Miró el calendario de la pared: 21 de noviembre; un buen
día para morir. Observó su pequeña habitación de pensión barata, con sus
quebradizas paredes que parecían tener vida propia. Dentro de aquel cubículo
sólo había algo que mereciera la pena: sus inseparables botellas de vino. Era lo
único que tenía. Su mujer lo había dejado, tenía montones de deudas y estaba
arruinado por el juego. Abrió una botella y empezó a beberla a morro. Era ya la
segunda que abría en lo que iba de día. Pensó que no merecía la pena malvivir
así; había que acabar con todo. Eructó sonoramente y colocó dos sillas, una a
cada lado de la mesa. Sacó un revólver y metió en él una bala. Durante toda su
vida había sido un jugador; ¿por qué no morir jugando? Se sentó pesadamente en
una silla; estaba borracho; le parecía ver a su mujer sentada enfrente. Cogió
el revólver y lo estrelló contra la mesa. El eco del golpe resonó en la
habitación. “Tú no puedes jugar”, habló, dirigiéndose a la pared, “Esto es
entre mi mujer y yo”. Giró el revólver en la mesa. La pistola se fue parando
lentamente y se detuvo apuntándole a él. “Yo empiezo”, le dijo a la silla vacía.
La empuñó y la llevó a la cabeza. Dudó un momento y apretó el gatillo. Sonó un
clic. Resopló aliviado. Al momento, se oyó un sonido similar en la pared. Se
levantó de la silla y se sentó en la que estaba enfrente. “¡Ojalá te mueras!”,
gruñó, intentando imitar la voz de su mujer. Tomó con miedo la pistola. Se la
llevó al cráneo y disparó. Sonó un clic. Sacó la lengua burlonamente, tal y
como hacía su mujer, y sonó en la pared algo como el clic del revólver. Se
levantó y se volvió a sentar en la otra silla. “Has tenido suerte”, dijo con su
voz de nuevo. Tomó la pistola y se la llevó a la cabeza. Apretó el gatillo. El
sonido del disparo retumbó en la habitación. La bala perforó su cabeza y cayó
con la silla al suelo. En el interior de la pared, una cañería explotó.
"El lenguaje de las paredes", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy jueves 21 de noviembre.
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