En un restaurante de Kuala Lumpur me comí una medusa. De aspecto gelatinoso y color blanquecino, pero de un sabor extraordinario. Qué cosa más rica, por favor. Se lo comentaba a mis hijos, diciéndoles que tenían que probar una medusa malaya, que les iba a encantar, pero mi hijo no pareció muy emocionado con la idea. “No podría comerla, ya sabes”, murmuró, y señaló su entrepierna. No lo entendí en un primer momento, pero no tardé en comprender lo que manifestaba. “Me estás queriendo decir que como una medusa te picó en tus partes…”, recordé. “En los huevos”, remarcó mi hijo, dolido todavía en su fuero interno, evocando el verano pasado en el que una medusa tuvo la mala idea de picarle en sus genitales. “Vale”, asentí, “me estás diciendo que como una medusa te picó en los huevos no quieres probar medusas, ¿es así?”. “Claro, es lógico”, remachó. “Pues yo no veo la lógica por ningún lado”, rebatí, “No tiene nada que ver. Aunque una te haya picado, están buenísimas. A ver si te vas a convertir en huevano, uno que no come cosas que le hayan picado los huevos”, bromeé. “Te comes la medusa como un acto de venganza”, añadió mi hija, y se echó a reír. Esa es mi chica. “A ver, para que me entiendas, ahora en serio, ¿te gusta la miel, verdad?”, le pregunté, y él asintió en silencio, “A mí también, me encanta la miel. Bien, pues aunque alguna abeja me pique, ni en broma me planteo dejar de comer miel”. Mi hijo frunció el ceño y cabeceó, no muy convencido con la analogía. Cómo explicarle que desde que probé una medusa ya no las miro de la misma forma. No las veo como algo peligroso (aunque te puedan picar), no las observo con recelo o reverente miedo. Sólo las miro con deseo. Con hambre voraz.
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