El corazón de
la cama irradiaba calor a todos los rincones de la misma. Sólo la cabeza del
niño no estaba cubierta por el mar de mantas y sábanas. El niño, desde luego,
estaba bien arropado y protegido por la cama, estaba caliente. Pero tenía que
tener cuidado; debajo de la cama habitaba el duende del frío, quien contaba con
muchas garras, largas y hábiles, que conseguían llegar a cualquier punto de la
habitación. Sí, fuera de la cama, en el exterior de la cama, habitaba el frío.
El aterrador frío. El niño intentaba dormir sin pensar demasiado en ello.
Pensar en ello le producía pesadillas. Y sin duda, sin pensar en ello, sacó un
brazo de debajo de las mantas, abrazando con él a la almohada que acogía su
cabeza. Entonces sintió en su brazo desnudo el helado contacto del duende del
frío. Sobresaltado, el niño retiró rápidamente el brazo, cobijándolo de nuevo
bajo las mantas. Si el duende del frío hubiera aferrado el brazo, seguramente
se lo podía haber comido, o podía haber tirado de él y haber sacado todo su cuerpo,
para así apoderarse del calor de sus entrañas, para arrastrarlo al frío y
congelarlo. El niño, sin embargo, había estado rápido a la hora de reaccionar.
Sabía perfectamente que sus bracitos no debían sobrepasar las fronteras que
marcaban las mantas, y mucho menos las fronteras de la cama, puesto que el
duende del frío nunca dormía; y sus ojos veían en la oscuridad; y sus garras de
hielo recorrían incesantemente los alrededores de la cama, en espera de un
descuido fatal. El niño, en consecuencia, siguió inmóvil, boca arriba, sin
atreverse a sacar ni un dedo, pensando a la vez en la oscuridad que envolvía la
habitación y en la blancura de la nieve que cubría la casa. Sí, su casa era
como una adivinanza; blanca por fuera, negra por dentro.
El niño se echó
hacia un lado de la cama e intentó dormir, intentó dejar de pensar en el
terrible duende que vivía bajo la cama. Éste era un duende silencioso. Nunca se
le oía ni respirar. Pero al niño no le engañaba su silencio; sabía que siempre
estaba ahí, acechante. Lo conocía desde hacía muchos años. Y sabía cómo
combatirle. Sólo tenía que permanecer agazapado, encerrado en el bunker de la
cama hasta que los rayos de la mañana lo mataban. En ese momento, ya podía
salir de la cama. Aunque sabía también que la luz del sol y la luz de la
habitación no mataban al duende para siempre. Al llegar la noche, el duende
volvía a la vida. Era un ciclo que parecía no tener fin. Sin embargo, ¿habría
alguna manera de alterar el ciclo? ¿Habría alguna manera de matar al duende?
Bueno, cuando llegaban los veranos, el duende se iba, sin duda de vacaciones a
otro sitio más frío, pero, en cuanto se acababan los veranos, volvía, volvía
siempre. Parecía tenerle cariño a la sombra que dejaba la cama en el suelo.
El niño contaba
ovejitas intentando dormir. Ovejitas que saltaban apresuradamente una valla de
madera, ovejitas con miedo en los ojos, pues el pastor las perseguía con malas
intenciones. Pero de pronto el pastor saltó también la valla, pues a éste lo
perseguía un lobo enorme, monstruoso. En ese momento, el niño cayó dormido.
En su
sueño volaba, volaba hacia el sol, en busca del duende del calor. Sólo el
duende del calor podía ayudarle. Y en sus sueños, cuando se acercaba al sol,
siempre se despertaba antes de haber encontrado al duende del calor. No
obstante, tenía que seguir soñando, tenía que seguir intentándolo; era su única
esperanza. Volaba en el cielo, velozmente, pero el redondo sol se veía siempre
del mismo tamaño. Era como si el sol fuera inalcanzable. El cielo pasaba a su
lado, como un rayo, pero el sol no se acercaba ni un milímetro: era como si se
moviera a la vez. El niño volaba con todas sus fuerzas, desesperadamente. De un
momento a otro se despertaría, y si no había encontrado al duende del calor...
Mientras, el duende del frío acechaba al niño dormido, esperando un descuido,
esperando que sus bracitos emergieran a los lados de la cama. Sin embargo, sus
bracitos no salían de su refugio cálido y seguro. Sabían que no debían hacerlo.
El niño tenía la
sensación de que se acercaba al sol, pero seguía viéndolo del mismo tamaño,
como si fuera una pequeña pelota naranja. Sí, sentía que se acercaba. ¿Acaso el
sol sería en verdad tan pequeño como lo veía? ¿Acaso el sol tendría el tamaño
de una pelota?
De pronto, de
la superficie del sol empezó a emerger una nariz, unos ojos, una boca... ¿Es
que el sol tenía cara?
Salió toda una
cabeza del sol. Después salieron dos manos, hicieron fuerza apoyándose en la
caliente superficie de la estrella y salió un cuerpo detrás, con dos piernas, y
con los pies se dio impulso y salió enteramente del sol.
Un hombre
anaranjado y brillante como el sol había salido del sol. El niño lo miraba
boquiabierto, conmocionado. El hombre dorado fue hacia él.
—Soy el duende
del calor —se presentó, tendiéndole la mano.
—Encantado
—dijo el niño emocionado, tomando su mano y gritando al momento, pues su mano
quemaba como el sol.
—Perdón —se
disculpó el duende—. Siempre se me olvida.
El niño sopló
sobre su mano abrasada, presa del dolor.
—¿Para
qué has venido a buscarme? —preguntó el duende tras dejar pasar unos segundos.
—¿Cómo sabes
que venía a buscarte? —replicó el niño.
—Nadie se
acerca tanto al sol si no es para buscarme —explicó el duende.
—Ah, claro...
—articuló el niño—. Verás, necesito que acabes con el duende del frío que vive
en mi cuarto —expuso con voz titubeante—. ¿Podrás hacerlo?
—¿Tú qué crees?
—dijo altivamente el duende, y se lanzó en picado hacia la tierra—. ¡Sígueme!
El niño fue
tras él. Los dos rasgaron el cielo como flechas lanzadas por un ángel. Pronto
cayeron a la noche; en cuestión de un segundo, pasaron de un cielo azul a un
cielo negro. Y en un momento llegaron sobre la ciudad dormida. Desde luego,
costaba menos bajar que subir. Una vez allí, volaron como dos pájaros humanos
sobre los tejados cubiertos de nieve, sorteando hábilmente las antenas de
televisión y las chimeneas.
—¡Allí es!
—señaló el niño al distinguir la ventana de su casa.
El duende llegó
como un rayo hasta la ventana y se volvió hacia el niño.
—Quédate fuera
mejor —le indicó con gravedad, y acto seguido la abrió y pasó él solo al
interior, cerrando la ventana tras de sí.
Al entrar, se
oyó un grito, un grito helado. El duende del frío había notado su presencia. Al
momento, se escucharon fragores de lucha. Fuera, suspendido en el aire como un
globo, el niño se comía las uñas. Se escucharon improperios, gemidos, gritos,
aullidos, golpes, estruendos, y, de pronto, todo sonido cesó. La ventana se
volvió a abrir, desde el interior, y en ella apareció... el dorado rostro del
duende del calor.
—Lo he
derretido y lo he derrotado —declaró orgullosamente—. El duende del frío ha
muerto.
—¿Sí? —exclamó
el niño con alegría.
—Puedes volver
a entrar en tu cama —dijo cansinamente el duende del calor. Parecía algo
fatigado.
—Muchas gracias
—dijo el niño, entrando ya por la ventana.
—Hasta otra —se
despidió el duende, y presto echó a volar hacia el sol, aunque siendo de noche
el sol no se veía.
El niño lo vio
perderse en el cielo. Al entrar en su dormitorio, sintió el calor a su
alrededor. Desde luego, el duende del calor había hecho un buen trabajo; no
quedaba ni rastro del duende del frío, nada que delatara su pasada presencia.
Sintiéndose feliz, el niño se metió en la cama.
Cuando
despertó, un poco más tarde, de noche todavía, se atrevió a sacar sus bracitos
a ambos lados de la cama. Y claro, no sucedió nada. Nada podía suceder. El
duende del frío ya había muerto. El niño sonrió de oreja a oreja, sintiendo que
había ganado la batalla.
Mientras, sus
padres, en su dormitorio, también estaban felices. Comentaban complacidos que
por fin habían instalado calefacción en el edificio.
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