Dicen que hay quien al nacer la suerte le sonríe y hay quien se le descojona. Yo, lamentablemente, pertenezco al segundo caso. Soy un fracasado, un desgraciado, un pobre hombre.
Dicen también que el hombre es el único animal que
tropieza dos veces en la misma piedra, pero yo soy tan animal que tropiezo
cientos de veces en la misma piedra; una y otra vez, una y otra vez.
Dicen asimismo que de los errores se aprende, y yo
he aprendido que tras un error suelo cometer otro error. Y a lo largo de mi
vida he cometido tantísimos...
Sonrío al leer o al escuchar a quienes afirman no
arrepentirse de nada de lo que han hecho durante su vida. Oh, Dios, yo me
arrepiento de tantas cosas que he hecho... Y de tantas cosas que no he hecho y
debería haber hecho...
Alguien dijo que nunca se deja de ser un pardillo. Y
tenía mucha razón. Yo lo era de pequeño, pero ahora todavía lo sigo siendo, y
lo seguiré siendo hasta el día en que me muera.
Y como prueba de ello, la historia que sigue a
continuación.
Amanecí con una horrible resaca. Dentro de mi cabeza
había un muñequito que hacía entrechocar frenéticamente dos platillos, y
parecía tener pilas para mucho rato. No me podía levantar de la cama; daba la
impresión de que mi cuerpo estuviera pegado al colchón, de que mi cuerpo y el
colchón formaran una unidad inseparable.
Instintivamente, me sujeté la cabeza con las dos
manos, tal vez para impedir que estallara. Mientras, mi estómago nadaba de
punta a punta de mi cuerpo. Me sentí morir (supongo que la muerte debe de ser
algo parecido), y me prometí por enésima vez el dejar de beber, sabiendo
perfectamente que volvería a caer.
Al rato, cuando el pegamento que unía mi cuerpo al
colchón se diluyó, conseguí levantarme de la cama. Llegué casi a rastras al
baño y saludé a mi ducha. Ella me devolvió el saludo con un chorro de agua
fría. Me sentó como un tiro, pero o me hacía resucitar o me mataría
definitivamente. Y, poco a poco, al caer el agua sobre mí, se empezaron a
disipar las nubes que tenía en mi cabeza y empecé a recordar. Sí, empecé a recordar
lo que había hecho por la noche. Desde luego, recordé que había bebido mucho,
pero había hecho algo más. Sí, había hecho algo más. Me había liado con una
mujer. ¡Y qué mujer! Alta, maravillosa, como salida de un sueño, con un cuerpo
precioso y un cabello rubio y rizado. Pero no recordaba su cara; no podía
dibujar mentalmente su rostro. Aunque recordaba perfectamente, eso sí, que era
bellísima. Sí, una de las mujeres más hermosas que había visto nunca.
Y no me acordaba muy bien de lo que habíamos hecho.
Mis recuerdos estaban llenos de lagunas. Sólo me venían escenas sueltas. Por
ejemplo, sé que cuando la vi por vez primera yo ya iba muy bebido; yo iba con
unos amigos (tan borrachos como yo) y la vi en el interior de una bar; me
fascinó tanto su belleza que me puse a hablar con ella al momento; y, a los dos
minutos, sólo sé que ya nos estábamos besando.
Sé que me dijo su nombre, pero no lo recuerdo. Sé
que me dijo su número de teléfono y yo quedé en llamarla, pero lo había
olvidado. Me lo dijo, e imbécil de mí no lo apunté, alegando que tenía buena
memoria y que lo recordaría sin problemas. Sé también que nos devoramos durante
bastante rato en el bar y luego salimos de allí abrazados, pero..., ¿adónde
fuimos luego? ¿Cuándo nos despedimos? ¿Dónde acabamos? ¿La acompañé a su casa?
¿Y cómo llegué yo a la mía? ¿Y a qué hora? ¿Me acompañaría acaso ella a mi
casa?
Supongo que debí de llegar solo, y andando, y muy
tarde. Pero no recordaba nada. Nada. Era una sensación extraña. Había hecho
algo, posiblemente, sin ser consciente. Había hecho algo que nunca recordaría.
¿Habríamos follado? No, supongo que no. Supongo que de eso me acordaría. Aunque
tampoco estaba muy seguro. ¿Y qué iba a hacer ahora? Llamarla no, desde luego,
pues no me había guardado su número. ¿Y quién conocería a esa mujer? Mis amigos
no, de eso estaba seguro. Al entrar en el bar se quedaron todos tan embobados
como yo; no la conocía ninguno; era una desconocida para todos. ¿Y dónde
viviría? Me sonaba que me lo había mencionado, o incluso a lo mejor la había
acompañado, pero no me acordaba. También creía recordar que me había dicho
dónde trabajaba, pero tampoco me venía nada a la cabeza. No tenía nada a dónde
agarrarme. Pero... ¿es que debía tener algo a lo que agarrarme? ¡Oh, maldita
sea! ¿Qué me estaba pasando? Había bebido, había estado con una mujer y no
recordaba de ciertas cosas; eso era todo; no tenía ningún misterio.
Seguramente, a cierta hora nos despedimos y cada uno se fue a su casa. Y fin de
la historia. Sí, fin de la historia, me repetí. Sin embargo, no lo podía
remediar; no podía dejar de pensar en esa rubia; no la podía echar de mi mente.
¿Me habría enamorado de ella? Oh, no, no, desde luego que no. Uno no se puede
enamorar de un fantasma en un sueño lleno de alcohol.
Y no conseguía evocar su cara. Pero recordaba que
era preciosa. Tenía gracia. No recordaba el color de sus ojos, ni la forma de
su nariz, pero recordaba que era bellísima. Sí, no conseguía vislumbrar cómo
era, pero de algo no tenía ninguna duda: en cuanto la viera, la reconocería. De
eso estaba seguro.
Y ya tenía ganas de verla. No sabía muy bien por
qué, pero quería verla; quería ver su maravilloso cuerpo, su hermosa cara,
grabarlo todo en mi mente y no olvidarlo jamás. ¿Cómo había podido olvidar a
una mujer inolvidable? ¿Cómo es que mentalmente no podía formar su rostro,
siendo este uno de los más deliciosos que yo había visto nunca? ¿Es que el
alcohol había podido con mi mente? Pues sí, por supuesto; el alcohol me había
ganado. Pero es normal; pega más fuerte que yo, mucho más fuerte. Sonriendo,
pensé en dejar de beber, por lo menos por unos pocos días, pues el intentar
dejar de beber por muchos días era algo más difícil de conseguir (conocía
perfectamente mis limitaciones). Mientras pensaba esto salí de la ducha y
empecé a vestirme. Comenzaba un nuevo día, y yo debía empezar a darme cuenta de
ello. Estaba solo en casa, de vacaciones (bueno, más bien mis padres eran los
que estaban de vacaciones), y decidí salir a comprar el periódico.
Al salir a la calle, lo que la ducha había intentado
lo consiguió al momento el viento de la mañana, pues me despertó totalmente. El
viento me daba en la cara. Soplaba enérgicamente, y mis cabellos y mis
pensamientos eran agitados con fuerza hacia atrás. De pronto, vi que una rubia
caminaba hacia mí, de frente. Tenía el pelo dorado y rizado, pero no se veía su
cara, pues sus cabellos se arremolinaban por el viento sobre ella. Me detuve en
seco. ¿Será ella?, pensé. Tenía su altura, su pelo... Pero la duda no duró
demasiado. El viento cambió y apartó con fuerza los cabellos de su rostro. No
era ella, desde luego. Era horrible, horrible de verdad; si la cara es el
espejo del alma, ella tenía el alma feísima. Desilusionado, seguí caminando.
Llegué al puesto de periódicos, compré uno y empecé a volver a casa a toda
prisa, al ayudarme a caminar el viento que me daba en la espalda. Y empezó a
soplar con más fuerza, lo que hizo que todavía caminara más deprisa. Otra rubia
pasó a mi lado, pero tampoco era ella. Era bastante guapa, pero no era ella.
Por fin llegué a mi querida casa. Entré, y el viento cesó.
A la mañana siguiente me desperté plácidamente,
recordando lo agradable que es levantarse sin resaca. Había salido por la noche
con los amigos, pero me había negado a probar el alcohol; debía tener los ojos
bien abiertos para poder localizar a la rubia. No obstante, no la había podido
encontrar. Había estado en el mismo bar en el que la había conocido y en los de
alrededor, pero ni rastro de ella. Había visto a muchas rubias, pero ninguna
era la que yo buscaba. Oh, Dios, cuántas rubias hay por el mundo.
Sin embargo, no me preocupé demasiado; sabía que
tarde o temprano la encontraría.
Por la tarde metí la pata hasta el fondo. Viajaba en
un taxi cuando vi fugazmente, a través de la ventanilla, a una rubia de
espaldas mirando unos escaparates en la acera. Y, no sé por qué, tuve el
extraño presentimiento de que era ella. Hice parar bruscamente al taxista y
salí corriendo hacia la rubia. Le toqué la espalda y, cuando se volvió, me di
cuenta de que no era ella. Me sentí como un imbécil. Volví corriendo hasta el
taxi y le dije al conductor que me llevara hasta un puente cercano para
suicidarme. Afortunadamente no me hizo caso y me llevó al sitio que le había
dicho en un principio.
A la mañana siguiente me desperté empapado en sudor.
Había tenido una pesadilla horrible. En ella tenía ante mí rubias y más rubias,
de espaldas a mí; y cuando se giraban, una a una, veía asustado que no tenían
cara. Eran como maniquíes con un gran huevo liso por cabeza. Todas tenían el
mismo tipo de cabello, rubio y rizado, y yo esperaba en vano que alguna al
volverse tuviera rostro. Pero no, ninguna lo tenía.
Me levanté de la cama, intentando olvidar la
pesadilla, y vi un pajarillo posado en la barandilla del balcón. Me acerqué
bastante a él. Como era muy inteligente no se echó a volar; sabía que yo no le
haría ningún daño.
—¿Sabes dónde está mi rubia? —le pregunté—. ¿Podrás
encontrarla para mí?
El pajarillo movió la cabeza hacia abajo.
—Pues vete a por ella. ¡Vete! —le animé.
Y el pajarillo se echó a volar, alejándose
rápidamente.
Pensé que a lo mejor la encontraba, pero que no me
la podría traer. Sin embargo, quizás un águila sí fuera capaz. Oh, sí, un
águila; siempre he envidiado a las águilas. Vuelan majestuosamente, como nadie,
y son capaces de ver a un conejo a mil metros, lanzarse sobre él y conseguirlo
por mucho que se resista. Sí, siempre he envidiado a las águilas.
Por la noche volví a salir con los amigos. Entramos
en primer lugar en un bar muy amplio que estaba lleno a rebosar. Apoyado en la
barra recorrí con la mirada a todas las mujeres que había: todas eran morenas o
castañas, a excepción de una calva y dos pelirrojas. Las únicas rubias que
había en el bar eran las cervezas. En consecuencia salí rápidamente de allí, en
busca de oxígeno. Y en la calle encontré oxígeno en forma de tres rubias
maravillosas que caminaban apresuradamente pero con gracia, repiqueteando sus
tacones en el suelo. Ninguna de las tres era la que yo buscaba, pero casi la
hacían olvidar. Pensé que tres rubias eran mejor que una, pero cuando lo
pensaba ya se habían perdido de vista. En el siguiente bar en el que entramos
sí que había rubias. Aproximadamente el 35% de las mujeres eran rubias, lo cual
dificultaba la búsqueda. Pero la épica búsqueda no me llevó a ningún lado. Tras
estar en varios bares, me retiré apesadumbrado a casa.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, e incluso
durante varias horas después, no pensé en la rubia. ¿Es que me estaba olvidando
de ella? ¿O es que veía con claridad que las posibilidades de encontrarla eran
escasísimas?
Sin embargo, al día siguiente volví a pensar en la
rubia. Insistentemente, diría yo. Me estaba volviendo loco; mi imaginación me
llevaba por la calle de la amargura. Creía verla al doblar cada esquina, y me
imaginaba que aparecía ante mí por cualquier lado. Vigilaba las ventanas de las
casas, esperando verla en una de ellas; y luego, tras creer verla, me imaginaba
corriendo por los pasillos del interior, abriendo las puertas de las
habitaciones una tras otra, buscándola desesperadamente. Vigilaba los
autobuses, los coches, las motos y las bicicletas, y me veía lanzándome sobre
el vehículo en el que la imaginaba ver, fuera cual fuese; si la creía ver en
una avioneta a vuelo rasante, yo me lanzaba sobre un ala para estar junto a
ella. Estoy seguro de que si la hubiera visto tirarse por un precipicio, al
momento yo me hubiera lanzado tras ella.
Mi imaginación me hacía volar hasta extremos
peligrosos. Me refugiaba en fantasías, y empezaba a creer seriamente que cuando
la viera de verdad supondría que se trataba de una alucinación. Sí, estaba
alucinado, completamente alucinado. Mi mente estaba drogada de imaginación.
Y a la mañana siguiente casi me muero. Había soñado
con ella. Y en el sueño la había visto tal cual era, con su pelo rubio y
rizado, su precioso cuerpo, su hermoso rostro... Sí, mis escasos recuerdos y mi
imaginación habían reconstruido su bella cara; o, dicho de otro modo, había
recuperado la imagen perdida de su rostro, el cual yo había visto, pero una
parte de mi mente lo tenía oculto, encerrado. Sí, en el sueño la había vuelto a
ver, había estado con ella, ella había estado conmigo, pero, al despertar, fue
como si la imagen de mi rubia estuviera reflejada en el agua y algún cabrón le
hubiera tirado una piedra, formándose así círculos y círculos, agitándose y
diluyéndose la imagen. Sí, al despertar, de pronto, la imagen de mi rubia se
había borrado de mi mente. La había tenido, la había tenido, como miel en los
labios, pero se me había ido; se me había escapado entre los dedos. Desde
luego, siempre es duro despertar. Abandonar el mundo de los sueños y entrar en
la realidad es desagradable, pero esto había sido demasiado para mí. Me sentía
fatal. Fatal. El hijo de puta de mi cerebro tenía bajo llave a mi rubia y no me
dejaba verla.
Comprendí a la gente que se suicida pegándose un
tiro en la cabeza. Yo también me pegaría un tiro en la cabeza, pero no para
matarme a mí, sino para acabar con mi cerebro. Sí, viviría mejor sin él. Total,
para lo que me servía... Haría todo guiándome por el corazón. Así seguro que no
haría ningún mal a nadie. O podía, en vez de matar a mi cerebro, intimidarlo,
apuntándole con la pistola hasta que cediera a mis exigencias. No le pediría
que funcionara al 100% para así convertirme en un genio, no. Le pediría
simplemente que me devolviera mis recuerdos. Todos. Desde el día en que nací
hasta el día en el que estoy. No creo que sea nada exagerado; no hay nada de
malo en querer recordar las burradas que ha hecho uno en la vida.
Sin embargo, el cerebro no me hacía ni caso. En fin,
tenía que resignarme a seguir con mi mierda de cerebro y sin la rubia de mis
sueños.
Me levanté a duras penas de la cama, tal y como se
levanta del ring el boxeador que ha perdido el combate; y al incorporarme
observé descuidadamente algo que había en la cabecera de mi cama. Al darme
cuenta de lo que era, me restregué los ojos, como pensando que estaba viendo
visiones, y volví a mirar; seguía ahí. Lo toqué, y sentí horrorizado su tacto.
¿Que qué era lo que había sobre mi cama? ¿Lo quieren
saber? Pues se lo diré:
Un mechón de cabellos rubios.
Conviene decir que mi pelo es negro, negro como la
oscuridad; no tengo ninguna mecha rubia ni nada parecido, y no confío en que me
salgan canas rubias.
En consecuencia, las preguntas como “¿Quiénes somos?
¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?” me parecieron triviales en comparación con
la que me hice a mí mismo:
—¿De dónde coño ha salido ese mechón?
Sentí que me iba a desmayar; me tuve que sentar de
nuevo en la cama y le di un manotazo al mechón, lanzándolo fuera de mi vista.
La pesadilla rubia me estaba envolviendo hasta
asfixiarme. Me estaba volviendo loco. Me estaba matando.
Me levanté de la cama y traté de pensar con
tranquilidad. Miré el balcón y di un bote. El balcón estaba abierto. No era
nada extraño que estuviera abierto; yo lo había dejado así. Pero lo que hizo
paralizarme fue el ver lo que había sobre la barandilla:
Un pajarillo, un simple pajarillo.
¿Sería el mismo al que yo...?
Sí, no era nada descabellado que fuera el mismo.
¿Habría encontrado a mi rubia?
En caso afirmativo, ¿sería descabellado —nunca mejor
dicho— el pensar que al haberla encontrado me había traído el mechón de
cabellos rubios como señal?
Me sentí un poco loco al pensar algo así, pero eso
no impidió que me acercara hasta el pajarillo y le dijera:
—¿La has encontrado, verdad? ¿Y dónde está?
El pajarillo se echó a volar hacia el cielo azul.
Pensé en seguirlo para encontrarla, aunque si lo
hubiera seguido lo único que hubiera encontrado es un gran hostión contra el
suelo, ya que vivo en un quinto piso.
Lamenté profundamente el no poder volar, y me
entregué a mis vuelos imaginarios.
A la mañana siguiente me levanté con el espíritu
cabreado y emprendedor a la vez. Pensé disgustado en lo que había hecho el día
anterior. Nada. Nada. Absolutamente nada. Me había quedado en casa todo el día,
lamentándome de mis penas y mis neuras. ¿Y para qué? ¿Había servido de algo?
¿Esperaba encontrar a la rubia quedándome en casa? ¿Esperaba que acudiera a mi
casa a vender enciclopedias? No, desde luego, eso no era muy probable. ¡Maldita
sea!, lo que tenía que hacer era ponerme la gorra de explorador e irme a patear
la ciudad en su busca. Así que, sin darle más vueltas, salí a la calle de
búsqueda.
Mis ojos iban de un lado para otro, acechantes.
Caminaba lentamente, sin prisa. Total, iba de paseo. El sol brillaba en lo alto
con intensidad.
Todas las rubias que veía me parecían sospechosas,
pero, al verlas bien, ninguna de ellas era la culpable; la culpable de mis
desdichas, la culpable de mi obsesión.
Tras tres largas horas de paseo, regresé a casa sin
haber conseguido nada.
Por la tarde me invadió una oleada de pesimismo.
¿Y si la rubia se había muerto? ¿Y si se había ido
de vacaciones e iba a tardar mucho tiempo en volver? ¿Y si se había ido a vivir
a otra ciudad? Vamos, ¿qué pasaría si no la volvía a ver?
Esto me dio que pensar. El destino nos había unido
una noche, pero, ¿y si el destino de los cojones no nos volvía a unir nunca?
¿Qué iba a hacer yo entonces? ¿Esperar eternamente algo que nunca iba a
suceder?
Bueno, en parte, todos esperamos algo en la vida,
algo que nunca llega a suceder, pero esto era diferente. ¿Tan difícil era
encontrar una mujer? Una rubia, para más señas. Más o menos, creía recordar
cómo era. Al verla, la reconocería. Sólo tenía que verla, sólo. ¿Acaso era
pedir demasiado? No pedía que ella al verme se lanzara apasionadamente sobre
mí. Además, esto lo veía bastante improbable. Seguro que tendría novio, o
amante, o algo así. Y no me prestaría mucha atención. Pero quería verla, eso es
todo. Es esa necesidad que se tiene a veces de ver a alguien. No necesariamente
para abrazarle, besarle, amarle, no, no en ese sentido. Es esa necesidad que se
tiene, cada cierto tiempo, de ver a una amiga o a un amigo, de sentirlo, de oír
su voz, de comprobar que sigue vivo, cerca de uno. Sin embargo, ¿qué me estaba
pasando? ¿Por qué tenía tantas ganas de ver a una persona que apenas conocía?
Además, a mí siempre me habían gustado más las morenas.
A la mañana siguiente conseguí levantarme de la
cama, lo cual ya es motivo de alegría. Tras arreglarme salí a la calle a dar un
paseo. Bueno, sabía muy bien para lo que salía, pero me costaba reconocerlo. Me
parecía ridículo, estúpido. Sí, me sentía como un imbécil. Pero, en el fondo
—muy en el fondo—, estaba disfrutando. Me lo estaba pasando bien. Caminaba
sonriendo, pensando que la cosa tenía su gracia, supongo que para así no
deprimirme. Quizás me estaba engañando a mí mismo, pero salía a la calle
ilusionado, esperanzado, como diciéndome: “Bueno, ¿y si la encontraba?”. Tenía
el presentimiento de que la iba a encontrar. Aunque, realmente, no me fiaba ni
un pelo de mis presentimientos. Llevaba más de una semana teniendo
presentimientos.
Al pasear me sentía como un turista. Observaba
atentamente las gentes y las calles como si fuera una ciudad nueva para mí.
Visitaba exposiciones, tiendas, librerías... Bueno, ya lo sé, no la encontraba,
pero por lo menos hacía algo positivo.
Por la noche volví a salir con los amigos. Y volví a
darme a la bebida. Y volví a liarme con una mujer. Pero no con la rubia, claro.
Con una mujer bastante guapa de pelo corto y castaño. Bueno, en realidad no me
la ligué. Ella me ligó a mí. Se abalanzó sobre mí, me abrazó, me empezó a
hablar de no sé qué y me empezó a besar. Y no pude decirle que no; es muy
difícil decirle que no a una mujer. Además, ¿por qué le iba a decir que no?
Parecía muy simpática. Pensé que tenía mucha suerte de que una mujer así me
hubiera abordado. Y al verme entre sus brazos me puse manos a la obra,
intentando cumplir lo mejor que pudiera. Pero algo debió de fallar, pues al
rato de estar besándonos se detuvo, me miró fijamente a los ojos y me dijo:
—¿Tienes novia, verdad?
—No, no tengo —dije sonriendo—. Ya quisiera, ya...
—Entonces, ¿estás enamorado de alguna?
—No, no, qué va.
—Mientes —dijo, muy seria.
—No, no miento —dije aturdido—. Ahora no hay ninguna
mujer en mi vida.
Esto prácticamente era verdad, o al menos eso pensé.
—Pues tus ojos no dicen lo mismo que tu boca —dijo
en un tono muy extraño.
—¿Qué pasa con mis ojos?
—En tus ojos veo una mujer, pero no soy yo
reflejada. Es otra mujer.
—¿Qué? —articulé, creyendo que me iba a dar algo—.
¿Qué dices?
—Bueno, me voy. Que te vaya bien —dijo dando media
vuelta.
—Eh, no te vayas, por favor —rogué, cogiéndola de un
brazo—. Pasa de lo que veas en mis ojos.
—Lo siento, creo que me debo ir —dijo soltándose sin
problemas de mi brazo.
—No te vayas.
—¿Quieres que te dé un consejo? —me dijo sonriendo—.
Ponte gafas negras.
Y dicho esto me dio un beso en la boca y se fue
hacia la puerta del bar.
—Oye, ¿y cómo es la mujer que hay en mis ojos? —le
pregunté—. ¿Rubia?
—Eso ya lo sabes muy bien —dijo volviéndose, y salió
del bar.
Yo me quedé apoyado en la barra, dándole vueltas a
lo que me había dicho. ¿De verdad tendría una mujer en mis ojos? ¿O me habría
dicho eso para librarse de mí?
Lo tenía que averiguar.
Intenté con mi ojo derecho ver el izquierdo, pero no
lo conseguí. Giré mi ojo hasta el límite, pero ahí lo vi todo negro; no pude
ver el otro ojo. Desde luego no era fácil. Sin embargo lo intenté al revés, a
ver si así era más fácil. Intenté con mi ojo izquierdo ver el derecho, y lo
torcí al máximo; parecía un bizco borracho que intentaba ver una mosca en la
punta de la nariz con un solo ojo. Tampoco lo conseguí. Tendría que ver mis
ojos de otra manera.
Necesitaba un espejo. Pero en el bar no había
ninguno a la vista. Fui a los servicios masculinos, pero allí no había. Supuse
que en el femenino sí que habría y entré. Una chica chilló al verme, pero yo
intenté tranquilizarla diciéndole que sólo quería mirarme en el espejo. No creo
que le pareciera una buena excusa, pues salió corriendo al instante por la
puerta.
Había un gran espejo circular, gracias a Dios. Me
acerqué a él, casi tocándolo con la nariz, y me miré; miré fijamente mis ojos
castaños. Y en el puntito negro de mi pupila vi un rostro; mi propio rostro en
diminuto reflejado. Pero no había allí ningún rostro de mujer; sólo el mío.
¿Es que de verdad había creído que iba a haber una
mujer en mis ojos?
A la mañana siguiente, como si ya fuera un hábito,
cogí mi imaginaria caña de pescar y salí a la calle en busca de mi sirena
rubia. Tenía todas las exposiciones ya vistas, así que decidí ir a un cine de
sesión matinal. Sabía que el azar no la colocaría dos filas de butacas delante
de mí, pero, por lo menos, aunque no la viera, vería una película. Mientras
pensaba esto, recorría una larga calle muy concurrida. El cine todavía quedaba
algo lejos; aún tenía un buen paseo. Y era un día ideal para pasear. El sol
inundaba la calle de rayos rubios y cálidos.
Mi vista caminaba diez metros por delante de mis
pies, fijándose atentamente en los rostros de las personas que paseaban. Y, de
pronto, mi vista se fijó en el rostro de una mujer alta y preciosa. Y, en menos
de un segundo, me di cuenta de que no era un simple rostro. Era El Rostro. Era
ella, sin duda alguna.
Sentí algo muy extraño que me invadió por dentro;
sentí un vacío en mi estómago y sentí que se taponaban de pronto mis pulmones,
quedándome por un instante sin respiración. Sé que esto no suena muy romántico.
Sé que quedaría mucho mejor que dijera que mi corazón empezó a latir como un
loco, fluyendo de él sangre enamorada, pero no fue eso lo que sentí.
Mis pies se detuvieron, y me quedé allí plantado,
mirándola como un bobo, viendo cómo se acercaba poco a poco hacia mí. Al verla,
mis escasos recuerdos volvieron de golpe. Volvía a ver esa boca de fresa, esa
nariz graciosa pero perfecta, ese pelo rizado y... ¡castaño! ¡Dios, tenía el
pelo castaño! ¿Qué había pasado con su pelo rubio?
¿Es que me había equivocado en el color del pelo?
¿Eh? No, no, eso era imposible... ¡Oh, claro, claro! ¡Era un rubio teñido! ¡Era
una rubia teñida de tantas! Y ahora, volvía a estar con su pelo natural...
Tenía que ser así, algo me decía que era así... ¡Oh, Dios!, había estado
buscando una rubia que no era rubia. La única pista que tenía era falsa.
Y ella venía directa hacia mí.
—Hola, Diego —me saludó, deteniéndose.
Esto me sorprendió. No esperaba que recordara mi
nombre. Y entonces, de golpe, recordé el suyo.
—Hola —asentí—. Hola, Isabel.
—¿Me buscabas? —preguntó al momento.
—¿Qué? —acerté a decir, formándose un nudo en mi
garganta.
—Me ha dicho un pajarito que me estabas buscando
—dijo sonriendo.
—Oh... Bueno..., la verdad es que no te buscaba a
ti. En realidad, buscaba a una rubia —puntualicé mientras pasaba de largo,
dejándola atrás.
Y me adentré entre el río de gente que caminaba a mi alrededor, intentando divisar, inútilmente, a mi rubia.
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