Tengo poca fe en la tecnología, lo confieso. Cuando
en el supermercado voy a pagar el importe de la compra con la tarjeta, y leo
“aceptada” tras pasarla, repito con alegría “aceptada” en voz alta, jaleándome
a mí mismo, como si acabara de aprobar el examen de conducir (las cajeras
jóvenes se sonríen ante esta muestra de entusiasmo, las mayores me miran con
ternura y comprensión). Me queda dinero en la cuenta, me digo para mis
adentros, la tarjeta funciona, todo bien. Cuando voy al cajero automático a
sacar dinero del banco, y el cajero me lee correctamente la tarjeta, me acuerdo
de la contraseña (que es otra prueba de fuego, nada sencilla) y sale el dinero
finalmente, suelo exclamar “bien” en voz
baja, como premiándome por haberlo conseguido, pero de forma moderada, eso
sí, no sea que haya gente esperando (no hay que alardear demasiado de tener
dinero a disposición de uno, a ver si se van a creer que me sobra la pasta). Es
una suerte ver que el cajero tiene dinero para un servidor, que más de una vez
te mandan a otro cajero con más efectivo, como diciéndote que aquí no hay
dinero para ti, que otros clientes más rápidos se lo han llevado ya y se te han
adelantado miserablemente. Cuando voy a retirar en mi impresora unos documentos
muy importantes, y salen las hojas impresas como Dios manda (bien de tinta, sin
atascarse el papel, sin salir las hojas arrugadas formando un gurruño), suelo
exclamar “olé esa impresora guapa”, recordando esas muchas y terribles veces en
que me ha fallado, en que se ha atascado o quedado sin papel en el momento más inoportuno.
Se rumorea que las impresoras huelen el miedo, así que intento enfrentarme a la
mía con una ostentosa sonrisa, camuflando los nervios con mi aparente alegría y
escondiendo los sudores fríos que me atenazan como buenamente puedo. Si la
impresora huele mi miedo, estoy perdido. Es así de triste. Cuando en casa suena
el teléfono fijo, y resulta ser mi madre o mi suegra quien llama, en lugar de
ser esas compañías y corporaciones tan simpáticas que quieren endilgarte algo,
exclamo un “¡hombre!” cargado de emoción, como si oír sus conocidas voces fuera
todo lo que necesito escuchar. Todavía queda esperanza. Todavía suena el
teléfono y al otro lado hay gente con corazón. Soy un hombre de poca fe, pero
esa escasa fe que me queda hay que alimentarla en pequeñas dosis.
"Hombre de poca fe", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy sábado 9 de agosto.
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