12
Esa misma noche, Ramón tuvo una pesadilla.
Dentro del sueño, quería probar su teoría del carnet, y para
ello no se le ocurre otra cosa mejor que robar uno y convertirse así en esa
persona. ¿Dónde puede conseguir el carnet de otro? Tras pensarlo durante varios
minutos, da con la solución. ¿Dónde perdió el carnet una vez? En un videoclub,
sí, al alquilar una película y dejarlo allí por error. Así pues, llega al
videoclub de su calle y dice que ha perdido el carnet de identidad. La
dependienta, con gesto de desdén, le tiende una pequeña caja llena de carnets
de despistados. Hay más de una docena. Mira que es despistada la gente, por
favor. Tras echarles un buen vistazo, coge el de un chico joven, más o menos de
su misma edad. “Ya está”, dice. La dependienta ni le mira. Ramón sale con su
falso carnet a la calle soleada. Está en camino de convertirse en un nuevo
hombre. Al llegar a casa se deshace de su carnet, lo guarda en un cajón, y mete
el robado en su cartera. Mira el nombre: Ahora se llama Rodolfo Blasco. Ya
está, así de fácil. “Me llamo Rodolfo, me llamo Rodolfo”, se repite una y otra
vez. Al día siguiente, se levanta y observa su cara en el espejo del baño.
Parece como si su rostro luchara internamente por cambiar. Sin embargo, se
reconoce; es él, Ramón Abad, todavía. Al día siguiente, en cambio, su rostro ha
cambiado visiblemente. Tiene algo de Rodolfo. Y no sólo su rostro. Se siente
más alto, y más musculoso. Al día siguiente, casi no queda nada de Ramón en el
espejo. Su rostro y el del carnet coinciden: ahora ya es Rodolfo Blasco. No
reconoce sus brazos, no reconoce su polla, no reconoce sus piernas. Ya no tiene
una cicatriz en la muñeca izquierda. Ya no tiene su pelo, su nariz, sus ojos.
Es otro.
Entonces Ramón despertó de golpe, sudando. Corrió hasta el
baño y observó su rostro: seguía ahí. Seguía siendo Ramón.
Sólo había sido una pesadilla.
13
Ramón se encontraba revelando las fotografías de su viaje
cuando lo vio en una de ellas. Vio el coche del accidente, un Opel Corsa azul,
recortándose al fondo entre árboles y vegetación. Ahí lo tenía, diminuto,
insignificante, el coche antes del accidente.
El coche era una pista fundamental. La pregunta obvia era: ¿A
quién pertenecía el coche? ¿Tenía dueño? ¿Había sido robado? Si no había sido
robado, en el dueño del coche tenía a la persona que había muerto, la persona
que le había suplantado.
Llamó a Sancho, el policía asignado al caso, y le preguntó a
nombre de quién estaba registrado el coche siniestrado.
—Era un coche de alquiler —le informó el policía.
—Mierda... ¿Y quién lo alquiló?
—¿No lo sabe? —repuso el policía.
—No.
—Estaba a su nombre. Fue alquilado por Ramón Abad Delgado.
Tres días antes del accidente.
—Tres días antes... Desde luego, el tres es un número mágico.
—¿Qué?
—Nada. Cosas mías. Oiga, yo no lo alquilé. Eso está claro. No
tengo carnet de conducir.
—Bueno, fue alquilado en un antro de alquiler de coches de
segunda que, bueno..., no creo que allí les importara si tenía carnet de
conducir o no. Fue pagado en metálico, eso lo sabemos. Lo comprobamos. Les
enseñamos una foto suya y les dijimos “¿Este hombre alquiló el coche?”, y
contestaron que no estaban seguros pero que creían que sí.
—No era yo, aunque tuviera mi cara.
—¿Qué?
—Era otra persona, ahora estoy seguro. Alguien que querría
suplantarme.
—¿Qué está diciendo?
—Sí, ya sé que suena un poco extraño... ¿Sabe si alguien ha
denunciado hace poco la desaparición de una persona?
—Podría ser. ¿Por qué lo dice?
—La persona desaparecida, ésa es la que ocupa el cadáver de
mi cuerpo.
14
Ramón sentía que se acercaba a algo muy importante. Si una
persona cambia de cuerpo, lógicamente el cuerpo original desaparece, y antes o después alguien lo echa de menos,
¿no? Y en consecuencia denuncia su desaparición. Su madre, su esposa, quien
sea. Hasta un mafioso en apuros, que necesita otra identidad, tiene familia,
¿no?
Mientras se decía esto, siguió revelando fotos, otro carrete
anterior, y se encontró con una instantánea que lo dejó helado. En un primer
momento no lo apreció, pero al fijarse bien... Parapetado tras un árbol
frondoso, se distinguía el rostro de un hombre, diríase que en claro ademán de
intentar ocultarse. Todo el cuerpo estaba tapado por el árbol, y el rostro
miraba hacia el objetivo, como espiándole. Sí, parecía un espía algo torpe, que
había sido sorprendido y atrapado por el flash. Ramón recordaba la foto
perfectamente, y no recordaba haber visto a nadie por los alrededores.
Bueno, vamos a ampliar la imagen, se dijo con determinación.
Tenía el posible rostro del culpable a su merced. Sin embargo, una vez puesto
manos a la obra, le embargó cierta comezón. ¿Y si al ampliar la imagen veía, de
nuevo, su propio rostro? Claro; si al hacer la foto el suplantador ya le había
suplantado... Encuadró el rostro borroso y se dispuso a ampliarlo todo lo
permitido, pero entonces sonó el teléfono, inoportunamente. Ramón soltó una
maldición, dejó atrás el cuarto oscuro y descolgó el teléfono. Era Sancho, el
policía asignado a su caso.
—Se ha denunciado una desaparición —le informó.
—Lo sabía.
—Bueno, no quiere decir nada.
—¿De quién se trata?
—Agárrese.
—Si no quiere decir nada, ¿por qué me tengo que agarrar?
Decídase, hombre.
—Disculpe, no quería...
—Vale, vale. ¿Quién es?
—Es fotógrafo, como usted.
—¿Fotógrafo?
—Sí.
Ramón vio la luz. Todo se le iluminó. ¿Quién querría tener su
vida, todo lo suyo? Tal vez, sólo una persona.
—Un momento —le dijo al policía.
—¿Qué...? Oiga, ¿está ahí?
Ramón entró en el cuarto oscuro y amplió la imagen en su
totalidad. Suspiró largamente, pensativo, y volvió al teléfono.
—Ya estoy.
—¿Sí?
—Supongo que me va a decir que ha desaparecido un fotógrafo
que yo conozco.
—Bueno, sí. Siendo los dos fotógrafos... Sería lo más
natural, ¿no cree?
—Se trata de Arturo Muñoz, ¿verdad?
—Así es. ¿Cómo lo ha sabido?
—Creo que es de los pocos que me envidiaba. Mi estilo, mis
fotografías... Y que me acostara con Lucía. Él la idolatraba, estaba locamente
enamorado de ella, pero ella no le hacía ni caso.
—Es asombroso. Tiene el móvil. Ahora explíqueme cómo es que
él ocupa su cadáver.
—No tengo ni idea... ¿Podríamos conseguir una orden para
registrar su apartamento?
15
Esa misma noche, Ramón y Sancho entraron sin orden de
registro en el apartamento de Arturo Muñoz.
—Total, si no está... —argumentó Sancho, con lógica
aplastante.
Encontraron muchas cosas. Cuando una persona muere de
repente, deja muchas cosas detrás. Cosas extrañas: libros de conjuros, de
sortilegios, de brujería. Y cosas más mundanas, pero más censurables: números
de teléfonos de gente con pocos escrúpulos, tarjetas de profesionales dudosos
(hoy en día hasta los ladrones tienen tarjetas de visita). Tras revolverlo todo
de arriba abajo, resolvieron que Arturo no guardaba ningún diario, pero a pesar
de ello sí que encontraron ciertas notas y apuntes incriminatorios. Había una
nota que decía: “Si cambio de cuerpo, ¿mi mente seguirá siendo mía?”. Estaban
escritas a vuelapluma; parecían las anotaciones de un demente. “O de un genio”,
se dijo Ramón.
Por otro lado, Arturo estaba loco por Lucía, de eso no había
ninguna duda: había fotos de ella por todas partes, la mayoría tomadas
furtivamente, por la calle y sin que ella se diera cuenta. También había alguna
foto en la que aparecía Ramón, pero siempre acompañando a Lucía.
Ramón y Sancho llegaron a las siguientes conclusiones: Arturo
conocía el reportaje que iba a emprender Ramón, conocía sus movimientos, por
así decir. Contrató por tanto a un ladrón profesional para quitarle limpiamente
el carnet de identidad, como así en efecto ocurriría. Después, con el carnet en
su poder y mediante unos complejos conjuros y sortilegios (que parcialmente
encontraron señalados en libros y papeles), Arturo había adoptado el cuerpo de
Ramón. Una vez conseguido esto con éxito, había una pega evidente: su doble, su
original, seguía con vida, así que pensaría que tenía que eliminarlo para
rematar el trabajo. No sólo matarlo; tenía que hacerlo desaparecer de la faz de
la tierra: sin duda el trabajo para un buen profesional (matar puede resultar
fácil, pero deshacerse por completo del cuerpo no lo es). O tal vez, quién
sabe, Arturo había planeado hacer pasar el cadáver de Ramón por su anterior personalidad, para así ahorrarse el cabo suelto de
su desaparición.
El caso es que como Arturo tenía de pronto una nueva
personalidad, debió de pensar que no sería prudente usar su propio coche, así
que alquiló uno (el único error de su plan, a tenor de lo que ocurriría). Al
parecer iba al encuentro del asesino profesional cuando tuvo un despiste, se
salió de la carretera y se estampó contra un árbol con terribles consecuencias.
El mundo no es justo, pero parece justo (o cuando menos paradójico) que Arturo
muriera cuando iba al encuentro de un asesino para encargar, de alguna manera,
su propia muerte, su propia desaparición, ya que él portaba ya por aquel
entonces el rostro de la víctima.
Respecto al accidente, Ramón quiere pensar que seguramente se
debió a que, bajo el dominio mental de Arturo, alguna parte de su anatomía se
rebelaría ante semejante usurpación de identidad, o que, al fin y al cabo, sus
miembros no estaban acostumbrados a la conducción.
"La identidad" aparece en "Malos Sueños" (Comuniter, 2019), libro de relatos de Roberto Malo con ilustraciones de Chema Cebolla.
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