(relato de Roberto Malo)
Escribir es peligroso. Y mucho. Más de lo que se imaginan. Yo mismo, por ejemplo, ya no escribo, ni una sola línea, y no lo haré nunca más. ¿Que por qué he dejado de hacerlo? ¿Lo quieren saber? Se lo contaré a ustedes si tienen tiempo, paciencia y valor; sobre todo, mucho valor. Escuchar a veces también es peligroso. Deben tenerlo en cuenta. Luego no digan que no les avisé.
Soy escritor. O al menos lo era hasta ahora. He publicado varios libros de cuentos y un par de novelas, y he venido aquí por eso, invitado a compartir mi obra con ustedes. Y eso es lo que voy a hacer, no se alarmen. Voy a comentar mi obra, exponer mis ideas con todos ustedes. Sin embargo, al mismo tiempo también quiero contar una historia, la mía, la razón por la cual he decidido dejar de escribir. No la cuento para inspirar lástima; no se trata de eso. Tengo que contarla porque creo que deben saber lo que ocurre al escribir, lo que sucede cuando se escribe. Escribir es de estúpidos. Sí. Yo antes lo era. No se pueden imaginar cuánto lo lamento.
De niño no escribía. Dibujaba, pintaba, creaba historietas, pero no escribía. Me hacía mis propios tebeos, y todo lo que caía en mis manos lo llenaba de soldados, príncipes, caballos y demás figuras. La infancia, desde luego, es maravillosa. Pero no es eterna. Un día cumples once años, empiezas a salir con chicas, quieres madurar deprisa y en consecuencia dejas de jugar con muñecos, dejas los juguetes y todo lo que huela a niñez. Yo dejé de dibujar. Qué gran error. Y empecé a escribir, porque supongo que por algún lado tenía que sacar mi inventiva, mi creatividad. Ya saben, la energía no se crea ni se destruye, se transforma. Esto fue el principio de la tragedia.
Siempre he sido muy imaginativo. No lo digo para echarme flores. En mi caso es una maldición, una maldición terrible. Antes me jactaba de mi portentosa imaginación; ahora ya no. Mi imaginación me ha llevado al borde del suicidio. Sí, esa imaginación a la que daba rienda suelta (demasiada rienda suelta) en mis historias, en mis cuentos, en mis novelas. ¿Por qué diablos dejaría de dibujar? Los dibujos no hacen daño a nadie. No conozco ningún pintor ni ningún dibujante que merezca ir a la cárcel. Por el contrario, sí que conozco a más de un escritor que lo merece. Yo mismo, soy uno de ellos.
Ah, la letra escrita, la maldita letra escrita. Lo que se escribe existe. Lo que se escribe nace. Lo que se escribe sucede. Estaba escrito, dice mucha gente para explicar alguna desgracia o defunción. Sí, todo está escrito. Y si no, para eso estamos los escritores, los escritores de ficción.
Hay escritores (otros) que se dedican a contar su vida, sus experiencias personales, sus anécdotas cotidianas. Siempre los he despreciado. Carentes de imaginación, a mi modo de ver escriben basura; pura mierda. Escriben cosas que ya han pasado, que ya han sucedido; no inventan nada. Son, por tanto, escritores inofensivos; no alteran nada, pues no crean nada. Pero los escritores de ficción, de ideas (como yo), sí que son peligrosos. Inventan. Crean. Hacen nacer cosas. Cosas buenas. Cosas malas.
¿Se han perdido? No se preocupen. Tal vez voy muy deprisa. Me explicaré. Uno de estos escritores inofensivos a los que me refería, me dijo una vez: “Si quieres asombrar a la gente, cuenta la verdad”. Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Estoy contando mi verdad. Hay gente que dice que a veces la verdad supera a la ficción. En mi caso la iguala. O dicho de otro modo: mi ficción crea la verdad. Si tomamos la verdad como el mundo en que vivimos.
Pondré un ejemplo. Cuando empecé a escribir tendría once o doce años. Por aquel entonces leía muchos cuentos de terror y ciencia ficción, como cualquier chaval, supongo. Y como cualquier chaval tenía una cosa siempre en la mente: el sexo. Me preocupaban especialmente las enfermedades venéreas. La sífilis era una palabra que me hacía poner los pelos de punta. Las ladillas, otro tanto. El sexo era lo que más me interesaba en el mundo, pero al mismo tiempo había una parte desconocida que me aterraba. ¿Cómo se podían contraer enfermedades mediante algo que se me antojaba entonces tan delicioso y placentero?
Mis primeros cuentos siempre versaban sobre lo mismo: sexo, fantasías de robots, batallas espaciales, chicas despampanantes, cosas así. Hubo uno en el que pensé lo siguiente: voy a imaginar un futuro en el que la gente, al tener relaciones sexuales, bien heterosexuales bien homosexuales, no sólo contrae simples enfermedades venéreas, sino una enfermedad mortal, una enfermedad que acaba con la vida. Sí, el sexo y la muerte (esos dos grandes temas) se unían. Llamé sida a la enfermedad. Sida. Supongo que la llamé así porque acababa con la vida, o quizás inconscientemente mezclé la palabra sífilis y la palabra ladillas, no sé. El caso el que el cuento, fatalmente escrito, nunca se publicó, como tantos otros. Sin embargo, años después, me enteré de que había surgido en el mundo una enfermedad con el mismo nombre. Luego me enteré de que dicha enfermedad tenía muchos puntos en común con mi historia.
¿Saben lo primero que pensé? Pensé que de haberlo publicado en su momento, ahora ese cuento tendría mucho valor. Sí, me había adelantado a la historia, me había anticipado. La gente hubiera dicho de mí que era un nuevo Julio Verne, un profeta, un visionario del futuro. Sin embargo, al no haber sido publicado, el cuento no tenía ningún valor. Lamenté, claro, no haberlo publicado. No sentí pena por haberlo escrito. No pensé que yo había creado la enfermedad. No pensé que la enfermedad había surgido por mi culpa.
¿Cómo iba yo a pensar semejantes cosas? En ese momento era un mocoso sin sentido que irrumpía en el panorama literario, para quien la literatura era todo. Para quien todo era literatura. Así es. No lo pensé en ese momento. Me di cuenta mucho después, al acabar de escribir mi tercera y última novela.
He de decir que durante mi breve carrera de escritor sí que noté que ciertas historias mías “ocurrían” en la vida real, se daban de alguna insólita manera, pero siempre pensé que eran las lógicas coincidencias entre realidad y ficción. Nunca pensé nada raro. A veces estas “coincidencias” hasta me hacían bastante gracia. Algunas, también es cierto, no eran nada desagradables. Más de un amigo me hacía notar estas extrañas similitudes, y yo siempre asentía con una media sonrisa que quería expresar humildad por mi buen ojo pero que en realidad expresaba ignorancia e imbecilidad.
Creo que en el fondo presentía que había algo malo en el hecho de escribir. Supongo que por ello intenté volver a dibujar, a pintar, a hacer cosas más beneficiosas para la humanidad. Me matriculé en la Facultad de Bellas Artes, en un vano intento de dejar de lado la escritura, y allí pasé cinco años maravillosos. Sin embargo, al mismo tiempo seguía y seguía escribiendo. Estaba visto que no lo podía dejar, de ninguna manera.
Antes he dicho que me di cuenta de todo al acabar de escribir mi tercera y última novela. Alguno tal vez se estará diciendo que yo sólo he publicado dos novelas. Y sí, así es. La tercera, al acabarla, no quise publicarla. Aunque el mal ya estaba hecho. No hace falta publicar algo escrito para que esto se dé en el mundo real, como ya ocurrió con el maldito cuento del sida.
Mi tercera y última novela. Me cuesta mucho hablar de ella, pero es preciso que lo haga... Estaba escrita en primera persona, y en ella (primer error) me identifiqué demasiado con el narrador, con el protagonista. Desde luego fue un grave error, pero no lo pude evitar. A la hora de escribir hay factores que no puedes controlar; algunos se te escapan. En fin. La novela contaba una turbulenta historia de amor... con final trágico. En mala hora decidí darle un final trágico.
El caso es que la guapa mujer del protagonista, al final de la novela, moría en un terrible accidente de coche. Y mi mujer, mi amor en el mundo real (la persona que más he querido en toda mi vida), al acabar yo la novela, antes como he dicho de publicarla, murió en un accidente de coche exactamente igual que el que había reflejado sobre el papel; en las mismas condiciones, con los mismos detalles. Y comprendí. Comprendí todo. No hace falta ser un lince.
Yo la había matado. Con mis propias manos, se podría decir. Con mi mente abyecta. Con mi novela de mierda. Pueden pensar que es un pensamiento egoísta, pero el hecho de darme cuenta de que era el culpable de millones de muertes no me hundió. Me hundió que se muriese mi mujer. Que yo la matase.
Quise enmendar lo hecho, lo escrito, pero ya era tarde. Escribí que ella resucitaba, que ella volvía de entre los muertos, pero nada de eso ocurrió. Como es natural, no todo lo que yo escribía se realizaba, ni muchísimo menos. Sólo se cumpliría, supongo, una pequeña parte. En cualquier caso, por si acaso, intenté escribir cuentos con final feliz, con cosas alegres, pero esos cuentos, la verdad, no me gustaban nada. Decidí entonces dejar de escribir. No podía hacer el bien escribiendo. Y ya había hecho demasiado mal. Era lo mejor abandonar.
Pensé en quitarme la vida. Sin embargo, siempre he sido muy cobarde. Creo que no tengo valor ni para matarme. Suicidarse es de cobardes, pero yo lo soy tanto que no tengo ni el arrojo mínimo para dar ese paso. Aunque quizás no tenga que matarme, no, tal vez no tenga que hacerlo. Sólo tengo que escribirlo. Sólo tengo que escribir que me quito la vida. Sólo tengo que escribir la carta al juez. Y así tal vez...
Conozco cómo funciona el mundo. Esto que les cuento a ustedes lo he comentado con algún que otro colega, con algún que otro escritor de ficción, y hay uno que me ha confirmado lo que ya me imaginaba: no sólo me sucede a mí. Muchas historias suyas también se han convertido en realidad. Él también está desesperado, se siente una piltrafa humana. Sin embargo, no quiere dejar de escribir. Dice que todo escritor tiene que pagar un precio y sufrir unos sacrificios, sean éstos cuales sean. No obstante, estoy seguro de que él en el fondo también tiene remordimientos; sí, él también se quiere matar, aunque quizás arrastre consigo a toda la humanidad. La última vez que lo vi, hará un par de semanas, me dijo que estaba escribiendo una novela en la que la Tierra acababa explotando en mil pedazos. Así que están avisados. Todos estamos avisados.
Escribir es peligroso. Y mucho. Más de lo que se imaginan. Yo mismo, por ejemplo, ya no escribo, ni una sola línea, y no lo haré nunca más. ¿Que por qué he dejado de hacerlo? ¿Lo quieren saber? Se lo contaré a ustedes si tienen tiempo, paciencia y valor; sobre todo, mucho valor. Escuchar a veces también es peligroso. Deben tenerlo en cuenta. Luego no digan que no les avisé.
Soy escritor. O al menos lo era hasta ahora. He publicado varios libros de cuentos y un par de novelas, y he venido aquí por eso, invitado a compartir mi obra con ustedes. Y eso es lo que voy a hacer, no se alarmen. Voy a comentar mi obra, exponer mis ideas con todos ustedes. Sin embargo, al mismo tiempo también quiero contar una historia, la mía, la razón por la cual he decidido dejar de escribir. No la cuento para inspirar lástima; no se trata de eso. Tengo que contarla porque creo que deben saber lo que ocurre al escribir, lo que sucede cuando se escribe. Escribir es de estúpidos. Sí. Yo antes lo era. No se pueden imaginar cuánto lo lamento.
De niño no escribía. Dibujaba, pintaba, creaba historietas, pero no escribía. Me hacía mis propios tebeos, y todo lo que caía en mis manos lo llenaba de soldados, príncipes, caballos y demás figuras. La infancia, desde luego, es maravillosa. Pero no es eterna. Un día cumples once años, empiezas a salir con chicas, quieres madurar deprisa y en consecuencia dejas de jugar con muñecos, dejas los juguetes y todo lo que huela a niñez. Yo dejé de dibujar. Qué gran error. Y empecé a escribir, porque supongo que por algún lado tenía que sacar mi inventiva, mi creatividad. Ya saben, la energía no se crea ni se destruye, se transforma. Esto fue el principio de la tragedia.
Siempre he sido muy imaginativo. No lo digo para echarme flores. En mi caso es una maldición, una maldición terrible. Antes me jactaba de mi portentosa imaginación; ahora ya no. Mi imaginación me ha llevado al borde del suicidio. Sí, esa imaginación a la que daba rienda suelta (demasiada rienda suelta) en mis historias, en mis cuentos, en mis novelas. ¿Por qué diablos dejaría de dibujar? Los dibujos no hacen daño a nadie. No conozco ningún pintor ni ningún dibujante que merezca ir a la cárcel. Por el contrario, sí que conozco a más de un escritor que lo merece. Yo mismo, soy uno de ellos.
Ah, la letra escrita, la maldita letra escrita. Lo que se escribe existe. Lo que se escribe nace. Lo que se escribe sucede. Estaba escrito, dice mucha gente para explicar alguna desgracia o defunción. Sí, todo está escrito. Y si no, para eso estamos los escritores, los escritores de ficción.
Hay escritores (otros) que se dedican a contar su vida, sus experiencias personales, sus anécdotas cotidianas. Siempre los he despreciado. Carentes de imaginación, a mi modo de ver escriben basura; pura mierda. Escriben cosas que ya han pasado, que ya han sucedido; no inventan nada. Son, por tanto, escritores inofensivos; no alteran nada, pues no crean nada. Pero los escritores de ficción, de ideas (como yo), sí que son peligrosos. Inventan. Crean. Hacen nacer cosas. Cosas buenas. Cosas malas.
¿Se han perdido? No se preocupen. Tal vez voy muy deprisa. Me explicaré. Uno de estos escritores inofensivos a los que me refería, me dijo una vez: “Si quieres asombrar a la gente, cuenta la verdad”. Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Estoy contando mi verdad. Hay gente que dice que a veces la verdad supera a la ficción. En mi caso la iguala. O dicho de otro modo: mi ficción crea la verdad. Si tomamos la verdad como el mundo en que vivimos.
Pondré un ejemplo. Cuando empecé a escribir tendría once o doce años. Por aquel entonces leía muchos cuentos de terror y ciencia ficción, como cualquier chaval, supongo. Y como cualquier chaval tenía una cosa siempre en la mente: el sexo. Me preocupaban especialmente las enfermedades venéreas. La sífilis era una palabra que me hacía poner los pelos de punta. Las ladillas, otro tanto. El sexo era lo que más me interesaba en el mundo, pero al mismo tiempo había una parte desconocida que me aterraba. ¿Cómo se podían contraer enfermedades mediante algo que se me antojaba entonces tan delicioso y placentero?
Mis primeros cuentos siempre versaban sobre lo mismo: sexo, fantasías de robots, batallas espaciales, chicas despampanantes, cosas así. Hubo uno en el que pensé lo siguiente: voy a imaginar un futuro en el que la gente, al tener relaciones sexuales, bien heterosexuales bien homosexuales, no sólo contrae simples enfermedades venéreas, sino una enfermedad mortal, una enfermedad que acaba con la vida. Sí, el sexo y la muerte (esos dos grandes temas) se unían. Llamé sida a la enfermedad. Sida. Supongo que la llamé así porque acababa con la vida, o quizás inconscientemente mezclé la palabra sífilis y la palabra ladillas, no sé. El caso el que el cuento, fatalmente escrito, nunca se publicó, como tantos otros. Sin embargo, años después, me enteré de que había surgido en el mundo una enfermedad con el mismo nombre. Luego me enteré de que dicha enfermedad tenía muchos puntos en común con mi historia.
¿Saben lo primero que pensé? Pensé que de haberlo publicado en su momento, ahora ese cuento tendría mucho valor. Sí, me había adelantado a la historia, me había anticipado. La gente hubiera dicho de mí que era un nuevo Julio Verne, un profeta, un visionario del futuro. Sin embargo, al no haber sido publicado, el cuento no tenía ningún valor. Lamenté, claro, no haberlo publicado. No sentí pena por haberlo escrito. No pensé que yo había creado la enfermedad. No pensé que la enfermedad había surgido por mi culpa.
¿Cómo iba yo a pensar semejantes cosas? En ese momento era un mocoso sin sentido que irrumpía en el panorama literario, para quien la literatura era todo. Para quien todo era literatura. Así es. No lo pensé en ese momento. Me di cuenta mucho después, al acabar de escribir mi tercera y última novela.
He de decir que durante mi breve carrera de escritor sí que noté que ciertas historias mías “ocurrían” en la vida real, se daban de alguna insólita manera, pero siempre pensé que eran las lógicas coincidencias entre realidad y ficción. Nunca pensé nada raro. A veces estas “coincidencias” hasta me hacían bastante gracia. Algunas, también es cierto, no eran nada desagradables. Más de un amigo me hacía notar estas extrañas similitudes, y yo siempre asentía con una media sonrisa que quería expresar humildad por mi buen ojo pero que en realidad expresaba ignorancia e imbecilidad.
Creo que en el fondo presentía que había algo malo en el hecho de escribir. Supongo que por ello intenté volver a dibujar, a pintar, a hacer cosas más beneficiosas para la humanidad. Me matriculé en la Facultad de Bellas Artes, en un vano intento de dejar de lado la escritura, y allí pasé cinco años maravillosos. Sin embargo, al mismo tiempo seguía y seguía escribiendo. Estaba visto que no lo podía dejar, de ninguna manera.
Antes he dicho que me di cuenta de todo al acabar de escribir mi tercera y última novela. Alguno tal vez se estará diciendo que yo sólo he publicado dos novelas. Y sí, así es. La tercera, al acabarla, no quise publicarla. Aunque el mal ya estaba hecho. No hace falta publicar algo escrito para que esto se dé en el mundo real, como ya ocurrió con el maldito cuento del sida.
Mi tercera y última novela. Me cuesta mucho hablar de ella, pero es preciso que lo haga... Estaba escrita en primera persona, y en ella (primer error) me identifiqué demasiado con el narrador, con el protagonista. Desde luego fue un grave error, pero no lo pude evitar. A la hora de escribir hay factores que no puedes controlar; algunos se te escapan. En fin. La novela contaba una turbulenta historia de amor... con final trágico. En mala hora decidí darle un final trágico.
El caso es que la guapa mujer del protagonista, al final de la novela, moría en un terrible accidente de coche. Y mi mujer, mi amor en el mundo real (la persona que más he querido en toda mi vida), al acabar yo la novela, antes como he dicho de publicarla, murió en un accidente de coche exactamente igual que el que había reflejado sobre el papel; en las mismas condiciones, con los mismos detalles. Y comprendí. Comprendí todo. No hace falta ser un lince.
Yo la había matado. Con mis propias manos, se podría decir. Con mi mente abyecta. Con mi novela de mierda. Pueden pensar que es un pensamiento egoísta, pero el hecho de darme cuenta de que era el culpable de millones de muertes no me hundió. Me hundió que se muriese mi mujer. Que yo la matase.
Quise enmendar lo hecho, lo escrito, pero ya era tarde. Escribí que ella resucitaba, que ella volvía de entre los muertos, pero nada de eso ocurrió. Como es natural, no todo lo que yo escribía se realizaba, ni muchísimo menos. Sólo se cumpliría, supongo, una pequeña parte. En cualquier caso, por si acaso, intenté escribir cuentos con final feliz, con cosas alegres, pero esos cuentos, la verdad, no me gustaban nada. Decidí entonces dejar de escribir. No podía hacer el bien escribiendo. Y ya había hecho demasiado mal. Era lo mejor abandonar.
Pensé en quitarme la vida. Sin embargo, siempre he sido muy cobarde. Creo que no tengo valor ni para matarme. Suicidarse es de cobardes, pero yo lo soy tanto que no tengo ni el arrojo mínimo para dar ese paso. Aunque quizás no tenga que matarme, no, tal vez no tenga que hacerlo. Sólo tengo que escribirlo. Sólo tengo que escribir que me quito la vida. Sólo tengo que escribir la carta al juez. Y así tal vez...
Conozco cómo funciona el mundo. Esto que les cuento a ustedes lo he comentado con algún que otro colega, con algún que otro escritor de ficción, y hay uno que me ha confirmado lo que ya me imaginaba: no sólo me sucede a mí. Muchas historias suyas también se han convertido en realidad. Él también está desesperado, se siente una piltrafa humana. Sin embargo, no quiere dejar de escribir. Dice que todo escritor tiene que pagar un precio y sufrir unos sacrificios, sean éstos cuales sean. No obstante, estoy seguro de que él en el fondo también tiene remordimientos; sí, él también se quiere matar, aunque quizás arrastre consigo a toda la humanidad. La última vez que lo vi, hará un par de semanas, me dijo que estaba escribiendo una novela en la que la Tierra acababa explotando en mil pedazos. Así que están avisados. Todos estamos avisados.
1 comentario:
Como siempre, un gran relato. Sólo espero que no ocurra el fin del mundo...
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