Caminaba por la calle de noche cuando me di cuenta de que
iba descalzo. Sí, miré al suelo y vi mis pies desnudos.
Caray, qué despistado estaba últimamente. Ya me había
olvidado otra vez de ponerme los zapatos. Sin embargo, no le di demasiada
importancia a semejante contrariedad y seguí avanzando sin prisa alguna,
sintiendo el frío de la noche en las plantas de mis pies.
No había nadie por la calle.
Dejé de andar.
¿Adónde iba?
Vaya, eso sí que era más preocupante. No recordaba adónde
me dirigía.
¿A mi casa? No, mi casa estaba detrás. Iba en dirección
contraria.
Miré a la luna llena pidiéndole consejo y la vi botar en el
cielo hacia arriba y hacia abajo como si fuera una pelota.
¿Qué le pasaba a la luna? Nunca la había visto tan
inquieta.
¿Y qué me pasaba a mí? ¿Estaba borracho? No, no estaba
borracho. No había probado una copa desde... ¿Desde cuándo? Vaya, ni me
acordaba.
En fin, observé que el semáforo que tenía enfrente estaba
verde y crucé.
Y nada más cruzar vi que pasaba por el cruce mi buen amigo
Fernando, montado en una gran moto roja.
—¡Eh, Fernando! —le grité desde la acera.
Sin embargo, al mirarlo otra vez me di cuenta de que no era
Fernando; era en realidad un tanque, un tanque rojo y enorme.
Giró su torreta y su cañón apuntó hacia el jardín de una casa.
No obstante, al observarlo bien me di cuenta de que no era
un cañón, sino dos brazos que llevaban unas enormes tijeras de podar.
Las tijeras cortaron una rosa del jardín, una rosa roja, y
vi que las manos pertenecían a un apuesto galán, quien le entregó la rosa al
momento a la mujer que lo acompañaba en el asiento de su coche rojo. Después
aceleraron, alejándose rápidamente de allí.
Suspiré, seguí caminando por la calle desierta y distinguí
una mancuerna en el suelo, a un par de metros. Me acerqué sin pensarlo y la
tomé levantándola del suelo sin problemas. Sólo pesaba treinta kilos. Llevaba
dos discos de quince kilos, uno a cada lado. Alguien la habría perdido;
seguramente, a alguien se le habría caído del bolsillo o algo así.
Sonreí y pensé en imitar a los que levantan pesas. Era algo
que no había hecho nunca. La tomé con mi mano derecha y la llevé hasta mi
hombro, doblando el codo, y volví a estirar el brazo; así unas cuantas veces.
Pronto noté que mi bíceps estaba creciendo. Sí, todo mi
brazo se estaba hinchando. Vaya, no sabía que uno hacía músculos tan rápido.
Dejé de levantar la pesa y la volví a dejar en el suelo. Mi brazo derecho
estaba tan ancho que parecía una pierna de elefante.
Miré mi delgado brazo izquierdo. No se podía quedar así,
muriéndose de envidia de ver al otro. Y cogí otra vez la pesa del suelo, esta
vez con la izquierda, y empecé a hacer bíceps rápidamente, parando al quedarse
el brazo izquierdo hinchado como el derecho. Luego dejé la pesa en el suelo.
Con suerte, su dueño volvería a por ella.
Volví a mirar al cielo, en busca de la luna, y vi que ya no
estaba (seguramente habría conseguido dar un gran bote y salir de su órbita);
ahora, en su lugar, había varias nebulosas y auroras boreales preciosas
llenando el cielo con sus tonos rojos, naranjas, verdes, azules, amarillos y
morados.
Era una imagen hermosa, pero de pronto las nebulosas se
esfumaron y se precipitaron sus cenizas sobre la tierra.
¿Habían sido fuegos artificiales? No, no, desde luego que
no. Habían sido nebulosas, nebulosas de colores.
Me encogí de hombros y seguí caminando.
Entonces una enana salió de un callejón oscuro y vino hacia
mí.
Al verle el rostro, me estremecí. Su cara era horrible,
asquerosa; la tenía poblada de granos morados y de cicatrices rojas; tenía el
pelo lleno de barro y, al sonreírme, pude apreciar sus dientes negros.
Di un paso hacia atrás, muerto de miedo. Mis brazos se
deshincharon, volviendo al tamaño original sin duda del susto.
—Hola, muchacho —me saludó con voz gutural, acercándose.
No dije nada. No podía decir nada.
—Hay una gran fiesta esta noche. Debes venir.
—No... no puedo —acerté a decir.
—Debes venir —repitió—. Será una fiesta maravillosa. Habrá
vírgenes para sacrificar y niños sabrosos para devorar —dijo sonriendo
lóbregamente y cayendo baba viscosa de sus labios agrietados.
—No, no... —dije caminando hacia atrás.
—¿Tienes miedo? ¿Por qué? ¿Acaso te doy miedo?
No tuve que responder. Mi cara asustada respondía sin abrir
la boca.
—¿Te da miedo mi cara? —dijo riendo—. Pero ¡si es sólo una
careta!
Y, dicho esto, tomó sus asquerosos cabellos y tiró de ellos
quitándose así su horrible máscara.
—Ésta es mi cara auténtica —reveló.
La contemplé, a punto de gritar. Tenía toda la cara
quemada, un ojo encima del otro, la boca en un lado y no había nariz, sólo un
gran hueco en el centro.
—Dios... —dije observándola con repulsión, sin poder
apartar la vista de su rostro demacrado.
—¡Es otra máscara! —bramó riendo, y se la quitó rápidamente
con una mano.
Miré con asco su nueva cara, la que se escondía debajo de
sus dos anteriores máscaras; tenía que ser otra máscara, desde luego: era de
color verde, con cortes por todo el rostro de los que salían lenguas rojas
diminutas, como serpientes, y no había ojos, sólo dos agujeros de los que
salían dos lenguas rojas más grandes que las demás, y también de su boca salía
otra lengua, que parecía la madre de todas.
—Ésta es mi cara —dijo la enana—. Y ya no hay más máscaras.
No parecía mentir.
¿Cómo podía tener un rostro así? ¿Quién era ella?
Sin esperar una respuesta, di media vuelta y me eché a
correr.
—¡Eh! ¡Debes venir a la fiesta! —gritó al momento,
echándose a correr tras de mí—. ¡Debes venir!
Lanzaba sus palabras con fuerza. Me golpeaba duramente con
ellas en mi espalda, como si fueran piedras. Yo entretanto corría tan rápido
como podía; tenía que alejarme a toda costa de aquel demonio.
—¡No puedes faltar a la fiesta! —gritó detrás de mí
acercándose cada vez más.
Maldiciéndola, seguí corriendo a todo correr, pensando que
ella era tan sólo una puta enana y que no podría seguir el paso de mis
zancadas, pero la muy miserable iba pegada a mis talones como si fuera mi
sombra.
—Ven a la fiesta, por favor —me susurró con una voz con la
que no hubiera convencido ni a un niño sordo.
Mierda. Quise gritar que se fuera, que me dejara, que se
muriese y si ya estaba muerta que se volviera a morir, pero no podía, no podía
decir nada: mi propia respiración me estaba ahogando; corría con mis últimas
fuerzas.
A lo lejos vi mi casa. Tenía que llegar, tenía que llegar a
ella cuanto antes.
Sin embargo, la enana parecía que me fuera a atrapar de un
momento a otro con sus cortos y horribles brazos.
¡Jesús!, quería correr, quería volar hasta mi casa, pero no
podía, no podía. El tiempo pasaba despacio, terriblemente despacio, como si
caminara sobre una tortuga muerta. Mi cuerpo se movía a cámara lenta, a cámara
lentísima, y yo quería acelerar mis movimientos pero no podía, me era
imposible; el aire era sólido, a veces líquido, y yo tenía que apartarlo a
duras penas con mis brazos, rasgándolo con mi cuerpo. Asimismo, mis piernas no
tocaban el suelo, estaba como suspendido en el aire, dándome impulso con las
puntas de los pies, a una pierna como un bailarín; y veía por el rabillo del
ojo cómo la enana se echaba sobre mí, y yo la esquivaba echándome hacia mi
casa. Pero mi casa parecía alejarse cada vez más, parecía escaparse de mí,
hacia el infinito. Pero yo tenía que llegar hasta el infinito si hacía falta;
tenía que llegar.
—Tienes que ir a la fiesta —me repitió la enana de nuevo,
como si yo no la hubiera oído todavía.
Giré entonces mi cabeza y vi cómo las serpientes rojas de
su cara salían hacia mí, alargándose.
Grité horrorizado, pero ni yo mismo me escuché. Los
sonidos, los ruidos, habían desaparecido. No se oía nada, absolutamente nada,
ni siquiera nuestras pisadas, ni siquiera nuestra respiración; estaba dentro de
una película muda de terror.
Pero me acercaba a mi casa. Corría más rápido que mi casa.
Y la enana seguía pegada a mi espalda, como un monigote en
el día de los inocentes.
¿Sería todo esto una broma?
No, no podía serlo. Era una pesadilla, una pesadilla
horrible.
De pronto sentí que mi cuello era mordido por varios
sitios, sintiendo un mal rojo, un mal de serpiente. No tenía que volverme;
sabía perfectamente lo que me estaba mordiendo en el cuello.
No obstante me volví, y le di un fuerte puñetazo a la enana
en toda la cara, aplastándose contra su rostro sus serpientes asquerosas.
Cayó al suelo sorprendida, conmocionada, y cayó redonda. No
se levantó.
Y yo me eché a correr hacia mi casa, que ya la veía casi
tan grande como era en realidad.
Llegué rápidamente, saqué las llaves y abrí la puerta.
Y al entrar y ver las horribles personas que había dentro
me di cuenta de que la fiesta se celebraba en mi casa.
"La fiesta" aparece en "La luz del diablo" (Mira, 2008), libro de relatos de Roberto Malo.
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