sábado, 28 de abril de 2012

LA FIESTA



Caminaba por la calle de noche cuando me di cuenta de que iba descalzo. Sí, miré al suelo y vi mis pies desnudos.
Caray, qué despistado estaba últimamente. Ya me había olvidado otra vez de ponerme los zapatos. Sin embargo, no le di demasiada importancia a semejante contrariedad y seguí avanzando sin prisa alguna, sintiendo el frío de la noche en las plantas de mis pies.
No había nadie por la calle.
Dejé de andar.
¿Adónde iba?
Vaya, eso sí que era más preocupante. No recordaba adónde me dirigía.
¿A mi casa? No, mi casa estaba detrás. Iba en dirección contraria.
Miré a la luna llena pidiéndole consejo y la vi botar en el cielo hacia arriba y hacia abajo como si fuera una pelota.
¿Qué le pasaba a la luna? Nunca la había visto tan inquieta.
¿Y qué me pasaba a mí? ¿Estaba borracho? No, no estaba borracho. No había probado una copa desde... ¿Desde cuándo? Vaya, ni me acordaba.
En fin, observé que el semáforo que tenía enfrente estaba verde y crucé.
Y nada más cruzar vi que pasaba por el cruce mi buen amigo Fernando, montado en una gran moto roja.
-¡Eh, Fernando! –le grité desde la acera.
Sin embargo, al mirarlo otra vez me di cuenta de que no era Fernando; era en realidad un tanque, un tanque rojo y enorme.
Giró su torreta y su cañón apuntó hacia el jardín de una casa.
No obstante, al observarlo bien me di cuenta de que no era un cañón, sino dos brazos que llevaban unas enormes tijeras de podar.
Las tijeras cortaron una rosa del jardín, una rosa roja, y vi que las manos pertenecían a un apuesto galán, quien le entregó la rosa al momento a la mujer que lo acompañaba en el asiento de su coche rojo. Después aceleraron, alejándose rápidamente de allí.
Suspiré, seguí caminando por la calle desierta y distinguí una mancuerna en el suelo, a un par de metros. Me acerqué sin pensarlo y la tomé levantándola del suelo sin problemas. Sólo pesaba treinta kilos. Llevaba dos discos de quince kilos, uno a cada lado. Alguien la habría perdido; seguramente, a alguien se le habría caído del bolsillo o algo así.
Sonreí y pensé en imitar a los que levantan pesas. Era algo que no había hecho nunca. La tomé con mi mano derecha y la llevé hasta mi hombro, doblando el codo, y volví a estirar el brazo; así unas cuantas veces.
Pronto noté que mi bíceps estaba creciendo. Sí, todo mi brazo se estaba hinchando. Vaya, no sabía que uno hacía músculos tan rápido. Dejé de levantar la pesa y la volví a dejar en el suelo. Mi brazo derecho estaba tan ancho que parecía una pierna de elefante.
Miré mi delgado brazo izquierdo. No se podía quedar así, muriéndose de envidia de ver al otro. Y cogí otra vez la pesa del suelo, esta vez con la izquierda, y empecé a hacer bíceps rápidamente, parando al quedarse el brazo izquierdo hinchado como el derecho. Luego dejé la pesa en el suelo. Con suerte, su dueño volvería a por ella.
Volví a mirar al cielo, en busca de la luna, y vi que ya no estaba (seguramente habría conseguido dar un gran bote y salir de su órbita); ahora, en su lugar, había varias nebulosas y auroras boreales preciosas llenando el cielo con sus tonos rojos, naranjas, verdes, azules, amarillos y morados.
Era una imagen hermosa, pero de pronto las nebulosas se esfumaron y se precipitaron sus cenizas sobre la tierra.
¿Habían sido fuegos artificiales? No, no, desde luego que no. Habían sido nebulosas, nebulosas de colores.
Me encogí de hombros y seguí caminando.
Entonces una enana salió de un callejón oscuro y vino hacia mí.
Al verle el rostro, me estremecí. Su cara era horrible, asquerosa; la tenía poblada de granos morados y de cicatrices rojas; tenía el pelo lleno de barro y, al sonreírme, pude apreciar sus dientes negros.
Di un paso hacia atrás, muerto de miedo. Mis brazos se deshincharon, volviendo al tamaño original sin duda del susto.
-Hola, muchacho –me saludó con voz gutural, acercándose.
No dije nada. No podía decir nada.
-Hay una gran fiesta esta noche. Debes venir.
-No... no puedo –acerté a decir.
-Debes venir –repitió-. Será una fiesta maravillosa. Habrá vírgenes para sacrificar y niños sabrosos para devorar –dijo sonriendo lóbregamente y cayendo baba viscosa de sus labios agrietados.
-No, no... –dije caminando hacia atrás.
-¿Tienes miedo? ¿Por qué? ¿Acaso te doy miedo?
No tuve que responder. Mi cara asustada respondía sin abrir la boca.
-¿Te da miedo mi cara? –dijo riendo-. Pero ¡si es sólo una careta!
Y, dicho esto, tomó sus asquerosos cabellos y tiró de ellos quitándose así su horrible máscara.
-Ésta es mi cara auténtica –reveló.
La contemplé, a punto de gritar. Tenía toda la cara quemada, un ojo encima del otro, la boca en un lado y no había nariz, sólo un gran hueco en el centro.
-Dios... –dije observándola con repulsión, sin poder apartar la vista de su rostro demacrado.
-¡Es otra máscara! –bramó riendo y se la quitó rápidamente con una mano.
Miré con asco su nueva cara, la que se escondía debajo de sus dos anteriores máscaras; tenía que ser otra máscara, desde luego: era de color verde, con cortes por todo el rostro de los que salían lenguas rojas diminutas, como serpientes, y no había ojos, sólo dos agujeros de los que salían dos lenguas rojas más grandes que las demás, y también de su boca salía otra lengua, que parecía la madre de todas.
-Ésta es mi cara –dijo la enana-. Y ya no hay más máscaras.
No parecía mentir.
¿Cómo podía tener un rostro así? ¿Quién era ella?
Sin esperar una respuesta, di media vuelta y me eché a correr.
-¡Eh! ¡Debes venir a la fiesta! –gritó al momento, echándose a correr tras de mí-. ¡Debes venir!
Lanzaba sus palabras con fuerza. Me golpeaba duramente con ellas en mi espalda, como si fueran piedras. Yo entretanto corría tan rápido como podía; tenía que alejarme a toda costa de aquel demonio.
-¡No puedes faltar a la fiesta! –gritó detrás de mí acercándose cada vez más.
Maldiciéndola, seguí corriendo a todo correr, pensando que ella era tan sólo una puta enana y que no podría seguir el paso de mis zancadas, pero la muy miserable iba pegada a mis talones como si fuera mi sombra.
-Ven a la fiesta, por favor –me susurró con una voz con la que no hubiera convencido ni a un niño sordo.
Mierda. Quise gritar que se fuera, que me dejara, que se muriese y si ya estaba muerta que se volviera a morir, pero no podía, no podía decir nada: mi propia respiración me estaba ahogando; corría con mis últimas fuerzas.
A lo lejos vi mi casa. Tenía que llegar, tenía que llegar a ella cuanto antes.
Sin embargo, la enana parecía que me fuera a atrapar de un momento a otro con sus cortos y horribles brazos.
¡Jesús!, quería correr, quería volar hasta mi casa, pero no podía, no podía. El tiempo pasaba despacio, terriblemente despacio, como si caminara sobre una tortuga muerta. Mi cuerpo se movía a cámara lenta, a cámara lentísima, y yo quería acelerar mis movimientos pero no podía, me era imposible; el aire era sólido, a veces líquido, y yo tenía que apartarlo a duras penas con mis brazos, rasgándolo con mi cuerpo. Asimismo, mis piernas no tocaban el suelo, estaba como suspendido en el aire, dándome impulso con las puntas de los pies, a una pierna como un bailarín; y veía por el rabillo del ojo cómo la enana se echaba sobre mí, y yo la esquivaba echándome hacia mi casa. Pero mi casa parecía alejarse cada vez más, parecía escaparse de mí, hacia el infinito. Pero yo tenía que llegar hasta el infinito si hacía falta; tenía que llegar.
-Tienes que ir a la fiesta –me repitió la enana de nuevo, como si yo no la hubiera oído todavía.
Giré entonces mi cabeza y vi cómo las serpientes rojas de su cara salían hacia mí, alargándose.
Grité horrorizado, pero ni yo mismo me escuché. Los sonidos, los ruidos, habían desaparecido. No se oía nada, absolutamente nada, ni siquiera nuestras pisadas, ni siquiera nuestra respiración; estaba dentro de una película muda de terror.
Pero me acercaba a mi casa. Corría más rápido que mi casa.
Y la enana seguía pegada a mi espalda, como un monigote en el día de los inocentes.
¿Sería todo esto una broma?
No, no podía serlo. Era una pesadilla, una pesadilla horrible.
De pronto sentí que mi cuello era mordido por varios sitios, sintiendo un mal rojo, un mal de serpiente. No tenía que volverme; sabía perfectamente lo que me estaba mordiendo en el cuello.
No obstante me volví, y le di un fuerte puñetazo a la enana en toda la cara, aplastándose contra su rostro sus serpientes asquerosas.
Cayó al suelo sorprendida, conmocionada, y cayó redonda. No se levantó.
Y yo me eché a correr hacia mi casa, que ya la veía casi tan grande como era en realidad.
Llegué rápidamente, saqué las llaves y abrí la puerta.
Y al entrar y ver las horribles personas que había dentro me di cuenta de que la fiesta se celebraba en mi casa.


8 comentarios:

José Miguel Vilar-Bou dijo...

joder, qué bueno. Dónde se venden las entradas para la fiesta? y lo más importante, la entrada incluye consumición?

roberto dijo...

Hola, JM. Es un cuento pesadillesco un poco chorras, pero le tengo cariño porque me sirvió de inspiración para mi novela "La marea del despertar". Es lo que yo denomino un "cuento germen".

Marcos Callau dijo...

Brillante, Roberto, me ha gustado mucho. He de decirte que, por un momento, he pensado que el protagonista se reencarnaba en Popeye, por el momento "brazos forzudos" pero no... Menuda fiesta! En el momento que entra a su casa, ya podría ser el principio de otro relato. Un abrazo!

roberto dijo...

Cierto, Marcos, a veces los finales bien podrían ser inicios de otras historias. ¡Que siga la fiesta!

39escalones dijo...

Me da que un guateque sesentero no será... Veo ahí algo de "Amenaza en la sombra" de Nicholas Roeg, pué ser?

roberto dijo...

¿"Amenaza en la sombra"? No sé, soy un ignorante, Alfredo, pero la buscaré a ver...

39escalones dijo...

Pues te la recomiendo, ya verás, ya...
Dicen, aparte de enanos de sexo incierto vestidos de rojo, que la escena de sexo entre Donald Sutherland y Julie Christie fue real... Vamos, si no te convenzo así para verla, es que yo ya no soy yo.

roberto dijo...

Me has convencido, Alfredo, la veo pitando...