Rasgando con la luz de sus faros la negra noche, la
vieja locomotora recorría la vía. Como cada rato, vio emocionada a lo lejos, en
la vía de al lado, los luminosos ojos de un tren que se acercaba velozmente, en
sentido contrario. Lamentablemente, el tren pasó de largo como un huracán,
antes de que ella tuviera tiempo de guiñarle un faro, perdiéndose en la negrura
como un gato asustado.
La vieja locomotora resopló apenada, saliendo vapor de
su chimenea. En fin, ya estaba acostumbrada. Los tiempos habían cambiado. Ahora
era vieja, y ya no la trataban como antes. Los trenes de ahora, más jóvenes y
más veloces, ya no silbaban a su paso piropeándola, y tampoco le cedían el paso
galantemente en los cruces de las vías. Sí, los tiempos habían cambiado, pero
eso no impedía que ella los añorase, y eso no impedía que ahora una lágrima
aceitosa brotara de uno de sus faros.
Intentó olvidar su tristeza, maldiciéndose por pensar
demasiado, y siguió recorriendo la vía, inexorablemente, hacia su destino.
¿Cuántas veces más conseguiría recorrer la vía? ¿Cuántas? Sí, se sentía vieja,
cansada. Sabía que cualquier día enfermaría, que cualquier día moriría y
dejaría la vía, dejaría de recorrer su camino para siempre. Los jóvenes trenes
que pasaban a su lado como un rayo se lo recordaban constantemente. Era vieja,
lenta. Y ellos eran jóvenes, rápidos.
Ella también había sido joven, sí, desde luego, aunque
ahora era difícil imaginarlo. No había sido tan veloz como ellos, por supuesto,
pues ella había sido peor alimentada en su juventud, pero también había sido
joven. Joven. Qué lejana le caía esa palabra.
Cada vez le costaba más arrastrar los vagones, cada vez
le costaba más tiempo llegar a la estación. ¡Y qué ganas tenía de llegar a la
estación! Sí, tenía ganas de detenerse, de descansar un poco. Ya no estaba para
muchos trotes.
Y de nuevo, como cada rato, vio emocionada a lo lejos,
en la vía de al lado, los brillantes ojos de un tren que se acercaba hacia
ella. Siempre se emocionaba al ver un tren. Y siempre se desesperaba cuando el
tren pasaba de largo sin decirle nada, ignorándola totalmente. Pero los ojos de
este tren no iban tan rápido como los demás. Iban más lentos. Casi al mismo
paso que la locomotora.
La locomotora lo vio acercarse poco a poco. Era un tren
hermoso, viejo, quizás tan viejo como ella. Al tenerla cerca, el silbato del
tren sonó como una melodía, como una llamada amorosa, y uno de sus faros le
guiñó graciosamente, un par de veces. La vieja locomotora se ruborizó, saliendo
gran cantidad de vapor de su chimenea, sin poderse creer lo que veían sus
faros. ¡Hacía tanto tiempo que nadie le silbaba! Sus piernas redondas
flaquearon y dejaron de girar, deteniéndose. Su chimenea lanzó un saludo
desesperado, en forma de vapor.
El viejo tren se detuvo a su lado, mirándola fijamente,
recorriéndola con los faros, pareciéndole la locomotora más hermosa del mundo.
Se detuvieron los dos para siempre, mirándose, sabiendo que, aunque cada uno
estaba en una vía diferente, iban a recorrer el mismo camino.
"La vieja locomotora" es uno de los 60 relatos de "La sonrisa del león" (Dissident Tales, 2015). El libro está ilustrado magistralmente por Javi Hernández.
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