sábado, 21 de febrero de 2009

RECUERDOS

(relato de Roberto Malo)


Hoy llueve tímidamente sobre la ciudad.
Cae esa lluvia que apenas moja pero que a su manera se hace notar. Cae esa lluvia que al caer consigue inundar el hueco que tengo en el corazón. Cae esa lluvia que apenas es lluvia pero que hace que mis ojos lluevan lágrimas de tristeza al recordar un recuerdo que no consigo olvidar...
Fue en una mañana de domingo, no demasiado buena para ser el día del Señor, pero tampoco demasiado mala como para quedarse en casa. Yo salía entonces desde hacía más de un año con Olga, una muchacha morena y preciosa de la que, sin ser totalmente consciente de ello, estaba enamorado como un chiquillo.
Los dos fuimos esa mañana al parque, en ropa de deporte “para revolcarnos bien por la hierba”, le dije sin saber que después, desgraciadamente, nos íbamos a revolcar por la hierba con fatales consecuencias.
Alquilamos una bicicleta con dos sillines, un tándem, y montamos en ella los dos. Olga delante y yo detrás, dejándome llevar, como en todo. Y a la media hora de ir de paseo, pedaleando tranquilamente, me aburrí de admirar sus movimientos de culo y le dije:
-Vamos a meterle caña a la bicicleta.
Dicho y hecho. Ella empezó a pedalear fuerte y yo seguí su ritmo. En ese momento, recuerdo que empezó a llover.
-Va a llover –le dije al sentir una gota en mi cabeza.
-Ya, pero serán sólo cuatro gotas –dijo ella sonriendo. Y seguimos pedaleando endiabladamente, sintiendo el contacto de diminutas e incontables gotas de agua sobre nuestros cuerpos.
Al cabo de dos minutos, de pronto, ocurrió. Sucedió todo muy deprisa. Al parecer, un tipo pasó corriendo, resbaló por el agua y cayó al suelo justo delante de nosotros. Yo apenas lo vi. Lo hubiéramos atropellado seguramente, y a gran velocidad como íbamos, pero Olga movió el manillar bruscamente, intentando esquivarlo. Y la bicicleta, con nosotros encima, se salió del camino y caímos rodando los dos por una pequeña ladera que había a la izquierda del sendero. Una rueda de la bicicleta golpeó mi pierna al caer. Después caí rodando, al igual que Olga, hasta que se frenó duramente mi bajada; mi espalda chocó contra un árbol tremendo. Sentí un intenso dolor en todo el cuerpo, un dolor blanco, y perdí el conocimiento.
Más tarde, cuando desperté, me di cuenta al momento de que estaba en un hospital de la seguridad social: olía a éter, yeso, muerte y desesperación. Me encontraba tumbado en una camilla, en medio del pasillo, y a mi lado había un joven enfermero.
-¿Qué ha pasado? –le pregunté débilmente.
-¡Ya ha vuelto en sí! –gritó-. ¡Doctor, ya ha recuperado el conocimiento!
-Eh, ¿qué me pasa? –volví a preguntar, sintiéndome terriblemente mareado.
-Habías perdido el conocimiento, pero estás bien.
-¿Bien? ¡Y un cuerno! Me duele todo... ¿Qué hago aquí en el pasillo? –protesté.
-No hay habitaciones libres –dijo el enfermero, abriéndose de brazos-. Lo siento.
Pensé en mandarle al infierno, pero no lo hice. No merecía la pena. Además, él no tenía la culpa.
Llegó el doctor. Un tipo delgado y estirado.
-¿Cómo estoy? –le pregunté.
-Bien, bien –dijo serenamente-. Tienes unas ligeras contusiones, pero ninguna fractura. Te hemos mirado por rayos y no hay nada roto. Sentirás molestias, pero no tienes nada grave.
Sonreí. Siendo así, me sentí un poco quejica.
-¿Cómo he llegado aquí? –le pregunté-. ¿Me trajo una chica?
-No, no. Nos llamó un hombre que no os conocía, que os vio caer por la cuesta del parque.
-¿Y la chica que iba conmigo? ¿Dónde está? ¿Cómo está?
El doctor tragó saliva. Resopló, y me dijo con el tacto que tiene un pregonero al informar de una noticia:
-Ha muerto.
Lo oí, pero no lo entendí. ¿Qué me decía este matasanos? ¿Que mi chica, mi amor, mi vida, mi ilusión, mi alegría, mi esperanza, mi todo había muerto? ¿Eso me decía? ¿Acaso no sabía el doctor que eso no me podía suceder a mí? ¿Acaso no sabía el desgraciado que yo no podía vivir sin ella?
-Lo siento, no pudimos hacer nada –siguió diciendo-. Su cabeza chocó contra una piedra; murió al instante.
El doctor seguía insistiendo. Estaba visto; se le había metido en la cabeza el hundirme, el destrozarme. Pero no lo iba a conseguir, no. Yo no podía creerme lo que me decía; mi mente no podía concebir una idea semejante.
Sin embargo, mis ojos sí que debieron de creerle, pues empezaron a llorar...
Volví a llorar al ver el cuerpo sin vida, volví a llorar en el entierro..., y ahora, que veo caer la tibia lluvia a través de mi ventana, vuelvo a llorar, y los recuerdos que guardo de ella se amontonan en mi mente como granos de nostalgia incontrolables.

* * *

Recuerdo la primera vez que nos tiramos los platos a la cabeza. Sí, nuestra primera pelea, nuestra primera separación. Fue por una tontería. En un bar, ella empezó a coquetear –demasiado, todo hay que decirlo- con un amigo suyo, y yo, para no desentonar, empecé también a vacilar –también demasiado- con una amiga mía. Total, que acabamos diciéndonos barbaridades y mandándonos al infierno.
En fin, siempre teníamos tiempo para una apasionada reconciliación. Pero los dos teníamos demasiado orgullo, así que ninguno llamó al otro para pedir perdón. Y así pasó una semana –la más larga de mi vida- sin que nos viéramos. Después, una tarde, el azar nos cruzó en una calle. Al verla, sentí deseos de correr a abrazarla, de correr a besarla, pero, por supuesto, no lo hice. En lugar de eso fui hacia ella sin prisa alguna y le dije seriamente, sin besarla siquiera:
-Hola, Olga. ¿Cómo estás?
-Bien, muy bien –respondió sonriendo estúpidamente, como si el pasar una semana sin mí hubiera sido algo maravilloso-. ¿Sabes?, me he echado novio.
Al oír eso me quedé sin habla. Desde luego, ella no parecía haber perdido el tiempo.
-Es muy guapo –siguió diciendo-. Mira, tengo una foto suya. Te la voy a enseñar -dijo echándose la mano a la cartera que llevaba en el bolsillo del pantalón.
Creí que me moría. ¿Cómo es que llevaba ya la foto del novio? ¿Tan en serio iban?
Ella abrió la cartera, enseñándomela.
Yo la miré pensando: “A ver qué cara tiene ese hijo de puta”.
Y lo que vi fue mi propia cara, reflejada. En la cartera llevaba un pequeño espejo oval.
Ella sonrió.
Yo sonreí.
Y nuestras sonrisas se unieron.

* * *

Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que fuimos juntos al cine. Fuimos a ver “Senderos de gloria”, de Stanley Kubrick. Qué gran obra maestra. Todavía tengo grabada la escena en la que los soldados franceses están dentro de la cantina; en el improvisado escenario un hombre anuncia que va a cantar una hermosa chica alemana. Los soldados la piropean, silban, gritan y ríen como animales trastornados por la guerra. La chica, desde luego, es preciosa; está llorando y empieza a cantar débilmente. Poco a poco se hace el silencio.
Sencillamente desgarrador.
Los soldados dejan de reír, de piropearla y de silbar y se quedan como mudos, oyendo la canción. Algunos empiezan a tararear la melodía. Se ven primeros planos de los soldados franceses; sus caras reflejan todo el horror de la guerra. Algunos lloran, lloran como niños, y hasta a mí me empiezan a caer lágrimas.
El coronel Dax (Kirk Douglas) se encuentra en el exterior de la cantina. A él se acerca un sargento que va a entrar para llamar a los soldados. El coronel Dax le dice:
-Déjeles un poco más, sargento.
Al poco, la película termina y se encienden las luces.
En ese momento, recuerdo que yo tenía la cara cubierta de lágrimas.
-Pero bueno, ¿has llorado? –me dijo Olga asombrada.
-Sí –dije tranquilamente-. Ha sido una película buenísima.
-¿Lloras normalmente? –No salía de su asombro.
-Sólo cuando la película me toca el corazón.
-Yo nunca he llorado en un cine –pensó ella.
-Yo hace muchos años que no lloro fuera de un cine. Desde que dejé de ser un crío, sólo lloro en los cines.
-¿Y eso?
-Bueno, recuerdo que, cuando se murieron mis abuelos, lo sentí profundamente, me sentí morir, pero fui incapaz de soltar una lágrima. La amargura, la tristeza, la llevaba por dentro. Era incapaz de exteriorizarla. Y así con muchas muertes y desgracias. En cambio, dentro del cine me pongo a llorar como un tonto. No sé la razón. Supongo que se debe a la magia del cine.
-Es curioso –dijo ella mientras se levantaba.
Yo me levanté también, y empezamos a recorrer la fila de butacas, hacia el cartel que indicaba la salida.
-Según eso –siguió ella-, si yo me muriera, ¿llorarías?
-Oh, no digas eso –le reproché, sintiéndome incómodo.
-Dímelo –insistió-. ¿Llorarías?
No respondí. No respondí nunca. Aunque ahora, ya conocía la respuesta.

* * *

Recuerdo perfectamente la primera vez que hicimos el amor. Fue en su casa. Recuerdo que al entrar me pareció la casa más acogedora del mundo.
-Qué ganas tenía de estar aquí –le dije.
Y dicho esto me lancé en plancha, boca abajo, patinando con todo mi cuerpo sobre el bien encerado parquet.
-¿Qué haces? –me dijo alucinada-. ¿Estás loco?
-Sí, estoy loco –asentí.
Y era verdad. Estaba loco. Estaba loco por ella. E hicimos el amor como locos, varias veces, intentando llegar cada vez más alto, acercándonos cada vez más a la cima del placer. Cuando terminamos, agotados, le comenté:
-Olga, has conseguido hacerme enloquecer.
-Bueno, todavía te puedo hacer enloquecer más –me dijo sonriendo maliciosamente, tal y como sonríe la muerte.
-¿Cómo? –pregunté.
-Dejándote –dijo secamente.
Esa palabra cayó sobre mí como una ballena embarazada. Esa palabra entró por mis oídos y se rompió en pedazos al llegar a mi corazón. Mis ojos se debieron de salir en parte de las órbitas, y mi cara se debió de poner tan blanca como si hubieran dejado caer toda una tonelada de polvos de talco sobre mí.
-Es broma, hombre –aclaró ella, abrazándome y riéndose a mandíbula batiente.
Recuerdo que intenté sonreír, pero no pude.

* * *

Y nunca, nunca podré olvidar el día en que la conocí. Ni por muchos años que viva, ni por mucha amnesia que padezca, jamás podré olvidar aquella maravillosa noche.
Fue en una fiesta que se celebraba en un bar por haber cumplido éste dos años de existencia desde su apertura. Ella llevaba una blusa blanca y una minifalda negra y estaba sentada con dos amigas.
Al verla por primera vez, una sensación muy extraña recorrió todo mi ser. Me di cuenta, inmediatamente, de que no podría dejar de mirarla en toda la noche.
Yo estaba de pie, divirtiéndome con unos amigos, y todos llevábamos ya bastante alcohol en nuestro interior. Supongo que eso fue determinante para lo que ocurrió después, ya que, de no ir yo un poco bebido, difícilmente me hubiera atrevido.
Ocurrió que sus dos amigas se levantaron de pronto y ella se quedó sentada allí, momentáneamente sola.
Yo entonces pasé corriendo entre la gente que había en el bar y me senté a su lado.
Fue un arrebato, un estupendo arrebato.
Ella miraba hacia el infinito, y al notar mi presencia se volvió lentamente hacia mí, como a cámara lenta. Me miró, y sus ojos verdes se clavaron en mí como espadas tremendamente afiladas. Al presenciar de cerca toda su belleza, me estremecí, y el ciego que llevaba hacía unos instantes se me pasó por completo. Toda mi pasión se derrumbó bajo su mirada; y la miré alucinado, cortado, sin poder articular palabra.
Ella me miraba sonriendo dulcemente, como esperando que le dijera algo. Y yo, tímido de mí, no era capaz ni de decirle “hola”. Tampoco era capaz de irme de allí, con el rabo entre las piernas, ya que sus ojos me sujetaban como un imán.
-¿Cómo te llamas? –me preguntó.
-Eh... David –respondí, dando gracias a Dios por dentro-. ¿Y tú? –le dije mientras nos dábamos los dos besos de rigor.
-Olga –contestó.
Olga. Me sentí felizmente ridículo al habérseme presentado ella. Fue una sensación extraña, maravillosa.
-¿Tienes moto o coche? –preguntó ella de pronto.
Esto me cogió desprevenido. Pensé por un momento en mentirle, pero le dije la verdad:
-No. No tengo coche ni moto.
-Me alegro –dijo ella sonriendo-. No me gustan los chicos que tienen coche o moto.
-¿De veras? –dije aturdido-. Es la primera vez que oigo algo así.
-Sí, sí –asintió ella-. No quiero saber nada de un tipo que tenga coche o moto.
-¿Por qué? –pregunté.
-Por miedo –respondió ella, y su rostro palideció.
-¿Has tenido algún accidente? –me atreví a preguntarle.
-No, yo no. Pero mis hermanas sí.
-¿Qué pasó?
-Bueno, mi hermana mayor salía con un chico que tenía coche y tuvieron un accidente en la carretera. El chico sufrió heridas leves y mi hermana murió.
Me quedé de una pieza. Desde luego, ella no parecía mentir; se reflejaba la verdad en su rostro.
-Mi hermana la mediana –siguió contando- salía con un chico que tenía una moto, y tuvieron también un accidente. El chico se rompió las piernas y mi hermana murió.
Yo seguía como una piedra, mirándola compungidamente, paralizado por sus palabras.
-Y yo soy la pequeña –continuó-, la única que está con vida. Y, como comprenderás, no tengo ganas de morir.
-Entiendo –dije débilmente.
Ella tomó el cubata que tenía en la mesa y dio un sorbo.
-Bueno, pero yo no soy un peligro para ti –le dije con voz temblorosa-. No tengo coche ni moto. Creo que te convengo.
-Sí, me convienes –reconoció, mirándome con sus ojos vivaces mientras dejaba el cubata en la mesa.
Y entonces se acercó a mí, me sonrió con sus ojos y su dulce boca besó la mía. Fue como una puñalada de fresa; algo tremendamente impactante que me dejó un delicioso sabor de boca.
En ese momento, comprendí que algo maravilloso iba a comenzar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un cuento triste pero muy bonito. Sigue así.
Besos