Había salido a cazar dragones, cuando vi una salamandra saliendo de una mandrágora cercana a la madriguera de un conejo. La salamandra estaba drogada de rayos de sol. Se notaba sólo con verla, pues se arrastraba por la tierra haciendo eses. De todas formas, ya he dicho que había salido a cazar dragones, así que no la cacé. Sin embargo, era de un color verde chillón tan desagradable que no pude por menos que darle un puntapié.
Hacía una mañana espléndida; el sol inundaba totalmente
el cielo. Aunque quizás no hacía falta decir que hacía una mañana espléndida.
De no haber sido así (uno es muy señorito), yo no habría salido a cazar
dragones.
No era temporada de cazar dragones, pero ya nadie
respetaba las temporadas; cada uno cazaba cuando le apetecía, y hoy me apetecía
a mí. Las ropas que llevaba no delataban que fuera de caza. Llevaba una camisa
de manga corta y unos pantalones cortos normales; nada de ropa de cazador. Sin
embargo, quizás sí me delataba un poco la escopeta para cazar dragones que
llevaba al hombro.
La mayoría de los cazadores no cazaban dragones. Cazaban
perdices, codornices y otras aves por el estilo; argumentaban que el dragón no
se puede comer, ya que su piel de reptil es demasiado dura. Y tenían razón, por
supuesto, pero yo prefería cazar dragones. ¿Que por qué? Bueno, en primer
lugar, al ser los dragones un poco más grandes que las perdices y las
codornices, eran lógicamente un blanco más fácil. Y por otra parte, aunque no
se pudieran comer, su piel escamosa era ideal para la confección de calzados,
bolsos, cinturones y prendas por el estilo.
Una mariposa de tonos negros, naranjas y amarillos pasó
por delante de mis narices. Pero ya he dicho que había salido a cazar dragones,
así que no la cacé. De todas formas, no hubiera podido. Se perdió rápidamente
entre el bosque de pinos que tenía a mis espaldas.
Seguí recorriendo el monte hasta que llegué a la guarida
de un dragón. Era una profunda cueva excavada en una pequeña loma por el efecto
del viento, del agua y del propio dragón. Entré dentro y, como me imaginaba,
estaba vacía. No había dentro ningún animal. Esto era algo muy común; los
dragones solían procurarse muchos refugios, pero solían volar de uno a otro. Lo
más normal era encontrarse un dragón volando en el cielo, y no holgazaneando en
su cueva.
Salí de la cueva y seguí caminando tranquilamente por el
campo. No tenía prisa por encontrar un dragón; de hecho, disfrutaba con la
búsqueda. Además, en cuanto cazara uno, me volvería con él a casa, finalizando
así la cacería, pues yo nunca cazaba más de uno por día (no había que abusar).
Empezaba a pensar que me estaba alejando demasiado del camino donde había
dejado mi jeep, pero tampoco me preocupaba mucho. En realidad, me encantaba caminar
cuando iba de cacería, y, aunque está mal que yo lo diga, tengo unas
maravillosas piernas que pueden permitírselo.
De pronto divisé a lo lejos, en el cielo, un dragón. Sí,
era un dragón, no cabía duda. Su boca emitía fuego. Pero no una gran llamarada,
no. Su boca emitía una pequeña llamita de fuego. Parecía un gran mechero
volante. Y volaba elegantemente, como todos los dragones. Y se acercaba por el
cielo más o menos hacia donde estaba yo.
Me tumbé detrás de unos matojos, para así verlo sin que
él me viera a mí. Era un gran dragón. Sería del tamaño de un águila (sin contar
la cola). Quizás alguno se asombre del tamaño. Y de eso tienen la culpa los
antiguos. Los antiguos describieron a los dragones como reptiles alados
enormes. Sí, enormes. A causa de esto, incluso hoy en día, hay gente que cree
que los dragones de la antigüedad debían de ser más grandes, mucho más grandes
que los de ahora. Yo no pienso así. Yo creo que en la antigüedad serían del
mismo tamaño que ahora. Lo que pasa es que los antiguos eran unos exagerados.
Apunté al dragón con mi escopeta. Lo tenía en el punto
de mira, a unos cincuenta metros de mí. Disparé. La bala cruzó el cielo como un
rayo, impactando con fuerza en el pecho del dragón. La sangre brotó, el dragón
chilló, se agitó con violencia, su llama aumentó súbitamente, las alas se
plegaron, su cola se enredó, sus garras se extendieron hacia fuera, se revolvió
sobre sí mismo... y cayó. ¡Le había dado! ¡Le había dado!
Cayó desde el cielo, rápidamente, como una pesada piedra
con miembros extendidos pero inútiles, que no pueden impedir la caída. Y se
precipitó sobre la tierra, a unos pasos de donde me encontraba.
Sonreí. Había sido fácil, coser y cantar, como siempre.
Sin embargo lamenté, como tantas veces, el no tener un gran perro de cobro
(para así no tener que ir yo a recoger la pieza). Resoplé y empecé a caminar
hacia mi dragón.
4 comentarios:
Si es que es verdad, los antiguos eran unos exagerados...
Por tu bien, espero que tu película favorita no sea "Encontrarás dragones"...
No, por favor...
No, esa no, pero quizá "Pedro y el dragón Elliot" ¿Ves? También Disney tiene la culpa de que pensemos que los dragones son enormes...
Ay, la Disney... Ahí saben hacer películas...
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