Tomás observó
durante un instante su estampa desgarbada en el espejo de la habitación.
Después, cansinamente, abandonó su triste reflejo y se sentó en un sofá. Tomó
la cuchilla de afeitar y la acercó a su muñeca.
—Al diablo con
todo —se dijo.
Las venas
azules de su muñeca miraron la cuchilla con horror. La habitación en silencio
lo contempló con morbosa expectación.
—Joder, voy a
poner el sofá perdido de sangre —pensó de pronto, estúpidamente.
Tomás siempre
hablaba solo, consigo mismo. Vivía solo, estaba loco y se encontraba
desesperado. Eran tres buenas razones para hablar solo.
—Bueno, al
diablo el sofá —siguió pensando.
Posó suavemente
la hoja sobre su muñeca izquierda, temblándole la mano de manera visible, y sus
frágiles venas sintieron el frío contacto de la muerte lenta.
Se miró
pensativamente la muñeca. Estaba procediendo de la manera adecuada; cuchilla de
afeitar, muñecas preparadas, sentado plácidamente... Era un suicidio correcto.
Pero faltaba un pequeño detalle: la carta al señor Juez.
—Al diablo el
señor Juez —pensó con rabia.
Separó
levemente la hoja y decidió que ya era el momento; el sublime momento de
abrirse las dos muñecas.
—Adiós, mundo
cruel —se despidió, casi teatralmente.
—¿Qué coño
estás haciendo? —dijo de pronto una voz.
Tomás dejó caer
la cuchilla, que se precipitó silenciosamente al suelo. Alzó los ojos y observó
anonadado lo que tenía delante.
Era un tipo
alto y corpulento, envuelto en una túnica perlina y laureado con dos alas
blancas en la espalda. Su mirada tenía un aire de desaprobación.
—¿Quién eres?
—balbució Tomás, levantándose del sofá dando un respingo.
—Tu ángel de la
guarda —dijo el tipo afablemente.
—¿Mi ángel de
la guarda? ¡Anda ya! —se mofó el muchacho.
—¿Quién crees
que soy entonces? —replicó el hombre—. ¿Un bailarín que se ha escapado del lago
de los cisnes?
Tomás lo miró
de arriba abajo, comprendiendo. Era un ángel. Tenía que ser un ángel.
—¿Y qué haces
aquí? —le preguntó.
—He venido para
impedir que te mataras.
—Vaya... ¿Y por
qué hasta hoy nunca había sabido nada de ti?
—Hasta hoy no
habías estado en peligro —explicó el ángel.
—Ah —articuló
Tomás, boquiabierto.
Visto así,
tenía sentido.
El ángel se
acercó más a él.
—¿Por qué te
ibas a matar? —inquirió con un ligero tono de interrogatorio.
Tomás agachó la
cabeza, avergonzado.
—No me quieren
las mujeres —dijo en voz baja—. Las necesito, pero ninguna me quiere. Y
necesito una que me comprenda. O, bueno, que no me comprenda pero que se
acueste conmigo.
—Caramba, si lo
que quieres es acostarte con una mujer, vete de putas —dijo el ángel guiñándole
un ojo.
—¿Que me vaya
de putas? —repitió Tomás, asombrado—. Coño, yo nunca pagaría a una mujer para
que me hiciera el amor.
—Entiendo,
entiendo —asintió el ángel seriamente—. No te rebajas a pagar a una mujer por
eso; tienes demasiado orgullo.
—No, no es por
eso —repuso Tomás al instante—. Yo no tengo nada de orgullo. Lo que sucede
—matizó— es que tampoco tengo ni un céntimo.
El ángel sonrió
abiertamente, se cruzó de brazos y dio dos pasos hacia atrás.
—Bueno, me
gustaría quedarme pero me tengo que ir. No obstante, recuerda que si te vas de
putas, siempre tienes tiempo de arrepentirte, sobre todo si el precio es
elevado. Recuerda que si matas a alguien, siempre te puedes arrepentir. Y recuerda
que si te suicidas, ya no te puedes arrepentir. Así pues, no se te ocurra nunca
suicidarte.
Y dicho esto,
el ángel se esfumó; desapareció como una bruma inhalada fugazmente por un
minúsculo aspirador invisible.
Tomás quedó
algo acharado, rodeado nuevamente por su soledad, y miró la cuchilla del suelo
con desprecio. Había decidido no suicidarse.
—Me ha
convencido el ángel —se dijo.
La normalidad
—si se puede llamar así— había vuelto. Y al haberse disipado sus pensamientos
de suicidio volvió a sus pensamientos de siempre.
—Necesito una
mujer —le dijo a la pared—. Sólo una mujer. ¿Es pedir demasiado?
Las paredes
estaban cansadas de oír lo mismo una y otra vez.
—¡Quiero una
mujer! —gritó con desesperación, exasperándose su alicaído ánimo—. ¡Quiero una
mujer! —volvió a decir por si las paredes no lo habían oído todavía.
—Vale, vale,
latoso —dijo una voz apesadumbradamente—. Llevo toda la vida oyendo lo mismo.
Está bien, tú ganas, te conseguiré una mujer.
Tomás observó
alucinado lo que tenía delante.
Era una anciana
obesa y pequeña como una pelota de playa, ataviada con un extraño vestido
carmesí que parecía salido de la
Edad Media.
—¿Cómo has
entrado? ¿Quién eres? —preguntó patitieso viendo que las sorpresas nunca vienen
solas.
—Soy tu hada
madrina —respondió la anciana con toda la naturalidad del mundo.
Tomás se quedó
mudo.
—Sí, tu hada
madrina —repitió ella, viendo la mueca de asombro que se había formado en su
rostro—. Ya sé que piensas que las hadas sólo salimos en los cuentos, pero es
que esto es un cuento.
Tomás la miró
como quien mira un fantasma, intentando recordar si no se habría fumado varios
porros. ¿Estaba viendo alucinaciones? ¿O es que estaba loco? No, no eran
alucinaciones. La tenía enfrente; casi la podía tocar.
—Te voy a
conseguir una mujer —añadió la vieja—. Te la has ganado, por pesado.
—¿Qué dices?
—dijo Tomás, iluminándose sus ojos—. ¿Me vas a conseguir una mujer?
—Así es. Pídeme
la mujer que quieras.
—¿Cualquiera?
—Cualquiera.
—Coño —sonrió
Tomás—, ¿qué tal Uma Thurman?
La vieja lo
observó largamente, meditabunda.
—¿Sabes inglés?
—inquirió tras reflexionar.
—No.
—Entonces nada.
No resultaría.
—Vaya —lamentó
Tomás—. Bueno, te lo voy a poner fácil. Quiero a Laura.
—¿Qué Laura?
—Laura
Rodríguez —especificó Tomás—. Es compañera mía de trabajo.
La vieja sonrió
levemente.
—De acuerdo.
Eso está hecho —dijo con seguridad en su voz—. Dentro de poco vendrá aquí, a tu
casa. No sabrá por qué, pero vendrá, ya lo verás. Yo me encargaré de eso.
—Suena bien
—opinó Tomás maravillado.
—Pero..., una
vez que entre en tu casa, yo no tendré poder sobre sus actos. Lo que suceda
será labor tuya —acordó—. ¿Sabrás ligártela, no? ¿Sabrás decirle las palabras
oportunas en el momento oportuno?
Tomás se
ruborizó ligeramente.
—Bueno, no
sé..., la verdad..., no tengo mucha experiencia...
—Me lo temía
—resopló la vieja—. En fin, no hay problema. Tengo remedio para todo —se echó
una mano al costado y sacó un frasquito de cristal de entre sus ropajes—. Toma
—dijo entregándoselo—. La invitas a tomar algo y echas unas gotas de este
bebedizo en su copa. Al beberlo, se rendirá ante ti, caerá a tus pies y podrás
hacerle todo lo que quieras.
Tomás sonrió
maliciosamente y observó con agrado el líquido ambarino que oscilaba dentro del
frasquito.
—¿Seguro que
pasará eso? —preguntó como si no se lo creyera, como si no se lo pudiera
creer—. ¿No será esto un sueño?
La vieja sonrió
con indulgencia.
—Sucederá, te
lo garantizo —manifestó, sacando una hoja de papel—. En este documento —indicó—
aseguro que todo lo que te he dicho se cumplirá. ¿Quieres firmar?
—¿Firmar? —dijo
Tomás extrañado.
—Sí, es puro
formulismo.
—Bueno...
—accedió.
Y firmó en el
papel, sin molestarse en leerlo.
—En fin, se me
hace tarde... —dijo la vieja dedicándole una sonrisa de oreja a oreja—. Tengo
trabajo.
Y antes de que Tomás
pudiera despedirse, ella se desvaneció, perdiéndose en el aire como si nunca
hubiera estado allí.
Tomás se quedó
quieto, de pie, sonriendo como un bobo.
—¿Quién es el
tío con más suerte del mundo? —le preguntó al espejo.
—Tú no, desde
luego —respondió su reflejo.
Tomás gruñó,
mandó a la mierda al espejo y se fue a arreglar. Se cambió de camisa, de
pantalón, se afeitó pulcramente y se ordenó un poco sus cabellos castaños;
debía estar guapo para la gran cita.
Pero de pronto
bramó el timbre de la puerta.
Tomás dio un
bote tremendo, como si le hubieran dado un fuerte pinchazo en todo el trasero.
—Ya está —se
dijo—. Pues sí que es eficiente mi hada madrina...
Contempló la
puerta, dudando si abrir o no.
—Dios, yo por
fin con una mujer... —pensó excitado, sudando y sintiendo que la timidez lo
devoraba.
—¡Mensaje
urgente! —oyó a través de la puerta.
Tomás suspiró,
decepcionado y aliviado a la vez.
Caminó hasta la
puerta y la abrió.
Un joven bien
parecido aguardaba.
—Debía
entregarle esto en mano, señor —dijo éste dándole un sobre—. Es importante.
—Gracias
—asintió Tomás.
Cogió el sobre
y le cerró la puerta al joven en las bien parecidas narices.
Observó la
carta. No había sello alguno y su nombre y su dirección aparecían con letras
muy formales, casi demasiado formales. Miró el remite; sólo había escritas dos
palabras: “El Cielo”.
—¿Qué es esto?
—se dijo asombrado.
Abrió el sobre
y leyó el papel que había dentro. Decía lo siguiente:
“Uno de nuestros ángeles
le ha salvado la vida. Y ha sido un gran placer para nosotros. Esperamos que
como muestra de agradecimiento y desinteresadamente nos devuelva el favor
depositando la módica cantidad de cien euros —¿qué son cien euros comparados con
una vida?— en el cepillo de San Damián de la basílica del Pilar. Gracias por ello”.
No ponía nada
más. Ni firma ni nada.
Tomás lo volvió
a leer, abrumado.
¿Era una broma?
No, ¡diablos!, no podía ser.
—Tendrá
cojones... —se dijo.
Pero no le
quiso dar vueltas. Suficientemente preocupado estaba ya con el asunto de Laura.
¿Vendría realmente?
Por si acaso,
decidió prepararse. Fue a la cocina, abrió la nevera y sacó una botella de
champán. Sacó también dos copas y las llenó. En una de ellas echó unas gotas
del bebedizo.
¿Qué efecto
produciría en ella? ¿Se pondría cachonda? ¿Quedaría hipnotizada por él? ¿Se
pondría en trance? ¿O acabaría borracha como una cuba?
Pensó también
en echarse unas gotas en su copa, pero finalmente lo descartó. Al fin y al
cabo, las gotas eran para ella.
Observó las dos
copas. Aparentemente, tenían el mismo color.
Entonces sonó
el timbre de la puerta.
¿Sería Laura?
Tomás se empezó
a comer frenéticamente las uñas; estaba demasiado nervioso como para intentar
disimular su histeria.
—¡Soy Laura!
—se oyó a través de la puerta.
Las piernas de
Tomás flaquearon.
¿Sería capaz de
abrirle? ¿Podría?
Infundándose
ánimos, con gran fortaleza, se dijo a sí mismo:
—¿Eres un
hombre o un ratón?
Y empezó a
comer un trozo de queso.
—¡Soy Laura!
—volvió a gritar ella.
—Ya voy, ya voy
—dijo él, dejando la cocina atrás y caminando atropelladamente hasta la puerta.
Se santiguó,
resopló un par de veces y consiguió abrir.
Tras la puerta,
Laura estaba radiante. Era realmente hermosa. No tenía nada que envidiarle a
Uma Thurman.
-—Hola, Laura
—dijo él mirándola como si fuera un sueño.
—Hola, Tomás.
—Pero pasa,
pasa —se apresuró a decirle indicándole con un ademán que entrase.
—Gracias
—sonrió—. Verás, pasaba por aquí y me he dicho: voy a ver a Tomás —contó
mientras entraba—. Sé que suena a excusa, pero es verdad, no sé qué me ha
pasado. De repente, necesitaba verte.
—Entiendo. A
todos nos pasa alguna vez —convino Tomás amablemente—. Siéntate, por favor
—dijo indicándole una silla—. ¿Te apetece una copa de champán?
—¿Champán?
Vaya, sí, me encantaría —asintió ella mientras se sentaba.
—Ahora mismo las
traigo —dijo él, entrando atolondradamente en la cocina.
Estaba
realmente excitado. Todo iba tan bien... ¿Quién le iba a decir que Laura se
podría presentar un día así? Desde luego, su hada madrina era una maravilla.
Tomó las copas
rápidamente, y le temblaban tanto las manos que a punto estuvo de derramar todo
el contenido por el camino. Al final, las dejó sobre la mesa como quien sufre
de la enfermedad de Parkinson y se sentó en otra silla, al lado de Laura.
—Me encanta el
champán —comentó ella.
—No sabes lo
que me alegra —celebró él, sonriendo ladinamente.
Laura tomó la
copa y le dio un buen sorbo.
Tomás recordó
las palabras de su hada madrina: “Al beberlo, se rendirá ante ti, caerá a tus
pies y podrás hacerle todo lo que quieras”.
Y
efectivamente, eso ocurrió. Laura cayó a sus pies. Literalmente. Se derrumbó al
suelo. Tomás la vio caer, asombrado.
¿Se había
desmayado de pronto?
Rápidamente, se
levantó de la silla y se agachó sobre ella.
—¿Estás bien?
—preguntó preocupado, acariciando su rostro—. ¿Qué te ha pasado?
Ella parecía
totalmente inconsciente.
Tomás le dio
unas leves bofetadas.
Siguió sin
reaccionar.
Sin saber muy
bien por qué, le tomó el pulso.
Ella no tenía
pulso.
Tomás se sintió
morir. Sintió que necesitaba gritar, pero no podía. No podía. ¡Estaba muerta!
¡Había muerto!
—¿Por qué? ¿Por
qué? —se dijo abrumado.
Miró la copa;
horrorizado, se dio cuenta de lo que contenía: veneno. Sí, no había otra
explicación. Lo vio claro. Pero, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Y qué iba a hacer ahora?
Recordó lo
dicho por su hada madrina: “Podrás hacerle todo lo que quieras”.
Sí, a un
cadáver se le puede hacer de todo tranquilamente. Pero él lo único que quería
hacer con el cadáver era desprenderse de él.
Estaba en una
situación desesperada. Tenía un cadáver y mil preguntas amontonándose en la
cabeza. ¿Se la había jugado su hada madrina? ¿Y por qué?
De pronto,
gritó el timbre de la puerta.
Tomás miró con
horror hacia la entrada.
¿Quién sería
ahora? ¿La policía? ¿Sería posible que se hubieran enterado de lo que había
hecho?
Sí, lo que
había hecho. Había envenenado a una mujer, en su propia casa.
Desde luego, no
lo tenía fácil.
Avanzó hasta la
puerta.
—¿Quién es?
—inquirió.
—Abra —exigió
una voz.
—¿Quién es?
—repitió.
—Abra o echamos
la puerta abajo —amenazó la voz contundentemente.
Tomás resopló.
No podía hacer nada.
Abrió la
puerta.
Dos tipos
aguardaban. Vestían monos azules de trabajo. Uno de ellos portaba un maletín
negro.
—¿Quiénes son
ustedes? —preguntó con voz medrosa.
—Somos dos
demonios —dijeron a la vez mientras entraban.
—¿Qué? —acertó
a decir.
—Venimos a por
su alma —explicó uno de ellos.
—¿A por mi
alma? ¿Por qué? —dijo Tomás, desconcertado, perdido en una película ajena a él.
—Usted le
vendió el alma al diablo. Venimos a por ella.
—¿Qué? ¿Están
locos? —farfulló ariscamente, empezando a pensar que la puerta de su casa
comunicaba directamente con el manicomio—. ¡Yo no le he vendido el alma al
diablo!
—¿Ah, no?
—replicó el tipo del maletín, sonriendo lóbregamente y echando una mano a su
bolsillo y sacando de allí un papel—. ¿Y esto qué es? ¿Usted lo firmó, no es
así?
Tomás tomó el
papel. Era el que había firmado a su hada madrina. En él, ella se comprometía a
que sucediera lo dicho, y él, con su firma corroborándolo, se comprometía a
ceder su alma. Sí, lo leyó claramente, temblando: “Se comprometía a ceder su
alma”. Horrorizado, comprendió que el diablo tiene mil caras; Satanás le había
engañado, se había burlado de él.
—Agárralo
—indicó el tipo del maletín.
El otro demonio
cogió fuertemente a Tomás y lo tumbó en la mesa en cuestión de un segundo.
—¿Qué... qué me
vais a hacer? —profirió Tomás sin poder resistirse, paralizado de la impresión.
—Ya te lo he
dicho —dijo el del maletín—. Te vamos a sacar el alma.
—¿En vida?
—preguntó Tomás, aterrado.
—Sí —asintió el
demonio, sonriendo tétricamente.
Y abrió el
siniestro maletín y sacó de él un bisturí, un gran cuchillo, un serrucho
herrumbroso y unas tenazas.
Y se dispuso a
arrancarle el alma.
"Los favores se pagan" aparece en "La luz del diablo" (Mira, 2008), libro de relatos de Roberto Malo.
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