En cuanto
abrieron las puertas, la muchedumbre entró en tromba en los grandes almacenes,
arrasando todo a su paso en busca de una buena oferta. Es bien sabido: a los
zombis les pierden las rebajas.
Rebuscando en la ropa de segunda mano, una
señora exclamó horrorizada: “¡Oiga, esta chaqueta tiene manchas de sangre!”.
“En ese caso”, señaló la dependienta sin inmutarse, “tiene un diez por ciento
más de descuento”.
El lector de periódicos lee que
la gente está ojeando más que comprando en las rebajas de enero de este año. Y
no le extraña de ninguna manera. Después de sufrir casi un mes de viernes negro (que se le hizo más largo
que un día sin pan) y de soportar todas las compras navideñas (que parecían no
acabar nunca), ¿a quién le pueden quedar ganas de seguir comprando? Por no
hablar de dinero. Que el IVA sube, los precios suben, pero los sueldos no suben
lo más mínimo.
El ojeador de rebajas acecha
en cada esquina, en cada pasillo o en cada rincón de cada tienda. Busca,
compara, y si encuentra algo mejor, sigue buscando. Salta de una cadena
comercial a otra sin despeinarse. No digo sin contemplaciones, porque
contemplar, contempla. No obstante, el verdadero ojeador de rebajas no compra
casi nunca. Lo suyo es observar. Buscar chollos. Comparar precios. Perder el
tiempo indolentemente.
El columnista medita si el
hecho de escribir una columna sobre las rebajas puede suponer acaso rebajarse
como columnista. El sujeto en cuestión suele padecer estos dilemas éticos
típicos de articulistas de opinión, proclives a la duda filosófica y a
cuestionar cada idea que revolotea a su alrededor. Sin embargo, tras darle
varias vueltas al asunto, tras sopesar los pros y los contras, decide
escribirla igualmente. Al fin y al cabo, no se tiene en alta consideración como
columnista. Se rebaja.
"Cuentos de rebajas", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy jueves 9 de enero.
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