El timbre de la
puerta gritó al ser aplastado por el grueso dedo del teniente García.
Esteban fue
hasta la puerta y la abrió decididamente, pensando que sería su novia la que
llamaba. Pero no era su novia, sino dos fornidos policías de uniforme, y
ninguno de los dos se parecía mucho a ella. Al verlos, se quedó parado sin
saber qué hacer, pensando que o ellos se habían equivocado de piso o él se
había equivocado al abrirles la puerta.
—¿Es usted
Esteban Cardenal? —preguntó el teniente.
—Así es.
—Soy el
teniente García —se presentó el policía—. ¿Podemos pasar?
Esteban se
quedó mirando al otro policía, esperando que le dijera su nombre él o el
teniente, pero al ver que no lo hacía ninguno de los dos, y que pasaban al
interior, se apresuró a decir:
—Por supuesto,
pueden pasar.
Los dos policías
pasaron, y el propio agente, que al parecer no tenía nombre, se encargó de
cerrar la puerta.
—¿Puedo saber a
qué se debe esta grata visita? —preguntó Esteban sonriendo de oreja a oreja y
sintiéndose un pelota y un imbécil a la vez.
—Antes de
decirle a qué hemos venido, creo que debemos hacerle algunas preguntas —apreció
el teniente García mientras jugueteaba con su fino bigote, sintiéndose así,
seguramente, como un gran policía salido de una gran novela.
El policía sin
nombre, que era físicamente muy parecido al teniente, aunque sin bigote, se
sentó en una silla de la sala de estar, al igual que el teniente. Esteban era
el único que estaba de pie.
—Siéntese, por
favor —le indicó el teniente García—. Le conviene estar sentado.
Esteban asintió
y se sentó.
—¿Conocía usted
a Anselmo Laguna? —preguntó el teniente, yendo directo al grano.
—No —respondió Esteban
tras pensar un instante—. No conozco a nadie que se llame así.
—¿Está seguro?
—Seguro. Tengo
buena memoria.
—Me alegro de
ello. Siendo así, ¿recuerda qué hizo por la noche hace exactamente una semana?
—¿El lunes
pasado?
—Eso. El lunes
pasado.
—Estuve aquí,
escribiendo —dijo Esteban con seguridad—. Soy escritor, ¿sabe?
—Lo sé, lo sé
—asintió el policía—. ¿Estuvo solo toda la noche?
—Sí.
—¿Tiene usted
una gabardina gris?
—Sí, tengo una
—respondió Esteban, algo aturdido—. ¿Qué es esto? ¿Una encuesta?
—No se trata de
eso —dijo el policía con cara de pocos amigos—. Anselmo Laguna fue asesinado el
lunes pasado.
Esteban se
quedó boquiabierto, empezando a comprender la visita de los policías.
—¿Era alguien
famoso? —se interesó.
—No. Era un
tipo corriente. ¿No se enteró de su muerte? ¿No leyó los periódicos?
—Oh..., no. He
estado muy ocupado. Últimamente no tengo tiempo ni de leer los periódicos.
—Vaya, vaya...
—sonrió el policía—. Así pues, tampoco sabrá que un testigo presencial
describió al asesino como un tipo alto que llevaba una gabardina gris.
—¡Un momento!
—exclamó Esteban—. Yo soy alto, y tengo una gabardina gris, pero no por eso me
van a acusar de asesinato. Habrá muchas personas altas que tengan gabardinas
grises.
—Supongo que
sí. Pero no sólo le acusamos por eso. Tenemos algo más: su confesión.
—¿Mi confesión?
¿Qué confesión? —saltó Esteban poniéndose en pie—. ¡Yo no he matado a nadie!
—Siéntese, por
favor —dijo el policía severamente—. Siempre he pensado que es mucho más cómodo
hablar sentados que de pie.
Esteban se
sentó, refunfuñando.
—Ayer apareció un
relato suyo en el periódico —siguió el teniente—, ¿no es cierto?
—Así es.
—Creo recordar
que el relato no era muy bueno, y tampoco nada original. El típico triángulo
amoroso en el que un ángulo decide acabar con otro para poder quedarse con el
tercero. Recuerdo que el asesino mataba al otro hombre cuando éste entraba en
su casa. Lo mataba de tres disparos; uno en cada ojo y otro en la boca.
—¿Y bien?
¿Quiere que salte de felicidad al saber que usted ha leído uno de mis relatos?
—repuso Esteban bastante molesto.
El teniente
García resopló y prosiguió su interrogatorio:
—¿Sabe dónde
murió Anselmo Laguna?
—No.
—En la entrada
de su casa.
—¿Y qué? Es una
simple coincidencia.
—Sí, es
verdad... —convino el policía—. Ah —dijo como sin darle importancia—, ¿sabe
cómo murió?
Esteban negó
con la cabeza.
—De tres disparos
—dijo el policía fríamente—; uno en cada ojo y otro en la boca.
—¡No! —exclamó
Esteban. Sus ojos se agrandaron como dos lunas.
—Ponle las
esposas —ordenó el teniente al otro policía.
—¡Yo no lo
maté! —gritó Esteban—. ¡Lo juro!
—Lo siento. Me
gustaría creer que dice la verdad —suspiró el teniente García—. Si usted no
fuera alto, si no tuviera una gabardina gris, si tuviera una coartada para la
noche del lunes o si simplemente hubiera dicho que se había inspirado en la
noticia que aparecía en el periódico para escribir el cuento, supongo que le
creería. Pero no es así. Usted ha sido tan loco, tan chulo y tan imbécil como
para describir en un cuento su propio asesinato.
—¡No! ¡Yo me lo
inventé todo! —exclamó Esteban mientras el otro policía le ajustaba las esposas—.
¡Es un relato! ¡Sólo un relato! ¿Es que no lo entienden?
—Vámonos —dijo
el teniente.
El policía que
no debía tener nombre, y tampoco lengua, pues no abría la boca para decir ni
pío, cogió del brazo a Esteban y empezó a andar con él, llevándolo a la fuerza.
—Conseguiré un
abogado —dijo Esteban, intentando parecer tranquilo—. Yo no lo he matado. No me
puede pasar nada.
—No será
necesario un abogado —repuso el teniente García.
—¿Por qué? —preguntó
el escritor, extrañado.
—No es
necesario un juicio. Es un caso claro. Mañana mismo será usted ejecutado.
—¿Ejecutado?
¿Me van a matar?
—Sí —respondió
el teniente con convicción, como diciendo: “¿Qué esperaba?”.
—Pero... si
aquí no hay pena de muerte.
—¿Cómo que no?
—dijo el teniente—. Vaya, cómo se nota que usted no ha leído el periódico desde
hace mucho.
El rostro de
Esteban palideció hasta quedarse blanco como la nieve.
—¡Yo no lo
maté! —rompió a gritar—. ¡Lo único malo que he hecho ha sido escribir un
relato! ¡¡Sólo un relato!!
En ese momento
Esteban se despertó súbita, bruscamente, como si le hubieran dado una patada en
la cabeza. Sudaba por todos los poros de su cuerpo, de tal manera que el centro
de la cama parecía un lago. Resopló un par de veces y llevó una mano a su
corazón; latía como si tuviera dentro un polluelo intentando salir sin
conseguirlo. “Qué pesadilla más horrible”, pensó.
Apartó las
sábanas y, lentamente, se levantó de la cama. Entonces sonrió como una hiena y
rompió a reír. “Qué pesadilla más maravillosa”, pensó, “Ha sido genial,
verdaderamente genial”.
Esteban era
escritor, y ahora tenía entre manos la labor de escribir un guión para el cine.
Era la gran oportunidad de su vida. Pero quizás no la conseguiría aprovechar.
Hoy debía entregar el guión, y lo que había hecho —si se puede llamar guión— le
daba pena. Le parecía malo a él mismo, pues incomprensiblemente, cuando más se
la jugaba, no había conseguido dar pie con bola.
El guión en sí
no era nada original. El típico triángulo amoroso en el que un ángulo decide
acabar con otro para poder quedarse con el tercero. Pero la pesadilla le podía
salvar de todo el embrollo. Era una historia muy interesante. No podía escribir
ahora el guión, pero sí contar la idea al productor. Si le gustaba, le
concedería el tiempo necesario para escribirla.
“Qué gran
pesadilla”, se repetía. Se vistió, se arregló y salió de su apartamento. Veinte
minutos después se encontró con el productor. Este era un hombre de cincuenta
años con un rostro tan inflexible como su carácter.
—No tengo
todavía el guión —empezó a decir Esteban, disculpándose—. Creo que voy a
necesitar más tiempo. ¿Quiere que le cuente la trama?
—Por supuesto.
Y espero, por su bien, que sea de mi agrado —dijo el productor como si le fuera
a dar de latigazos si no le gustaba.
Esteban
carraspeó.
—El protagonista
es un escritor —empezó, titubeante—. Escribe un cuento en el que relata un
asesinato y lo consigue publicar en el periódico. Después, la policía lo
detiene, pues se había cometido un crimen igual al que ha descrito el escritor,
y todo hace parecer que ha sido él. Su propio cuento es la prueba más determinante
de su culpabilidad. Él lo niega, pero...
El productor
resopló ostentosamente.
—¿Qué sucede? —preguntó
Esteban, casi temblando—. ¿No le gusta?
—¿Que qué
sucede? —bramó el productor, fuera de sí—. ¡Se ha estrenado una película con el
mismo tema! ¡Exactamente con el mismo tema!
Esteban
palideció.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Hace una
semana —masculló el productor.
—¿Hace una
semana? —tragó saliva—. Qué fatal coincidencia —dijo Esteban para sí, deseando
despertar de nuevo.
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