Venga, Juanito, duérmete, que
si no, vendrá el hombre del saco y se te llevará.
Pero,
mamá...
Además,
esta noche te traerán los regalos los reyes y no querrás ver carbón por haberte
portado mal.
Por
eso, ya que es Navidad...
Nada,
nada. Que duermas bien y hasta mañana.
María
le da un beso a su hijo y apaga la luz.
Juanito
se abriga bien con las mantas y su pequeño cerebro de siete años se pone a
pensar.
Mentiras,
todo son mentiras. Javier el pelota me aseguró que los reyes magos no existen,
que son los padres. ¡Mis propios padres me engañan! En algo en lo que fielmente
creía, siendo muy bueno, quizás inconscientemente, para recibir los regalos que
yo pedía..., pues ya ves, no se puede confiar en ningún adulto. O nos mienten o
no nos responden a nuestras preguntas.
Ahora
me doy cuenta de las razones que impulsaban a mi padre a decirme que no les
pidiera más de tres regalos. Y si eran muy caros no llegaban. ¡Toma!, como que
los compraba él.
Y
al preguntarles a mis padres cómo había venido al mundo, me dicen que me trajo
una cigüeña. ¿Pero qué se creen? ¿Que soy tonto? Claro que siendo que me
ocultan tantas cosas, igual no soy un niño normal, o igual soy adoptado. ¡Dios
mío, no, no lo creo! Sería horrible que me lo dijeran al cabo de unos años.
Creo que al ir creciendo vas averiguando todas las mentiras y te conviertes en
un adulto mentiroso. También Javier el pelota me dijo que los niños nacemos por
un error de los padres. Me dijo que no lo entendía, pero que se lo había oído
decir a alguien.
Respecto
a lo del hombre del saco, no sé si existirá, pero me da mucho miedo. Sólo con
que me lo nombre mi madre, hago lo que sea. A mi padre lo que le da mucho miedo
es algo que se llama Hacienda. Una vez le pregunté qué era. Me contestó que
eran un grupo de cabritos. No sé qué quiso decir; ¿era un rebaño eso de
Hacienda?
Y
esta noche no me voy a dormir. Así sorprenderé a mis padres cuando coloquen los
regalos. Les daré un buen susto. Después de hacerles esto, seguro que no me
mienten. Aunque este año les he puesto en un aprieto, ya que no les he dicho
los regalos que he pedido a los reyes. No sé lo que se les ocurrirá comprarme.
Me he percatado de cómo mi mamá me preguntaba insistentemente lo que quería,
pero no se lo he dicho. Este año quería cosas sencillas, como por ejemplo un
belén. ¡Caray!, toda casa que se precie tiene que tener en Navidad un belén, y
nosotros no lo tenemos. Aunque de árbol de Navidad no nos podemos quejar. Como
el salón es muy alto, el árbol mide más de tres metros. ¡Mecachis!, es un buen
árbol. Se pueden colgar en él docenas de regalos.
Bueno,
me parece que mis padres se han acostado. Me voy a levantar a coger posición en
el salón, al lado de la chimenea. Allí no tendré frío y podré verles cuando
pongan los regalos.
Juanito
se levanta, baja las escaleras sin hacer ruido y llega hasta el salón. Se
sienta detrás de un sofá.
Al
poco, el sueño le empieza a atacar. No debo dormirme, piensa el
chiquillo.
Entonces
oye un ruido. Proviene del interior de la chimenea, como si algo hubiera caído.
Vaya
trompazo me he dado, se escucha.
Sale
de la chimenea un personaje de indumentaria roja con un enorme saco a la
espalda.
Dios
mío, es el hombre del saco,
piensa Juanito aterrado, no he obedecido a mi madre y viene a castigarme.
En
un alarde de valor, aferra un candelabro y se lanza hacia él. El hombre está de
espaldas y agachado; no será difícil golpearle.
Alza
el candelabro en el aire.
Vete
a tomar por saco,
piensa Juanito.
Lo
deja caer con fuerza en la cabeza del extraño. Es un golpe seco. Se derrumba
pesadamente.
Al
mirarlo ahí tendido, Juanito ve quién es realmente el intruso.
¡Pero
si es... Papá Noel, o Santa Claus... o como se llame! Como me lo haya
cargado...
Se
acerca a él lentamente.
Y
yo creyendo que era el hombre del saco. Ay, cuántas bofetadas me va a dar la
vida.
Pero
bueno, ¿y este qué hacía aquí? Yo creo en los reyes magos, no en el tío este
con barba que está como una foca.
¡Oiga,
dígame algo! ¿Está usted bien?, dice Juanito mientras le da pequeñas bofetadas.
El
hombre no reacciona.
Este
se me ha muerto, se dice el muchacho. Ya la he cagado. ¿Qué voy a hacer yo
ahora?
Nosotros
nos encargaremos del cadáver.
Juanito
se vuelve alarmado, y parpadea ante lo que tiene delante.
Son
los tres reyes magos.
No
te preocupes, Juanito. Nos encargaremos del cadáver, del utilitario que tiene
aparcado en el tejado y te dejaremos nuestros regalos, habla Melchor.
¿Está
muerto?, pregunta el chaval.
Sí.
Y no sabes cómo te lo agradecemos. Nos has quitado un gran peso de encima.
Ahora, casi todos los niños le piden los regalos a él. Como pago, qué menos que
encargarnos de este jaleo.
Gracias.
Me alegro de que existáis, dice Juanito sonriendo.
De
nada. Puedes irte a la cama; tenemos que trabajar y la noche es corta.
Juanito
se despide y se va a la cama.
Cuando
lo cuente en clase no se lo van a creer, piensa.
Esa
noche ya no tiene pesadillas con el hombre del saco.
El
chaval se despierta a las ocho de la mañana.
Vaya
sueño he tenido,
piensa mientras bosteza.
Mira el reloj.
Caramba,
menudo madrugón.
Se levanta a ver los regalos. Y
nada más levantarse, ve que hay algo nuevo en su mesa de estudios.
¡Dios
mío, un belén! ¡Por fin lo tengo!
Se acerca para distinguir las
figurillas. Los diminutos reyes magos parecen sonreír.
¡Claro,
no fue un sueño!,
piensa asombrado.
Va
corriendo hasta el salón.
Cuando
llega y ve el enorme árbol de Navidad, tiene que sentarse para no desmayarse de
la emoción.
¡Juan!
Se ha despertado el chico, dice María, levantándose de la cama.
¿Qué
dices?
Que
he visto que iba hacia el salón.
Bueno,
¿y qué?
¿Cómo
que qué? Pues que no le hemos puesto los regalos todavía.
Pues
nada, vamos y le decimos que vuelva a la cama, que no han llegado los reyes
todavía.
¡Pues
venga, levántate!
Ya
va, ya va... Qué prisas.
¡Mamá!
¡Papá! Mirad lo que han traído los reyes, dice Juanito emocionado.
Hijo
mío, comienza a decir su madre, es que...
Se
queda sin habla al ver el árbol. Está abarrotado de regalos. Hay tres abrigos
de piel sintética, dos cazadoras de cuero, un piano de cola, una guitarra, un
aparato de música, un monopoly, una caña de pescar, un tablero de ajedrez, diez
corbatas, lencería femenina, un ibertren, tres puzzles de dos mil piezas,
veinte pares de calcetines, cinco pares de guantes, un dvd, un televisor de
pantalla plana, una bicicleta, un ordenador portátil, diez botellas de whisky y
un sinfín de regalos.
Todo
esto debe de ser carísimo, comenta María, anonadada.
Se
han portado bien los reyes este año, ¿eh, papis?, dice Juanito.
Diría
que es una broma del tío Gerardo, murmura María, pero es todo demasiado caro
como para ser de él.
¡Mira,
cariño!, dice Juan. Hay un Papá Noel colgado de tamaño natural. Hasta la barba
parece auténtica.
Juanito
sonríe complacido.
Sí,
es verdad, asiente María. Oye, Juan, tú nunca has ido de caza, ¿verdad?
No,
¿por qué?
¿Y
no conoces a ningún cazador?
No.
¿Por qué lo dices?
Nada,
por esos trofeos de cabezas de ciervo que hay en la pared.
Juan
mira la pared embobado. Todo esto es demasiado para él. ¿Quién habrá dejado
todas esas cosas?
Falta
el último regalo, dice Juanito. Está fuera, vamos.
Aturdidos,
abren la puerta principal, y se encuentran ante dos corceles blancos majestuosos
enganchados a un carro con cierta forma de trineo.
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