En mi sueño tengo
18 años, mi mente está en blanco y tengo ante mí un folio en blanco. Comienzo a
escribir en él un cuento, aunque no sé bien qué saldrá, en caso de que salga
algo. La pequeña habitación en la que me encuentro no me inspira mucho. Estoy
sentado ante mi mesa de trabajo y, como la blancura del folio tampoco me dice
nada especial, miro alrededor. Detrás de mí está la cama. A mi derecha hay un
armario; está cerrado. Más a la derecha se distingue la puerta de la
habitación; se encuentra cerrada. Al doblar la esquina se ve el mueble con la
televisión; está apagada. Y a la izquierda se halla la ventana; se encuentra
abierta. Sí, abierta de par en par; por ella entran los rayos del sol, por lo
que estoy escribiendo esto sin necesidad de gastar luz. Pero por una ventana
pueden entrar más cosas. Sí, puede entrar todo un mundo de fantasía. Y
contemplo fascinado la ventana, esperando que aparezca algo que pueda alimentar
el hambre de palabras que tiene mi folio. Y, por supuesto, algo entra. Entra
planeando, impulsado por el viento, un avioncito de papel. Sobrevuela un metro
y medio de habitación y cae al suelo suavemente, con suma delicadeza. Lo observo
desde mi silla con atención y veo que algo se mueve dentro, algo se agita en su
interior, y sale de él una rubia de ojos azules, metro ochenta de altura y
curvas de ensueño. Quizás alguno no se explique cómo puede salir una mujer de
metro ochenta de un avioncito de papel, pero en los cuentos y en los sueños pueden
suceder estos prodigios. La mujer está completamente desnuda, por cierto. Me
sonríe, pero no me dice nada. Yo la miro alucinado, sin saber qué hacer.
Entonces ella se tumba en mi cama, me guiña un ojo y me indica con su dedo
índice que vaya con ella. Y yo, que no me sé negar a nada, me levanto de la
silla y voy con ella, por lo que tengo que dejar de escribir este cuento.
"Cuento improvisado", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy sábado 11 de noviembre.
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