Cuando descubrí que el setenta
por ciento del organismo humano es agua, casi me ahogo de la impresión. Una
reacción natural, podría argumentar en mi defensa; al fin y al cabo, con tanta
agua a mi alrededor... Que me aspen si lo entiendo, pensé, sopesando la
reveladora enciclopedia. ¿Somos agua? ¿Eso es lo que somos a fin de cuentas?
Polvo somos, sostenían algunos sacerdotes de mi colegio, y en polvo nos
convertimos. Y una mierda para ellos. Éramos agua. Eso es lo que éramos
realmente.
Agua.
Esta revelación, lejos de
inquietarme sobremanera, me reconcilió con el mundo. A través de esta nueva
perspectiva, lo cierto es que todo se entendía mucho mejor. Por ejemplo, sin ir
más lejos, mi sed pertinaz de dicha sustancia líquida. Siempre me había
preocupado bastante este particular; a todas horas me sorprendía a mí mismo
bebiendo agua, litros y litros al día, como un maldito adicto al agua mineral,
como un vampiro acuático sin escrúpulos. Ahora, sin embargo, con esta nueva
luz, comprendía que se trataba de algo lógico e inherente en el ser humano,
casi necesario, qué coño, e incluso muy saludable. Si sudaba como un cerdo, si
iba al baño sin parar, si quemaba energía como un animal, estaba claro que
tenía que reponerla para sobrevivir.
En mi ignorancia —iluso de mí—
había dado por sentado que yo básicamente era carne y sangre, y no
necesariamente en ese orden. Ahora comprendía que la carne, la sangre, era
solamente el envoltorio de algo mucho más importante. Por dentro, en el fondo,
yo era agua. Yo era la combinación de un volumen de oxígeno y dos de hidrógeno.
Mi alma, de tenerla, estaba indefectiblemente pasada por agua. Es gracioso;
este razonamiento se me antojaba ahora tan claro como el agua.
Yo era agua. La idea se había
instalado en mi mente —de hecho, había sido recibida como agua de mayo—, y mi
mente se metamorfoseaba en una pecera con vistas al mar, mis pensamientos
volando como gaviotas. Yo era agua. Y todos éramos agua. Vivíamos en el planeta
Tierra, que curiosamente era agua en sus tres cuartas partes, y nosotros, sus
habitantes, más o menos en la misma proporción, éramos agua también. Éramos
gotitas de agua en un gran vaso de agua. O mejor dicho, formábamos —todos
juntos— la gota que colmaba el vaso.
Por fuera podíamos tener la
apariencia de la horchata, del batido de chocolate, del café con leche, del
zumo de piña, pero por dentro éramos iguales, indistinguibles, todos éramos
agua. No había vuelta de hoja. Nos gustase o no, estábamos hermanados por el
agua, ya fuera bendita o no.
Sin embargo, muy a mi pesar,
este razonamiento hacía aguas por todas partes. El agua nos unía, sí, nos
hermanaba, pero al mismo tiempo, lamentablemente, el agua nos separaba. Por
ejemplo, existían las aguas jurisdiccionales, marcando siempre ciertos límites.
No todo el monte es orégano, desde luego, y no toda el agua es dulce. Había que
tenerlo muy presente. Me había dejado llevar, estaba visto. Había sido un
inocente, un idiota.
Sentí que súbitamente me
deprimía. Como siempre. No lo podía evitar; soy de los que se ahogan en un vaso
de agua. Me encantaba darle vueltas y vueltas a cualquier idea, mareándola de
acá para allá, pero al final, invariablemente, todas mis elucubraciones
quedaban en agua de borrajas. Maldita sea mi estampa; tendría que buscar de nuevo
el bote de agua oxigenada para restañar mis heridas.
En fin. Para olvidarme del tema
—para que fuera agua pasada—, decidí salir a la calle. Era domingo, así que me
vestí con la ropa de los domingos, me eché un poco de agua de colonia, le di
dos besos a mi embarazadísima madre y salí de casa. Mi madre estaba muy
ilusionada; le quedaba muy poco para romper aguas. Mi padre también estaba muy
ilusionado, aunque a veces se le torcía el gesto y decía que estábamos con el
agua al cuello y que se tendrían que matar a trabajar por nosotros. Por mí y
por mi hermana, que ya era casi una realidad. Así era, iba a tener una
hermanita algo tardana, y mis sentimientos respecto a ella estaban entre dos
aguas. Por un lado era estupendo contar con una hermana pequeña, por descontado,
ya estaba harto de ser hijo único, pero estaba claro que mis padres, por la
novedad y esas cosas, me iban a dejar de lado.
Al llegar a la calle, sin
embargo, mis pensamientos también quedaron de lado. Hacía un frío que pelaba y
además caía aguanieve. Tal vez salir de casa no había sido una buena idea. No
obstante, a pesar de no llevar puestas mis botas de agua, decidí seguir
adelante. Mis pasos me llevaron resueltamente a la pastelería de la esquina; al
observar las palmeras de chocolate y de coco, siempre se me hacía la boca agua.
Pero esta vez opté por no mirar y pasar de largo. Tenía algo más importante que
hacer.
Mis ojos iban muchos metros por
delante de mis pies, alertas, acechantes, y pronto distinguieron el mar,
recortándose en el horizonte con esa rara perfección que plasma la madre
naturaleza. No era un día como para ir a la playa, febrero es lo que tiene,
pero mis pasos me conducían con segura determinación hacia una playa doblemente
mojada. No tardé en llegar al paseo marítimo, que se encontraba bastante
desangelado, volando en él los copos de aguanieve a su antojo, y enfilé sin
dilación las escaleras que daban a la arena de la playa. Pronto se hundieron
mis pies en la arena, el aroma salado de las aguas me envolvió y el mar se
extendió ante mis ojos con su infinito manto azul.
El mar es un espectáculo
impresionante, desde luego. A veces, sólo de ver tanta agua junta, me entraban
unas ganas horribles de mear. Mi madre, que la quiero mucho, pero es un poco
cursi, siempre me decía que en el mar se pueden hacer aguas menores pero no
aguas mayores. Lo que discurre la gente por no decir mear o cagar, coño. En
cualquier caso, con el frío que hacía, ni se pasaba por mi cabeza entrar en el
mar ni mucho menos hacer cualquier cosa dentro.
Sin embargo, lo cierto es que
buscaba algo, algo que me diera el mar. El agua era vida, y el agua daba la
vida. Y yo quería un regalo del mar para la nueva vida que iba a venir. Quería
un regalo para mi hermanita. Quería demostrarle que la quería. Así que me puse
a caminar por la orilla, observando el baile de las olas que venían y se iban,
esperando encontrar entre su festoneado manto el regalo que necesitaba.
Distinguí un castillo de arena
algo alejado de la orilla, pero al estar recubierto de copos de aguanieve lo
cierto es que parecía un castillo de agua. La imagen me gustó: un castillo de
agua. Cuando mi hermana fuera algo mayor, pensé, le contaría cuentos, cuentos
con castillos, ogros y princesas de agua. Pero ahora no quería un cuento,
necesitaba algo más tangible. Algo que le pudiera entregar.
Y sentí el regalo, antes de
verlo. Contra mi zapato derecho, impulsada por las olas, había ido a parar una
caracola. “Hola, hola, caracola”, pensé ilusionado. La tomé con presteza, no
fuera a llevársela el mar tan fugazmente como había aparecido, diríase que
expresamente para mí. Era de color blanco, y tenía un tamaño considerable, como
el puño de una niña. La llevé a mi oído y escuché su voz, la voz del mar, la
voz de las aguas primigenias. “Funciona”, pensé estúpidamente y con una gran
sonrisa en mi cara.
Misión cumplida, me dije. Tras
secarla y limpiarla de arena y sal, metí la caracola en el bolsillo de mi
cazadora, convencido de que era un buen regalo. De regreso a casa, ya me
imaginaba a mi hermana naciendo, escuchando atónita el rumor de la caracola,
creciendo, incluso teniendo varios años. Y me imaginaba jugando con ella a
cualquier cosa, por ejemplo a los barcos, como en verdad ocurriría al cabo de
los años. Veía su cara, vagamente parecida a mí —pero algo más guapa—, tapando
el papel y diciéndome con una media sonrisa: Jota cuatro. Y yo me imaginaba
mordisqueando el bolígrafo y replicando sin inmutarme:
Agua.
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