19:30 horas
"CUENTOS A DÚO: LA PRINCESA Y EL DRAGÓN", CON ROBERTO MALO Y TOCHE MENAL
Jaraba
(Zaragoza)
blog del escritor
19:30 horas
"CUENTOS A DÚO: LA PRINCESA Y EL DRAGÓN", CON ROBERTO MALO Y TOCHE MENAL
Jaraba
(Zaragoza)
La luna se
recortaba contra el tejado del saloon de Bennie. Dentro, el juego y la calma
habituales; el pianista Tom recibía un balazo por tocar algo que no debía, el
camarero se enzarzaba a golpes con un borracho que intentaba destrozar la barra
y Miller era acribillado al caérsele un as de la manga mientras jugaba al
póquer con los amigos. Las sillas volaban por el aire y la ruleta salía
despedida por una ventana.
En medio de
esta atmósfera de paz, una pareja de enamorados hacían manitas en una mesita
redonda. Él era Jim, ex atracador de bancos casado con una guapa millonaria.
Ella era Rosa, la bailarina más bella de todo el estado de Texas (y la más
pendón, todo hay que decirlo); sus ojos verdes estaban unidos perpetuamente a
los de él mediante unos hilos invisibles.
—¿Me quieres?
—le preguntó con expresión de niña buena.
—Ya sabes que
sí.
—¿Y cuándo vas
a dejar a tu mujer?
—Pronto, muy
pronto.
—Llevas
diciéndome eso dos meses.
—Ahora va en
serio —aseguró Jim, justo cuando caía una oreja ensangrentada en la mesa.
—No sé cómo te
pudiste casar con ella —pensó Rosa en voz alta, retirando la oreja con dulzura.
—Me casé por
dinero —reconoció Jim—. Pensé que era mejor casarme con una mujer rica, que
estaba como un tren, que seguir atracando trenes.
—¿Y resultó?
—Supongo que
no. Tras dos años de casados todavía no sé dónde guarda el dinero. Me lo oculta
por mi pasado.
—¿Y virtudes?
Porque imagino que tendrá —sonrió la mujer—. ¿Qué virtudes tiene?
—Bueno... —Jim
tardó en responder, ya que se encontraba esquivando balas que pasaban rozando
su cabeza—, creo que no sería capaz de hacer lo que yo le hago. No me podría
ser infiel. Sólo me quiere a mí, a su manera.
—¿Quieres decir
que nunca te ha engañado con otro?
—Que yo sepa
no. Y si me engañara supongo que me lo diría.
—Vaya mujer más
rara.
—Sí...
De pronto el
ayudante del sheriff cayó pesadamente en la mesita, partiéndola en dos.
—Bueno, creo
que debo irme —dijo Jim con la mirada fija en el suelo.
—¡Tan pronto!
—Lo siento.
—No te vayas,
Jim. ¡Te quiero! —gritó ella desesperadamente, simulando que se desmayaría si
él se iba.
—Me voy
—sentenció él secamente—. Tengo algo importante que hacer.
La abrazó, le
dio una palmadita en el trasero y se encaminó hacia la puerta con decisión.
Pasó resueltamente entre dos cadáveres; un puñal rozó su pierna izquierda y una
botella voló cerca de su cabeza. La puerta estaba repleta de borrachos. Jim
prefirió salir al exterior por un gran boquete que había en la pared.
Ya en la calle
buscó con la vista su caballo, sin verlo por ningún lado. “Me lo han robado”,
pensó al momento. Pero recordó que lo había dejado en la herrería. “¡Mierda!
Con los tiempos que corren y tendré que ir a casa andando”.
La noche era
muy oscura, por lo que Jim pisó sin querer varios cadáveres de vaqueros. No le
importó; estaba acostumbrado. El viento arremolinaba el polvo y Jim andaba a
ciegas. De repente, pisó una mierda de caballo. Como siempre, profirió toda una
serie de barbaridades; no se acostumbraría nunca.
Empujado por
las fantasmagóricas formas del viento del oeste, llegó a su mansión. Las luces
estaban encendidas. Miró su reloj de bolsillo. Era la hora acordada: las dos de
la mañana.
Entró sin hacer
ruido alguno. Se descalzó y con las botas en las manos subió las escaleras. Los
escalones estaban tímidamente iluminados por las luces del dormitorio. Se oían
risas.
—Cariño, ya
estoy en casa —advirtió Jim cuando terminaba de subir los escalones.
Se oyeron
voces.
Jim apoyó la
mano derecha en el pomo de la puerta y empujó débilmente.
—Cariño, ¿qué
haces con las luces encen...?
Jim no siguió
hablando.
Su mujer estaba
en la cama con un hombre.
—¡No es lo que
tú te piensas! —gritó la mujer.
—Pero,
Martha...
—Ha entrado por
una ventana y me ha violado apuntándome con la pistola —sollozó Martha. Era una
gran actriz.
—¡Canalla!
—exclamó Jim, sin atreverse a empuñar su revólver, ya que el desconocido le
apuntaba con un colt.
—Yo que tú me
quitaría con la mano izquierda y muy lentamente la cartuchera y la depositaría
en esa mesa —dijo Sam, que así se llamaba el desconocido.
—Soy zurdo
—dijo Jim.
—Bueno, pues
con la derecha.
“Ha picado, ha
picado”, pensó Jim.
Sin embargo, a
pesar de este truco, Jim obedeció las órdenes.
—Tu mujercita
no me ha dicho dónde guardáis el dinero. Espero que tú me lo digas —dijo Sam,
saliendo de la cama.
—No tenemos
dinero —mintió Jim.
—Vamos, vamos
—sonrió Sam—. Esta casa es grande. ¿Dónde lo guardáis?
—Te diré la
verdad: no lo sé.
—¿Cómo?
—Sólo lo sabe
mi mujer.
—¿Es eso
cierto? —interrogó Sam a Martha.
—Bueno, ahora
mismo te lo doy —dijo ella, y se secó la última lágrima.
Corrió la
mesilla de noche. Detrás había un pequeño agujero cuadrado. Pegó una ventosa en
el cuadrado y tiró de él. Dentro estaba todo el dinero, en oro y billetes.
—Ahí está todo.
Tómelo usted mismo —dijo Martha, apartándose de la pared.
—Ese baño de
ahí, ¿cierra con llave? —preguntó Sam.
—Sí —respondió
Martha, algo desconcertada.
—Que se meta
ahí tu marido. No quiero que se me lance encima cuando saque el dinero.
—Está bien,
está bien —asintió Jim.
Entró en el
baño y Sam cerró la puerta.
Sam guiñó un
ojo a Martha.
—Se lo ha
tragado todo —dijo suavemente.
—Sí, es como un
niño —susurró Martha, aguantándose para no soltar una carcajada—. Ha sido una
buena idea el hacerle creer que venías a robar.
—Oye, ¿y qué
hago ahora con el dinero?
—No levantes
tanto la voz, que te va a oír —murmuró ella.
—Perdona —dijo
Sam, casi inaudiblemente.
De pronto, la
puerta del baño se abrió de golpe y Jim salió empuñando un revólver.
—¡Muere!
—gritó.
—¡No! —chilló
Martha.
Jim disparó.
La bala
atravesó la cabeza de Martha.
La mujer cayó
encima de la cama, se escurrió entre las sábanas y acabó tendida en el suelo.
La sangre indicaba el recorrido descendente del cuerpo. Sus ojos atónitos aún
miraban a Jim y parecían decir: “¿Por qué, Jim? ¿Por qué?”.
Jim la miró.
Era una mujer bella, muy bella. Los hilos invisibles que unían sus ojos se
quebraron.
Jim miró a Sam.
—¿Sabes, Sam?
Había pensado muchas veces que quería y podía hacer esto. Sin embargo, cuando
le apunté, dudé en matarla.
—Te creo. Era
una gran mujer. Pero ahora el dinero es nuestro.
—Sí, qué
demonios.
Sam empezó a
sacar los billetes. Jim observaba a su mujer, sentado en la cama. Parecía como
si sus labios se fueran a mover.
—Oye, ¿qué tal
te ha ido con mi mujer? —preguntó Jim.
—Muy bien. Es
una tigresa en la cama.
—No me refiero
a eso... Quiero decir si te costó mucho seducirla.
—Oh..., sí, sí,
mucho. Me confesó que era la primera vez que te era infiel. Y creo que tenía
remordimientos. Hoy no me quería dejar entrar. Tuve que entrar casi a la
fuerza, si no el plan se hubiera ido al carajo.
—Vaya, vaya
—murmuró Jim.
Daba la
impresión de que los labios de Martha se fueran a mover de un momento a otro.
Jim le pisó la
boca.
—Oye, Jim...
—¿Sí, Sam?
—¿No crees que es curioso que hayas
tenido que pedir a un amigo el conseguir ponerte los cuernos?
—Sí, es
curioso.
—Claro que Rosa
es una belleza.
—Sí que lo es.
—Si tienes
problemas parecidos con ella, no dudes en llamarme.
—No creo que
sea necesario —dijo Jim riéndose.
—Yo tampoco.
Era una broma —dijo Sam, contando el dinero.
Jim se tumbó en
la cama, complacido. La casa era grande, la habitación era grande, y era todo
para él. Observó todo lo que le rodeaba. A su izquierda, la mesilla de noche,
Sam contando el dinero y el balcón. Enfrente, dos cuadros y una silla. A su
derecha, el cadáver de la mujer, la puerta del baño y un armario. En el techo,
una gran lámpara iluminando la habitación.
—¿Sabes, Jim?
Hay más de lo que imaginábamos.
—¿Cuánto?
—Mucho,
muchísimo.
—Me alegro.
Hubiera sido un desastre que no hubiera tenido nada.
—¿Mitad y
mitad? —preguntó Sam.
—Claro, como quedamos,
mitad y mitad.
Sam sonrió por
el brillo del oro.
—Aunque lo he
pensado mejor —dijo Jim, pegando el revólver al cráneo de Sam—; me lo voy a
quedar todo.
—¡Pero, Jim!
¡Somos socios!
—Sí, pero era
mi mujer.
—¡No me puedes
traicionar ahora! —exclamó Sam, aterrado.
—Sí que puedo.
—¡No puedes!
—Lo siento,
Sam.
Jim disparó.
La cabeza de
Sam explotó como un globo tocado por un mortífero alfiler. Cayó de la cama y la
sangre circuló por el suelo como un torrente.
La habitación
empezaba a oler demasiado a muerte.
“Sorprendí a mi
mujer con otro hombre. Me vencieron los celos y los maté”, pensaba Jim sentado
en la cama, “Sí, el sheriff lo comprenderá”.
Se incorporó y
avanzó hacia el armario. Abrió la puerta de éste.
—¡Queda usted
detenido en nombre de la ley! —dijo alguien dentro.
—Pero...
¡sheriff!
Los ojos de Jim
no daban crédito a lo que veían.
—¿Qué hace en
calzoncillos aquí dentro? —preguntó.
—Sería difícil
de explicar —dijo el sheriff Dawson irónicamente—. Pero lo he escuchado todo.
¡Entréguese o lo mato!
Jim se echó a
reír.
—Le parece
gracioso... —empezó a decir Dawson.
—Sí, me parece
gracioso que me diga que me va a matar. ¿Con qué? ¿Con ese zapato de mi difunta
mujer?
Dawson se miró
la mano derecha. Era verdad, estaba empuñando un zapato de mujer.
—Joder, estaba
tan oscuro... —repuso el sheriff con voz temblorosa.
—Adiós, sheriff
—dijo Jim acariciando el gatillo de su colt.
Y vació el
cargador en el estómago del desdichado.
El sheriff
Dawson había sido uno de los más rápidos disparando de la región, pero poco
pudo hacer con el zapato. Cayó de rodillas al suelo, profiriendo juramentos.
—No se
preocupe, Dawson —dijo Jim—. Si es necesario, yo mismo me encargaré de la ley
aquí. Siempre me agradó la idea de llevar una estrella.
—Métete la mía
por el culo —dijo Dawson, aún con vida.
Jim le escupió
a la cara.
En ese momento
la puerta del balcón se abrió de golpe.
—¡Arriba las
manos! ¡Estás detenido! —gritó un capitán federal empuñando un revólver. Éste
entraba con unos cuantos soldados, todos ellos en ropa interior.
—¡El séptimo de
caballería! —exclamó Jim, viendo que las sorpresas no habían terminado.
—¿Por qué
siempre llegan tarde? —preguntó Dawson, viendo que su propia sangre lo ahogaba.
—Lo sentimos,
sheriff. No hemos podido entrar antes.
—¡Váyanse al
infierno! —añadió Dawson.
Jim levantó las
manos. Los soldados lo apresaron. Uno de ellos le dio una palmadita en la
espalda y le dijo:
—Es una pena lo
de su mujer. Era maravillosa.
—Sí, es verdad
—asintió otro—. Menudas fiestas montaba... Podía con todos nosotros. Claro, su
marido la dejaba insatisfecha...
Jim le propinó
una patada al soldado y empezó a dar puñetazos al aire. Esto sólo le sirvió
para recibir un golpe en la cabeza con la culata de un fusil y caer sin sentido
al suelo.
—¡Cogedlo entre
dos! —dijo el capitán Chambers—. ¡Nos vamos!
—¡No os
olvidéis de mí! —repuso Dawson—. ¡Quiero ver cómo lo colgáis!
—Tranquilo,
sheriff, lo verá colgado —serenizó el capitán Chambers.
—Ya lo dudo, ya
—pensó Dawson, sintiendo cómo le ardía el estómago y pensando en el plomo que
tenía alojado dentro.
Al poco, los
soldados sacaron los cuatro cuerpos. Cerraron la puerta y bajaron las
escaleras.
La habitación
recuperaba la calma.
Algo se movió
debajo de la cama. Se levantaron las sábanas ensangrentadas y salieron tres
indios.
—Menuda “pájara
blanca” —dijo uno de ellos.
—Sí, casi nos
lleva a la tumba —dijo otro—. Nos llegan a descubrir los “cuchillos largos” y
nos meten en la reserva.
Abrieron la
puerta y miraron con precaución. Sigilosamente, salieron.
El silencio
invadió la habitación.
18:00 horas
CUENTACUENTOS DE ROBERTO MALO
Piscinas Municipales
Villafranca de Ebro
(Zaragoza)
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