En París, hace ya unos años, en una cafetería con ínfulas de restaurante chic, mi mujer y yo pedimos un bocadillo para cada uno y agua. El camarero nos miró de arriba abajo con visible desprecio, molesto sin duda porque una pareja de mochileros le ocupara con tan poco beneficio una mesa de su local, por otra parte bastante vacío. Al rato nos sirvió los bocadillos desganadamente, como si no nos los mereciéramos, y no trajo el agua (que allí es gratis). Se lo recordé en un perfecto francés (que para algo lo había estudiado un montón de años), y el camarero se sonrió para sí, como diciendo que ya podíamos esperar el agua, ya. Los parisinos tienen mala fama gracias a personas así. Nos acabamos los bocadillos, bajo la atenta mirada del impasible camarero, y le recordé que no nos había sacado el agua. Visiblemente enojado, el camarero se fue para dentro. Salió con una gran jarra de agua, pasó delante de nosotros sonriendo ostensiblemente y acabó dejándola en el suelo al lado del perro de un turista alemán que se había sentado hacía bien poco en una mesa cercana y que no había pedido nada para el perro. El turista le agradeció el detalle, lo mismo que el perro, que empezó a beber de la jarra a lengüetazos, y el camarero asintió mirándome directamente a mí, como dejando el mensaje bien claro: aquí antes bebe agua un perro que vosotros. Años después, volvimos mi mujer y yo a París con nuestros hijos, y pedimos una jarra de agua en la misma cafetería. El camarero trajo la jarra por fin y mi hija, sin querer, la rompió en mil pedazos.
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