El médico me observó tan fijamente que pensé que tenía rayos X en los
ojos. Y nunca se sabe, teniendo en cuenta su profesión, tal vez fuera así. Nos
separaba la mesa blanca de la consulta, pero sus ojos me taladraban tanto que
hacían empequeñecer la relativa distancia que se interponía entre nosotros.
—Vamos a ver. Se me va a tomar todos los días un vaso de vino tinto
—anunció con voz grave—. Que le irá de maravilla para la circulación.
—Vale… —acerté a decir.
—Que no me entere yo de que no se lo toma, eh —continuó con tono
amenazante, como no fiándose de mí por haber aceptado tan pronto su consejo
profesional, como si ese rápido acatamiento denotara poca credibilidad.
—Que no, que no. Descuide que lo haré.
—Y si en vez de un vaso se toma dos, pues dos. No pasa nada. Mejor que
mejor. Pero todos los días, eh —insistió—, sea lunes o domingo, sin distinción.
—Así lo haré, doctor.
—Más le vale —remachó.
Me aclaré la garganta, dudando si preguntarle o no lo que me
atormentaba sobremanera. No me resultaba nada fácil, desde luego, pero gracias
al juramento hipocrático era de suponer que por lo menos el doctor no iría
aireando mi caso alegremente a los cuatro vientos.
—Y tomando vino, ¿podré volver… a ser el que era?
—Sí —asintió el doctor, categórico—. Podrá volver a volar.
Así era. Me avergonzaba reconocerlo, pero, de un tiempo a esta parte,
no podía volar. De ninguna manera. Mis pies no conseguían despegar del suelo,
mis brazos no lograban hacerme planear. Era muy humillante, desde luego. Me
veía obligado a tenerme que arrastrar por el suelo como un vulgar gusano. Qué
bochorno, madre mía. Hay que ver, las vueltas que da la vida… Con lo que uno ha
sido. Con los horizontes que había surcado en mis buenos tiempos…
A través de la ventana de la consulta observé con envidia y frustración
los cientos de personas que pasaban volando por el cielo de la ciudad. El
típico tráfico matinal de todos los días. Hombres, mujeres y niños volando de
lado a lado de la gran metrópoli, dirigiéndose a sus quehaceres cotidianos a
toda velocidad, sorteando hábilmente los obstáculos que se interponían en sus
trayectorias.
—¿Tolera los supositorios? —me preguntó de pronto el doctor, eclipsando
mis pensamientos.
—¿Los supositorios? —repetí aturdido, dejando de lado la visión del
exterior—. ¿Por qué lo pregunta?
—Bueno, ya sabe que tiene la opción de ingerir el vino en pastillas, en
supositorios…
—No, no, prefiero tomarlo líquido.
—De acuerdo. Como prefiera —consideró en tono neutro—. Eso es cosa
suya. En tal caso, ya sabe que no necesita receta.
Asentí con la cabeza.
—Bueno, espero verlo volando —sonrió el médico como ingeniosa
despedida, y me tendió la mano.
—Que así sea, doctor —le devolví la sonrisa, y estreché su mano con
cierto arrobamiento.
Me di la vuelta, dudando si añadir algún comentario más o no, y salí de
la consulta como un autómata. En el médico siempre me sentía incómodo, como
fuera de mi elemento, con ganas de irme cuanto antes de allí. Así que, con mi
torpeza innata, trastabillando ligeramente, recorrí los blancos pasillos hasta
llegar a la reconfortante calle.
El sol me recibió cálidamente. Y las sombras de las personas que
volaban por el cielo cayeron sobre mí. Resoplé hondamente, conté hasta tres y
me dirigí andando —qué remedio— al bar más cercano. Por suerte, no me llevó ni
medio minuto. Otra cosa no, pero bares teníamos a puñados. Una vez dentro —se
trataba de un tugurio pequeño sin apenas luz, exento de clientes—, me arrastré
hasta la barra y la camarera voló hacia mí, flotando como un ángel, a un palmo
del suelo.
—¿Qué va a ser? —me soltó desplegando una sonrisa celestial.
—Una copa de vino tinto —murmuré.
La camarera asintió, dio media vuelta y regresó al instante con una
botella de vino tinto y una copa de cristal. Escanció una buena dosis y se
alejó de mi vista. Observé la copa, sin atreverme a tocarla siquiera. ¿De
verdad podría volver a volar? ¿El vino tinto sería capaz de obrar el milagro?
Vino mágico, sin duda. Tenía un tono rojo semejante a la sangre. “La sangre de
Cristo nunca me ha fallado”, recordé. Que así fuera, desde luego. Dios mío,
necesitaba tanto volver a volar… No era el mismo desde que no podía hacerlo.
Estaba incompleto, indefenso; me sentía un inútil integral. Sí, como fuera,
tenía que volver a ser el que era… Si no podía volar, ya no merecía la pena vivir.
De ningún modo. Eso lo tenía muy claro. Así pues, literalmente, era una
cuestión de vida o muerte el conseguirlo.
Con decisión, tomé la copa en mi mano, y el líquido osciló levemente,
emitiendo destellos irisados. “Vamos allá”, me dije. Elevé la copa, cual
sacerdote, la observé con fijeza, sintiendo su poder, y cerré los ojos. En
completa oscuridad, la llevé a mis labios. Su aroma me inundó las fosas
nasales. Luego sentí su sabor, fuerte y amargo, y paladeé su alma mágica. Esta
copa me iba a sentar de maravilla, pensé abriendo los ojos, no cabía ninguna
duda. La incliné hasta que se vació por completo en mi boca y sentí que se me
saciaba el espíritu. Un río de infinitas sensaciones surcó mi garganta, un
cosquilleo me recorrió el pecho, como una breve descarga eléctrica, y un
ejército de hormigas invadió mis piernas. En cuestión de un par de segundos, me
sentí un hombre nuevo, renovado.
Dejé la copa suavemente sobre la barra, cumplida ya su función, y la
observé entonces con otros ojos. Su cristal transparente, sin vino en el
interior, no me resultaba de pronto tan atrayente. No parecía un objeto
fabuloso, mágico, extraordinario, como hacía un momento se me había antojado.
No era el Santo Grial, no. Ahora era sólo una copa vacía, sin vida alguna.
Nadie hubiera sospechado el poder que podía albergar en su interior, ni mucho
menos, por mucha imaginación que se le echara al asunto.
Palpé mis brazos, me froté las piernas. A simple vista, seguían igual.
Ningún cambio brusco parecía haber sufrido. Y sin embargo… Bueno, era sólo una
sensación. Podía estar equivocado. Tampoco tenía que dar saltos de alegría
antes de tiempo. Eso; no adelantemos acontecimientos. Primero lo tenía que
comprobar. Aunque, por otro lado, tal vez una copa no fuera suficiente. ¿Qué me
había dicho el médico? Que tomara dos copas de vino si era preciso, que mejor
dos que una, faltaría más. Por supuesto que sí. Tenía que tomar otra copa de
vino. Era de vital importancia. Había que asegurarse, que con una sola dosis no
se consiguen milagros. Hay que insistir, hay que perseverar, eso lo sabe
cualquiera.
Así que me volví resuelto hacia la camarera, quien vino prestamente
hasta mi lado, con ese sexto sentido que tienen las de su gremio para saber que
se les va a pedir alguna consumición urgente. Quizás lo llevara escrito en la
frente, quién sabe, tal era mi necesidad. En cualquier caso, se lo dejé bien
claro:
—Otra copa de vino tinto.
—Marchando —asintió con una sonrisa.
Tomó la botella con un movimiento de ballet, la destapó con un perfecto
giro de muñeca y me llenó la copa diligentemente, retirándose a continuación al
otro extremo de la barra, dejándome a solas con mi destino. La copa me decía
“Bébeme”, o al menos eso me parecía escuchar. Y yo siempre he sido un hombre
débil, que no sabe decir que no, por lo menos a una copa.
Así que la cogí con mi mano diestra, sopesando su peso, conté hasta
tres y me la tomé de un trago, sin contemplaciones. Como si ya no pudiera
esperar ni un segundo. Como así era, claro está. Necesitaba que me hiciera
efecto cuanto antes. Me lo pedía el cuerpo, o me lo exigía, sería más correcto
decir. El vino inundó mi organismo, se extendió por las venas como un río,
llenando mi sangre de la sangre de Cristo. Todas mis extremidades fueron
rápidamente bañadas de vida, y la transfusión de vino me sentó de maravilla.
Desde luego, mi cuerpo ya estaba listo para volar: sí, lo sentí al momento, con
meridiana claridad. No sé cómo, pero lo sentí. Era el momento entonces de salir
del bar.
—Cóbrame —le dije a la camarera.
—Invita la casa —me dijo ella con un guiño.
Me quedé mudo. No me esperaba algo así. La generosidad de los
desconocidos nunca deja de sorprenderme.
—Vaya… Muchas gracias —acerté a decir.
—No hay de qué. Y mucha suerte —me deseó mirándome a los ojos.
—Gracias —musité aturdido, sin comprender. ¿Cómo sabía ella…? ¿Tanto se
me notaba? Seguramente, sí, claro, y a una camarera hay cosas que no se le
pasan por alto. Tienen un sexto sentido, ya digo. Son de una piel especial;
tienen una sensibilidad a prueba de bombas, y son buenas psicólogas y grandes
adivinas, observadoras aplicadas de la vida real. Sinceramente agradecido, le
dije adiós con la mano, di media vuelta y salí del bar.
Ya en la calle, el sol me cegó de nuevo. Hice visera con la mano y
distinguí los cientos de personas que volaban sobre mi cabeza. “Enseguida estoy
con vosotros”, pensé esperanzado. Resoplé con cierto nerviosismo y conté hasta
tres. Era el momento de la verdad. El gran momento.
Tomé carrerilla, envalentonado, y al llegar al extremo de la calle
salté con todas mis fuerzas. Con toda mi alma. Abrí los brazos en el aire, como
quien nada a braza en el agua, y sentí que volaba. El aire echaba mis cabellos
hacia atrás. Las piernas me propulsaban con fuerza, a medio metro del suelo.
¡Volaba! ¡Sí, estaba volando! ¡De nuevo! La emoción me recorrió todo el cuerpo,
llenándose mis pulmones de alegría y euforia. Esto, por otra parte, me hizo
ascender bastantes metros. Y seguí subiendo más y más, hasta la zona de
tráfico, incorporándome con destreza en el espacio aéreo. Hay cosas que no se
olvidan, desde luego. Ya era uno más entre el gentío que surcaba los cielos.
Volvía a mi sitio en el mundo. Por fin.
Una mujer me saludó con un gesto, pasando a mi lado como una
exhalación. Un crío me adelantó velozmente, perseguido por otros dos niños. El
tráfico de siempre, vamos. Una locura total. Había que andarse con cien ojos.
Sin embargo, se me antojaba ahora maravilloso. A vista de pájaro, por otro
lado, la ciudad resultaba impresionante. Era imposible no quedarse extasiado mirando
hacia abajo como un bobo. Era estupendo volar de nuevo, desde luego. Una
sensación increíble, la mejor forma de sentirse vivo.
Tras un segundo de indecisión —los destinos son infinitos—, me dirigí
hacia mi casa, que ya la echaba de menos. Ladeé el cuerpo y bajé en picado,
divisando su tejado en lontananza. Al bajar a ras de los edificios, sorteé las
chimeneas y las antenas de televisión con notable pericia, haciendo eses como
un profesional y sintiendo que recuperaba el tiempo perdido. Pronto distinguí
la fachada naranja de mi querido inmueble, y me dirigí hacia allí como una
bala. Planeé en círculos hasta llegar a la puerta de la calle —marcando el
descenso con la mano derecha— y me posé sobre la acera dignamente, como el
caballero que era. Después, saqué las llaves y abrí el portal de par en par.
Saludé al portero, que se encontraba flotando y fregando los techos, y subí
volando por las escaleras, literalmente, apoyándome en las esquinas con los
brazos para darme más impulso —como hacía de pequeño—, llegando así rápidamente
al cuarto piso. Abrí resueltamente la puerta de mi apartamento y me posé por
fin en el suelo, dejando ya las alturas. Entré andando como a cámara lenta,
desentumeciéndose en cada paso mis piernas. Me dirigí directamente al dormitorio,
sin saludar al baño.
—He vuelto —le dije a la cama.
Y me dejé caer, sintiéndome agotado de repente, pero saciado al mismo
tiempo. Creo que no tardé ni medio segundo en dormirme como un bendito.
El despertador retumbó estrepitosamente. Lo apagué de un manotazo y me
desperecé de forma ostentosa. ¿Cuántas horas habían transcurrido? No tenía ni
idea, pero sentía que había pasado muchísimo tiempo. O no. Todavía era de día.
Al mirar por la ventana comprobé que hacía un sol de justicia. Sin embargo, al incorporarme
y mirar detenidamente noté algo raro: nadie volaba en el exterior.
Nadie. Ninguna persona.
Sólo algún pajarillo.
Mis ojos se agrandaron como platos. ¿Qué pasaba? ¿Qué ocurría? ¿Cómo es
que no…?
Y entonces, de pronto, caí en la cuenta.
Había sido un sueño.
Todo.
Claro. Ahora mismo sentía cómo se esfumaban los retazos oníricos de mi
mente.
Y eso quería decir que…
En realidad…
Así es.
No podía.
No podía volar.
En este lado del sueño —triste mundo— no se podía volar.
El alma se me vino a los pies.
Creí hundirme en la miseria.
Sin embargo, no estaba todo perdido: sabía lo que tenía que hacer.
Me vestí, conté hasta tres y salí a la calle, con decisión. En el
primer bar que encontré, pedí lo que necesitaba desesperadamente:
—Una copa de vino tinto.
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