El semáforo en rojo del cruce me alertó de que ya no era
momento de pasar y detuve mi caminar. Como buen peatón sabía que las bestias
sobre ruedas se abalanzarían sobre mí, dispuestas a cazarme y darme muerte, si
yo cometía la insensatez de intentar cruzar en rojo. Sí, a los vehículos les
encantaba cazar peatones, era su deporte favorito; en los rostros de los
conductores había siempre una expresión de alerta, una mirada de cazador,
siniestra, amenazante. Pero yo no me iba a dejar cazar, no; no era tonto. Nunca
cruzaba estando el semáforo en rojo; siempre en verde. Incluso si estaba rojo y
no se veía ningún coche a la vista, tampoco cruzaba. Me era imposible. No
sabría cómo explicarlo, pero sentía que, si cruzaba en rojo, un vehículo
invisible aparecería como salido de la nada, como esperando mi error para
cazarme y matarme. Pero yo no le iba a dar ese gusto, no; no le iba a dar
ninguna opción. Mientras pensaba
esto, un ciego bajito y de pelo canoso llegó lentamente a mi lado, resonando su
bastón blanco en la acera. Al igual que yo, se disponía a cruzar. Al verlo
decidí hacer mi buena obra del día; hacía mucho tiempo que no hacía ninguna. “¿Le ayudo a
cruzar?”, le dije. “Si no es ninguna molestia...”, susurró el ciego. “No, no es
ninguna molestia”, atajé, y lo cogí con fuerza de los dos brazos, tirando
ferozmente de él; le hice perder el equilibrio y lo lancé con violencia al
carril de los coches. El ciego cayó como un fardo sobre el asfalto, gritando
con horror y volando por los aires sus gafas negras. Lo vio al instante un
conductor avispado y se lanzó sobre él a toda velocidad, embistiéndolo
duramente y haciéndole saltar por los aires. “¡Muchas gracias!”, me agradeció
el conductor mientras se alejaba sonriente, dejando tras de sí el cuerpo
deshecho del ciego. “De nada”, asentí, sintiéndome de maravilla.
"No soy tan malo", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy sábado 16 de septiembre.
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