martes, 14 de agosto de 2012

EL CUENTO MUTILADO



Cierto día –hace ya algunos años- decidí presentarme al concurso de relatos de mi ciudad. No sabía bien lo que hacía, desde luego. Si hubiera sospechado entonces que mi obra iba a acabar siendo arrancada, mutilada... En fin. Paso a paso. El concurso estaba dotado con un primer premio y dos accésits y seleccionaban además otros siete cuentos para su publicación en forma de libro, y a los diez elegidos se les regalaban veinte ejemplares de dicho libro. No estaba mal, se podría pensar; estaba claro que no iba a ganar (ni soñarlo, vamos), pero por lo menos con un poco de suerte me publicaban el cuento y además lo podía dar a los amigos. “Eso ya era algo”, me decía con candidez. Definitivamente, no sabía dónde me metía.
La primera vez que me presenté (porque hubo varias) lo hice con un solo cuento. Se podían presentar cuantos cuentos se quisieran, pero yo estimé que con un relato y mi talento ya era suficiente para arrasar. Supongo que también tuvo algo que ver el hecho de que hubiera que presentar el cuento por quintuplicado, que la pela es la pela y un aspirante a escritor se ve obligado a realizar cualquier trabajo –vejatorio incluso- para poder pagar tanta fotocopia y tanto envío. El cuento, por cierto, estaba escrito a máquina, y eso que ya por entonces se estilaba pasar todo a ordenador, todo el mundo tenía ordenador, vamos; pero a mí, tengo que confesarlo, esos bichos llenos de cables no me acababan de convencer. Seguía fiel a mi máquina de escribir, “hasta la muerte”, me decía. El caso es que llevé el cuento en mano a las oficinas de Cultura (una cosa que me ahorraba en Correos) y allí una mujer muy amable me atendió y me entregó un resguardo con el número del cuento: 153, creo recordar. Faltaban todavía varios días para que acabara el plazo de entrega de originales, así que aún se podrían presentar muchos más. Al ver el abultado montón de relatos recibidos, todos apilados en cinco montones, pensé que a lo mejor no era tan fácil ser uno de los diez elegidos.
Y no me equivocaba, ya que no lo fui. Ni premio, ni accésit, ni seleccionado. Pero había aprendido algo (o eso creía, ingenuamente) y al año siguiente me presenté (je, je, soy un genio) ¡con dos cuentos! Ahora sí que era mi hora, me decía. Claro, supeditar todo a un solo cuento no había sido muy lógico por mi parte. Pero ahora, ya con dos, era diferente. Los volví a presentar en mano y escritos de nuevo a máquina. Allí, una mujer muy amable (la misma del año anterior, claro) me comentó: “Tú te presentaste el año pasado, ¿verdad?”. “Así es”, respondí, contento de su buena memoria. “Lo sabía”, sonrió, “Eres el único que presentó el cuento a máquina. Como este año, por lo que veo”, remarcó y depositó las cinco copias de los dos cuentos sobre cinco grandes montones, más o menos tan altos como los del año anterior. Avergonzado, caí en la cuenta de que todos los cuentos que se veían desparramados -como el de arriba y los que sobresalían por los lados-, sí, todos estaban escritos a ordenador. Como el año anterior, por supuesto, aunque en ese momento no le diera a semejante constatación mucha importancia. Pero la tenía, no cabía duda. Todo el mundo escribía a ordenador menos yo. Yo era un paleto, un borrego, un retrasado tecnológico.
Por supuesto, como no podía ser de otra manera, ni gané el premio, ni me dieron ningún accésit, ni fui seleccionado siquiera. Fue como si silenciosamente, aviesamente, me dijeran todos los miembros  del jurado: “Cómprate un ordenador, coño, y deja de hacer el imbécil”. Entendí el mensaje, pero no me compré un ordenador (menudo soy yo). Eso sí, conseguí uno (un tastarro, tan viejo y traqueteante como mi máquina de escribir), pero prácticamente gratis, ¿eh?
Al año siguiente, en lógica progresión, decidí presentar tres cuentos al concurso. Y escritos a ordenador. La bomba, vamos. Tres cuentos, tres, tres posibilidades de triunfo. Y a ordenador. No podía fallar. Ahora sí que no. Era pan comido, me decía. Mi estrategia, por fin, estaba bien trazada. Sólo faltaba elegir los tres cuentos, lo más importante ya estaba hecho. Pronto me decidí por dos: para casi todo el mundo, eran fantásticos (de fantasía, vamos). Sólo me faltaba elegir otro más. Un último cuento con que redondear la jugada. Tras sopesar unos cuantos, pensé, medio en broma medio en serio, en enviar un cuento pornográfico que había escrito recientemente, diciéndome a mí mismo: “A ver, has probado casi todos los géneros. ¿Cuál te falta? El pornográfico”, pensé rotundamente, y dicho y hecho. A los pocos días lo había terminado, de un tirón. Le comenté a mi chica que qué le parecía el enviarlo. A ella, curiosamente, le pareció una idea estupenda. “Los del Ayuntamiento son unos verdes”, me dijo, “Sí, mándalo”. Sin embargo, a mí el mandarlo me parecía muy poco apropiado. ¿Cómo iba a ser recibido un cuento declaradamente pornográfico en un concurso literario más o menos serio? Si no me atrevía a mandar cuentos de ciencia ficción, por no quedar mal, como un inmaduro, como un subnormal, ¿me iba a atrever en cambio a enviar uno porno? No sé bien cómo, pero me atreví. Me dije a mí mismo, qué coño, el cuento es bueno, pornográfico, pero no está mal. Sin embargo, creo que en el fondo lo presenté para incordiar, como una forma de cachondearme, no sé bien de qué, como si hubiera hecho una apuesta estúpida conmigo mismo, como si me hubiera dicho: “¿A que no hay huevos de enviarlo?”. Y lo envié, claro (por huevos va a ser), junto a dos joyas literarias, eso sí, que valían su peso en oro.
Llegó la fecha del fallo del concurso y por primera vez estaba hecho un manojo de nervios. Tenía la sensación, casi la certidumbre, de que esta vez estaban los hados de mi lado. No podía fallar, ya estaba maduro para el premio, me repetía. Pero un año más, lamentablemente, el premio no llegó. Me enteré por la prensa, como siempre. Señalaban el nombre del ganador, y no coincidía con el mío, y los de los dos accésits, y tampoco. De nuevo, no había ganado. ¿Qué había fallado? ¿Cómo podía ser? Me hundí. Creo que toqué fondo. Era una mierda de escritor, eso era lo que pasaba. Sin embargo decidí analizar fríamente la situación. Había mandado tres cuentos, el número mágico, y no había servido de nada. Por primera vez los había presentado a ordenador (todavía recordaba la cara de aprobación de la mujer tan amable de Cultura cuando le pasé las copias a ordenador), pero tampoco había servido de nada. Tal vez, me dije, por lo menos había sido seleccionado (en el periódico no mencionaban para nada los seleccionados, sólo los premiados). Sin embargo, pasaron varios días y ninguna carta llegó a mi casa para informarme de ello, nadie llamó para decirme que había sido seleccionado. No, de nuevo había fracasado por completo. ¿Por qué? No tuve ninguna duda: por haber enviado el cuento pornográfico. Eso había perjudicado a los otros dos cuentos. Los otros dos eran buenísimos, muy bien escritos, muy bien llevados, con un gran estilo, pero claro, oh, fatalidad, estaban escritos con el mismo tipo de letra que el tercero, el pornográfico, y claro, ningún miembro del jurado iba a premiar a un degenerado que escribía guarradas. El cuento había hecho desestimar a los otros dos, que no tenían sexo en sus páginas pero llevaban el estigma, la marca del mismo perturbado autor. Lo comprendí claramente: mandar tres cuentos había estado bien, sí, en eso no me había equivocado, pero no había acertado con el tercero. Lo había mandado medio en broma, por hacer la gracia, y la gracia, la broma, me había salido muy cara. Una mala elección, eso había sido. Me dije que al año siguiente mandaría tres, sí, de nuevo tres, pero ninguno pornográfico. La próxima vez, desde luego, me lo tomaría más en serio. Había aprendido la lección, una vez más, a fuerza de equivocarme.
Sin embargo, dos semanas después del fallo del premio, cuando ya casi ni me acordaba del concurso, una carta del Ayuntamiento apareció en mi buzón. Me anunciaban, para mi sorpresa, que uno de mis cuentos había sido seleccionado. Increíblemente, ¡habían seleccionado el cuento porno! Sonreí por partida doble: me habían seleccionado, cuando ya no contaba con ello, y para más inri habían elegido el cuento pornográfico. Al final iba a resultar que los del Ayuntamiento eran unos verdes, como había dicho mi chica. Me embargó una gran emoción. No iba a ganar nada de dinero, qué se le va a hacer, pero me iban a dar veinte ejemplares del libro, y así por lo menos podría regalar el cuento a los amigos.
A los pocos días, por correo urgente, me enviaron las pruebas del relato para que las revisara. Con un rotulador rojo para la ocasión, localicé y señalicé unas treinta erratas en las diez páginas del relato y lo devolví resueltamente al Servicio de Cultura. Allí me enteré de que en el libro sólo íbamos a ser nueve los elegidos en lugar de los diez habituales. Al parecer, un conocido escritor con varias novelas ya publicadas había sido elegido entre los diez, pero sólo como seleccionado, y claro, había declinado aparecer en el libro para no desacreditarse como narrador solvente o para poder enviar el relato a otro concurso, vete a saber.
Un mes y medio después se presentó el libro. Acudí a la presentación, por supuesto; para estas cosas me puede siempre la curiosidad. Además, a todos los asistentes se les regala un ejemplar, y así me pude ir de allí con el libro ya en mi poder, ya que los veinte ejemplares pertinentes se nos enviarían por correo más adelante. Al releer entonces mi cuento, descubrí que todavía aparecían unas ocho o nueve erratas. El corrector se había tocado los huevos, el muy cabrón. Por supuesto, no fui el único perjudicado. En prácticamente todos los cuentos había erratas. (Esto pasaba porque no pedían los cuentos en disquette; en el fondo, los del Ayuntamiento estaban casi tan atrasados tecnológicamente como yo.) Tengo que aclarar que siempre he tenido una mala relación con las erratas, hasta límites insospechados. Tal vez sea una extraña manía que tengo. Pero no las aguanto. De verdad que no. Son capaces, a su manera, de destrozar por completo un cuento. Recuerdo que uno de los primeros cuentos que publiqué, en una antología infecta que no quiero ni mentar, apareció prácticamente muerto y rematado. El relato estaba salpicado con unas erratas tan bien distribuidas que conseguían hacerlo completamente ininteligible: faltaban palabras enteras en cualquier frase, desaparecían artículos y preposiciones como por arte de magia. El cuento, para mayor tragedia, era hiperbreve, y cada palabra era definitiva. El cuento tenía quince erratas (de las gordas) en doce líneas. Más erratas que líneas, sí, no es fácil llegar a semejante precisión.
En este caso, todo hay que decirlo, no era tan grave. Se podía arreglar mal que bien. En plan chapucero, claro. Decidí corregir las erratas directamente sobre el libro impreso, con un rotulador negro de punta fina, a fin de que se pudiera leer el relato como estaba en un principio concebido (o sea: sin erratas). Me sentía un poco estúpido corrigiendo el libro, para qué negarlo, pero pensaba que las personas que lo leyeran lo agradecerían. (A mí, por lo menos, me cabrea mucho el encontrarme con errores en los textos.) Que mi cuento podía ser una mierda, sí, desde luego, pero por lo menos que apareciera tal cual era. Sin embargo, la edición, por otra parte, tampoco ayudaba mucho: un tipo de letra pequeña, horrible, una maquetación de aficionado, una portada que se doblaba como si fuera de mal papel... Bueno, esto último no solía ser así. (El resto sí, el Ayuntamiento llevaba toda la vida sacando ediciones lamentables.) Parece ser que la portada había salido defectuosa y, claro, decidieron sacar otra edición con una nueva portada que no se doblara tan fácilmente. Por tanto, se retrasó el envío de los nueve relatos a los nueve elegidos. Dos meses después de la presentación del libro, sí, ¡dos meses después!, me llegaron mis veinte ejemplares.
Había que repartirlos entre la familia y las amistades. Pero primero había que “limpiarlos” de las erratas. Así que cogí mi rotulador negro y fui tachando los errores, página a página, un ejemplar tras otro. A continuación, ya sólo quedaba repartirlos, entregarlos. Creo que en ese momento, acaso por vez primera, caí pasmosamente en la naturaleza de mi cuento. Era pornográfico. ¿Cómo se lo tomarían todos? Bueno, mi madre se había leído muchos de mis cuentos, todos le parecían bien y sabía que era un guarro; no había ningún problema, vamos. Mi hermana, mi hermano, bueno, ya me conocían. Sin embargo, mi suegra... Mi suegra... No creo que le encontrara la gracia (porque era pornográfico pero divertido o, por lo menos, pretendía serlo). No, mejor no darle ningún ejemplar. El problema era que ella sabía (por mi chica) que yo había sido seleccionado. De todas formas, no tuve valor para dárselo. Lo único que le fui dando fueron largas: que era una mala edición, que había erratas, que no era gran cosa, que no me quedaban más ejemplares (lo último, por cierto, también era cierto: me los solté todos rápidamente, como si me quemaran).
Y llegaron las reacciones. Las amigas me decían “que estaba muy bien, pero muy guarro” o bien “está bien escrito, muy divertido, pero eres un guarro”. Por lo menos, eran sinceras o, al menos, lo parecían. Los amigos lo acogieron con cierta perplejidad. “¿Un cuento porno?”, me decían extrañados. Un gran amigo (que desde ese día todavía lo quiero más) me hizo el comentario que me llegó al alma. Me dijo que al leerlo se puso como una moto, cachondo perdido, y que estuvo a punto de pajearse allí mismo. ¡Dios mío, mi cuento había provocado una erección! ¡Había triunfado!, no cabía duda. El cuento había cumplido con sus propósitos. Uno escribe un cuento triste y espera que el lector se emocione. Uno escribe un cuento divertido y espera que el lector se ría. Uno escribe un cuento porno y espera... sí, que el lector se excite. Todavía hoy, se me erizan los vellos de mi nuca al recordar las palabras de mi amigo. Por lo demás, el mundo no cambió lo más mínimo por el hecho de que apareciera un cuento mío en una triste antología.
Un buen día, poco tiempo después, vi el lomo del libro en la biblioteca de donde soy socio. Sé perfectamente que este tipo de libros apenas se cogen, apenas se prestan, pero me daba cierta rabia pensar que las cuatro o cinco personas anónimas que lo leyeran lo leyeran con las nueve erratas malditas. Así que decidí solucionarlo y al día siguiente me presenté en la biblioteca con un rotulador negro con la fría determinación de corregirlo. Tomé el libro, abrí las páginas, localicé los errores, pero me di cuenta de que si me sentaba en una de las sillas de la biblioteca y lo retocaba allí mismo me iban a tomar por un perturbado, por un salvaje escribiendo sandeces en un libro. No, era una estupidez supina, una locura. Decidí llevármelo, pero como en ese momento tenía ya tres libros en casa (el tope de lo que se podía sacar) no me lo podía llevar, así que dejé lo de llevármelo para otro día. Una semana después, más o menos, volví a la biblioteca. Me daba cierta vergüenza coger un libro en el que aparecía un cuento mío (no sea que me viera alguien, debía pensar) y, además, me resultaba patético el querer apañar las erratas para futuros e hipotéticos lectores, así que lo tomé de la estantería de un rápido movimiento, casi furtivamente, sin hojearlo lo más mínimo, lo tapé de forma solapada con una gran novela que cogí en ese momento al azar, para que no se notara mucho lo que me llevaba, pasé los dos libros por la máquina y me fui de allí con pies ligeros, como un espía internacional que ha robado unos importantes informes para sabotearlos. Al llegar a mi casa, abrí el libro. Y lo abrí directamente por mi cuento. No era difícil conseguir esa proeza. Habían arrancado mi cuento. De cuajo. Aparecía la primera página de mi cuento (la segunda carilla, digamos, la par) y, al lado, el inicio del siguiente relato, la página en la que aparecía el título del cuento y el nombre del autor. Entre medio, sobresalían unos trozos dentados de las cuatro hojas del cuento que faltaban. De cinco hojas (diez páginas numeradas) sólo habían dejado la primera. Y la anterior, en la que figuraba solamente el título del cuento y mi nombre. Una imagen vino a mi mente: un hombre mayor, arrancando las hojas en un arrebato de furia y gritando: “¡¡Esto es pornografía!!”. Rompí a reír, no pude evitarlo. Me parecía divertidísimo, mi cuento había conseguido una reacción encendida, un rechazo, una forma de censura bárbara. Sin embargo, había algo en ese razonamiento que no acababa de cuajar y de entenderse del todo. ¿Por qué había dejado entonces la primera hoja intacta? Si era una forma de censura, ¿por qué había dejado el inicio? De hecho, en el inicio ya había sexo explícito, una buena felación, vamos. ¿Por qué dejar eso? ¿Para que la gente viera que era pornográfico lo que había arrancado? ¿Para justificarse? No, no tenía mucho sentido. Había que pensar en otra opción. Como soy un paranoico, no tardé en pensar otra explicación. Habían arrancado las páginas para joderme. A mala hostia. Sin duda alguna, alguien que me conocía. ¿Pero quién? ¿Quién podía haber hecho eso? Bueno, todos tenemos enemigos (¿quién no?), pero no me imaginaba a nadie haciendo eso, la verdad, arrancando hojas de un libro como forma de afrenta. ¿Qué conseguían con eso? Nada, absolutamente nada. El libro se repondría a la larga, yo nunca me enteraría de nada (en condiciones normales, claro). ¿Para qué entonces molestarse? Y además, si me querían borrar, eliminar, ¿por qué dejar la página en la que aparecía mi nombre y el título del cuento? ¿Por qué dejar la primera página del relato? No, no tenía ningún sentido. Se mirara como se mirase, no tenía ningún sentido. Sin embargo, podía tenerlo; sólo había que encontrarlo. Se había instalado una duda en mi mente, un enigma, e iba a hacer lo que fuera, lo que estuviera en mi mano, para aclararlo. Por mis cojones, me dije, me iba a enterar de quién había arrancado mi cuento.
Le expliqué a mi chica lo que había pasado y le pregunté qué le parecía todo. “Ha sido un fan”, dijo ella sonriendo. “Imposible”, medité, “El fan no hubiera dejado la primera página”. “Cierto”, aceptó, “Veamos... Y si lo hubiera empezado a copiar, pero se cansa de escribir y decide arrancarlo”. “No se sostiene”, le dije, “Lo fotocopia, no lo arranca”. “De acuerdo. No sé... Pero ha sido un hombre”, declaró rotundamente. “¿Por qué?”, quise saber, intrigado. “Ninguna mujer arrancaría las hojas de un libro”, se explicó ella. Sonreí. “No le veo la lógica a tu explicación, pero te diré algo: Estoy de acuerdo. Estoy seguro de que esto lo ha hecho un hombre. Sencillamente, le pega hacerlo a un hombre. Observa. Las hojas están arrancadas de cuajo, dejando parte de la hoja en el libro, sin molestarse en disimular que ha arrancado las páginas. No es un trabajo limpio, en definitiva. Una mujer hubiera recortado las puntas de las hojas con unas tijeras, lo hubiera dejado de tal manera que no se notase que faltan páginas. Sí, las mujeres sois concienzudas, meticulosas, aplicadas. No unos dejados como los hombres”. “Estoy completamente de acuerdo”, asintió ella, ”Me has convencido. Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora?”, me preguntó para zanjar el tema. “Volver al lugar del crimen”, le dije con una idea en mente.
Al día siguiente volví a la biblioteca con el libro mutilado oculto en una bolsa. Como buen paranoico, en primer lugar hojeé varias antologías en las que figuraban cuentos míos. La imagen de una persona que arrancaba mis cuentos de todos los libros de la biblioteca pugnaba con fuerza por salir. Afortunadamente, mis cuentos seguían ahí. La idea de un asesino sistemático de mis cuentos estaba bien, pero no resultaba plausible, gracias a Dios. Por otro lado, no había a la vista ningún ejemplar más de la edición en la que aparecía mi cuento. De hecho, no creo que hubiera más ejemplares (yo, por lo menos, no había visto más). Con lo que se cogía el libro, se podría pensar, con uno valía. Sin embargo, por si acaso, me iba a enterar si había más. Podía mirarlo en los ordenadores de consulta, pero yo necesitaba más información, así que me acerqué al mostrador de información. Tengo mucha confianza con dos o tres personas de la biblioteca (son muchos años viniendo y, además, cuento cuentos de forma periódica en la propia biblioteca), así que le hice un gesto a la encargada con la que tenía más confianza y pasé dentro a su lado. Ella estaba sentada ante un ordenador, algo alejada del mostrador. Mejor así. Más intimidad. Le conté brevemente el caso, como si fuera un chiste muy divertido, y le enseñé el libro. Ella se asombró sobremanera. “¿Quién ha podido hacer esto?”, se preguntó. La cosa empezaba bien, la verdad. Yo le pregunté si había algún otro ejemplar, no sea que hubiera corrido la misma suerte. Ella consultó en el ordenador y sí, en los fondos había otro ejemplar, pero todavía no lo habían catalogado y, por lo tanto, no había salido todavía al público. Así pues, como yo me había imaginado, a efectos prácticos sólo había un ejemplar. Y ese ejemplar, hacía una semana, se encontraba bien, ya que yo lo había hojeado. Si a esto sumamos que los de relatos son libros que se prestan poco, en la anterior persona que había cogido el libro estaba a buen seguro la persona que lo había destrozado. “¿Podríamos ver las últimas personas que han cogido el libro?”, le pregunté, como si la idea se me hubiera ocurrido en ese momento. Me sentí transportado a la película Seven. “Es información confidencial”, me informó ella. “Lo sé”, asentí, “Pero sólo necesito un nombre, el anterior a mí”. “Tienes suerte”, me sonrió, “Los dos últimos se pueden ver”. Como el último era yo, me abrió directamente los datos del anterior. Primero vimos su número de carnet de socio. Luego las casillas de sus datos, todavía en blanco. Mientras esperábamos que aparecieran, yo sentía una emoción y una tensión indescriptibles (y creo que en parte ella también). Yo era un intrépido investigador, ella, la experta en informática, e íbamos a averiguar el nombre de mi oponente. Al poco aparecieron sus dos apellidos. Afortunadamente, no me decían nada. Poco después apareció el nombre. Nombre de hombre. Tampoco me decía nada. Aliviado, le di las gracias a la bibliotecaria y le pedí que perdonara que hubiera sido tan paranoico. Ella le restó importancia. En realidad, creo que ella tenía tanta curiosidad como yo en ver el nombre del responsable. Por mi parte, había memorizado el nombre, por supuesto, y en cuanto salí de la biblioteca lo escribí en un papel. El nombre de la persona que había arrancado el cuento estaba en mi poder.
Poder. Sí, eso era lo que sentía. El poder insustancial de saber. Aunque, en realidad, claro, nada era seguro. Una persona podía haber arrancado las hojas del libro en la propia biblioteca, sin sacarlo de allí. Pero arrancar las hojas de un libro, dentro de una biblioteca, no sé, no lo veía nada fácil. Ni lógico. Sin embargo, ¿acaso había algo lógico? Bueno, lógico o no, tenía el nombre del responsable y de momento me encontraba mucho más tranquilo. Como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Cuando llegó mi chica a casa le enseñé el nombre escrito en un papel y le dije lacónico: “Éste es el que lo ha hecho”. Ella miró el nombre y me preguntó: “¿Lo has buscado en la guía?”. No, no lo había buscado. Así que cogí la guía de la ciudad y busqué los apellidos culpables. El primero lo encontré, pero no había ninguno con el segundo también. Mala suerte. “Lástima”, me dijo mi chica, “Podías haberle llamado, haberte hecho pasar por un empleado de la biblioteca y acojonarlo”. Caramba con mi chica. Cómo se las gasta. “¿Sabes qué quiere decir que no aparezca en la guía?”, me dijo a continuación, “Que es joven, que vive todavía con sus padres. No es una persona mayor; si no, seguramente aparecería. Además, es lógico. Los mayores van a la biblioteca a leer el periódico, alguna revista, pero apenas cogen libros. La mayoría de los socios son estudiantes, adolescentes. Ha sido un chaval, un adolescente”. “Sí, seguramente tienes razón”, me dije. No había visto su edad en la ficha, pero, desde luego, por probabilidad, lo más fácil es que hubiera sido un adolescente. La imagen de un hombre mayor arrancando las páginas cual censor se esfumó de mi mente. Sin embargo, ¿por qué iba a arrancar las hojas un adolescente? Tomé el ejemplar del libro que guardo en casa y lo abrí por donde habían sido arrancadas las páginas en el de la biblioteca, como buscando respuestas en el propio libro, en el propio cuento. Sí, tal vez en él estuviera la clave, la pista que faltaba. Lo volví a leer. El narrador es ciego y al principio cuenta su primer encuentro sexual con una mujer. La describe a ella físicamente a través del tacto y de los olores. Todo muy sensualmente, claro. Ella, muy lanzada, muy cachonda, toma las riendas (ya que ella no es ciega) y le baja los pantalones, los calzoncillos, y se la empieza a chupar con la destreza que da la experiencia. Pero entonces un resplandor blanco le golpea con fuerza al ciego y, poco a poco, empieza a ver. Sí, gracias al sexo, increíblemente, puede ver todo lo que le rodea, a la chica trabajándole y demás. Cada vez se encuentra más excitado y aturdido, todo es nuevo para él. Y entonces pasa la acción a la siguiente página, la que habían arrancado. Sí, en lo más interesante, habían arrancado la página. No tenía mucho sentido. “Si alguien leyera sólo la primera página, creo que se quedaría con las ganas”, pensé en voz alta. “¿No te das cuenta?”, me dijo mi chica, “Ahí está la explicación”, y rompió a reír, “Un chaval se ha animado con el cuento y ha acabado corriéndose sobre las páginas del libro. Como con el pringue resultante se han pegado varias hojas, el chaval, avergonzado, ¿qué hace? Las arranca y elimina las pruebas de lo que ha hecho”. Me quedé mudo, doblemente sorprendido. Primero, porque se le hubiera ocurrido una explicación así a mi chica (y no a mí), y segundo, porque casaba todo perfectamente. La mente femenina es retorcida, desde luego. Tenía sentido, tenía mucho sentido. Un adolescente no es un censor, sino todo lo contrario, es un salido, pensando siempre en lo único. Era sólo una hipótesis, pero –no podía evitarlo- me encantaba. “Enigma resuelto”, pensé.


sábado, 11 de agosto de 2012

EN EL FESTIVAL DE CINE DE CALANDA

Ayer, en el Festival de Cine de Calanda, se presentaron las novelas "Asesinato en el club nudista", de Roberto Malo, y "Una familia normal", de Santiago Gascón. En la fotografía, Santiago Gascón, autor de "Una familia normal", Javier Espada, director del Centro Buñuel Calanda y del Festival de Cine 22 x Don Luis, Roberto Malo, autor de "Asesinato en el club nudista", y David González, editor de Nalvay.

Fue un acto ameno y divertido que contó con una notable asistencia y tanto Santiago como un servidor firmamos un buen puñado de libros. Lo cierto es que pasamos una jornada de cine (en todos los sentidos) y las gentes del festival nos trataron de maravilla. Habrá que volver, sin duda. 

Os podéis descargar el primer capítulo de "Asesinato en el club nudista" (las 25 primeras páginas) en la web de Nalvay:

 

miércoles, 8 de agosto de 2012

PRESENTACIÓN DE "ASESINATO EN EL CLUB NUDISTA" EN EL FESTIVAL DE CINE DE CALANDA

El libro "Asesinato en el club nudista" (Nalvay, 2011), finalista en los Premios Ignotus en la categoría de mejor novela corta, se presentará el viernes 10 de Agosto en el Festival de Cine de Calanda.

 
La VIII edición del Festival de Internacional de Cine “22 x Don Luis” que se presenta bajo el lema “La Pulsión de la Mirada” cuenta este año para su cartel con una fotografía de Ouka Leele y recoge una amplia representación del mejor cine de autor y actividades paralelas relacionadas con el cine entendido como cultura.
El festival cuenta en la Sección Paralela una muestra de cortometrajes aragoneses “Made in Aragón”, que presentará 9 títulos con la presencia de varios de los realizadores.
También, en esta sección, se mantiene el compromiso del cine con los Derechos Humanos con varios títulos destacados y una mesa redonda. Participarán en esta sección Rosa Mª Calaf, Ouka Leele, Rafael Gordon y Sandra Barrilaro, entre otros.
Para completar esta sección se incluye una selección de cortometrajes de cine amateur procedentes de Barcelona y Madrid.
En la Sección Oficial se proyectarán 10 películas procedentes de México, Argentina y España, y contaremos con  directores, actores y distribuidores que presentarán ante el público las obras, optando al premio del público al mejor Cortometraje y mejor Largometraje.
Las actividades paralelas cuentan este año con  Pablo Blanes que inaugura su exposición fotográfica “abstrActor. Cuarta Pared”,  que estuvo en la pasada edición del Festival de Cine Español de Málaga.

La literatura estará presente con Roberto Malo y su libro-guión “Asesinato en el club nudista” y con Santiago Gascón que presenta su novela “Una familia normal”.

Para los más pequeños se ha organizado un taller de cine dirigido por el actor y director mexicano Ricardo Dávila. El trabajo final se proyectará el sábado 11 de agosto.
En la Gala de Clausura, se llevará a cabo la entrega de premios, se rendirá homenaje a Ventura Pons, Ouka Leele y Carmen Paris. El acto será presentado y conducido por Sergio Muro y Nieves Bertol
Durante la semana visitarán Calanda Pablo Blanes (expo fotográfica “abstrActor. Cuarta Pared”), Ricardo Dávila (director del corto “Los encantados” que dirigirá el curso de cine para niños), Hugo Ruiz (director de “Libertad”), Vicky Calavia (directora de “Tu alma es un paisaje escondido” y coordinadora de “Made in Aragón”), Rolando Flores (director de “Cabos sueltos”), Héctor Zampaglione y Luis Angel Bellaba (que presentarán el largometraje argentino “El estudiante”), Abdelatif Hwidar y Adán Aliaga (directores de “Kanimambo”), Rosa Mª Calaf (presentado la película de Roberto Lozano Bruna “Los ojos de la guerra”), Eric Francés (director de “The last skay”), Max Lemcke  y Fernando Tejero (director y protagonista de “5 metros cuadrados”), Martin Sastre (director de “Miss Tacuarembó”), Ouka Leele (directora de “PourQuoi?”), Alfonso de Lucas Buñuel, José Miguel Méndez y David González (presentando cine amateur desde Barcelona), Jesús Carlos Riosalido (del histórico cine club amateur madrileño), Carlos Bardém (intérprete en la película mexicana “Días de gracia”), Carmen París (que presenta el cortometraje de su padre, Salvador Paris, “De hombres es errar”), Ventura Pons (director de “Año de gracia”), Rafael Gordón (director de “La mirada de Ouka Leele”, película ya proyectada en este Festival) Isabel Caparrós (productora de “PorQuoi?”), Sandra Barrilaro, Roberto Malo (autor de “Asesinato en el club nudista”) y Santiago Gascón (autor de “Una familia normal”)
En resumen, se van a presentar 34 películas para homenajear a Luis Buñuel, algunas de ellas estrenos en España, y se van a realizar, a lo largo de la semana diversas actividades como exposiciones fotográficas, mesas redondas, presentaciones literarias y cine para los más pequeños.
Este Festival es posible por la colaboración y el apoyo de: Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (ICAA), Gobierno de Aragón (Departamento de Educación, Universidad, Cultura y Deporte), Ayuntamiento de Calanda, Corporación Aragonesa de Radio y Televisión, Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), Instituto de México en España (IME).
También han colaborado Abaco Digital, Artix, Bodegas Bordejé, Caja Rural de Teruel, Cooperativa Calandina, Cooperativa San Miguel, Corona de Aragón, Línea Diseño, Proyectaragón, Tienda Universitaria de Zaragoza y Tolocha Producciones.
Días después del 29 aniversario del fallecimiento de Buñuel queremos ofrecer un homenaje en Calanda, abriendo una ventana al cine que creemos le hubiese gustado ver a Don Luis, jugando con la “pulsión de la mirada”, ese deseo de mirar y ser visto que da sentido al séptimo arte y a la octava edición de este Festival.

En la fotografía, Roberto Malo, autor del libro, y David González, editor de Nalvay, en una pasada presentación de "Asesinato en el club nudista". De nuevo estaremos juntos, y en Calanda nada menos. ¡Nos vemos!

jueves, 26 de julio de 2012

RESEÑAS DE "LA MAREA DEL DESPERTAR" (14)

Pedro J. Barras reseña "La marea del despertar" (Hegemón, 2007) en Revista Prótesis. Pongo el enlace a continuación:


En la fotografía, Unai Herrán y Roberto Malo en la presentación de "La marea del despertar" en la Fnac de Donosti.

Y pongo a continuación un fragmento de vídeo (el momento teletienda) de la presentación de "La marea del despertar" en la librería madrileña Estudio en Escarlata, en noviembre de 2007, con Unai Herrán y Roberto Malo:

domingo, 22 de julio de 2012

LA REVISTA ACUSADORA





Teresa la encontró mientras limpiaba el cuarto de su hijo. Había abierto un cajón y ahí estaba, a la vista.
-¡Manolo! –chilló-. ¡Veeen!
Manolo llegó casi corriendo.
-¿Qué sucede? ¿Por qué gritas de esa manera?
-Mira –le dijo mientras le enseñaba la revista.
Manolo la cogió.
-Estaba en su cajón –aclaró Teresa.
-¿Por qué tiene “esto” nuestro hijo? ¿Estás pensando lo mismo que yo?
-Oh, Manolo, tiene sólo dieciséis años. ¿Qué le ha pasado? ¿Qué hemos hecho mal?
-Bueno, bueno, no hay que alarmarse. Puede tener una aclaración lógica. Quizás se la haya dado un pervertido y, como nuestro hijo es un pedazo de pan, no habrá sabido decir que no y se la habrá quedado.
-Pero Manolo, ¿sabes lo que significa el que tenga esta revista?
-Venga, cariño, eso no lo quiero ni pensar. No me lo puedo creer. Tiene que haber una explicación, por muy retorcida que sea... Y en cuanto venga, eso sí, se lo tenemos que decir.
-Sí, hay que hablarlo con el chico, largo y tendido si hace falta...
En ese momento sonó el timbre de la puerta. Teresa y Manolo dieron un respingo.
-Será el tío Cristóbal –tranquilizó Teresa-. Me avisó de que vendría.
-Ya voy a abrir.
Manolo abrió y entró Cristóbal.
-Buenas tardes –saludó Cristóbal afablemente-. ¿Qué tal, Manolo?
-Mal. Pasa, pasa. Ahora te explicaremos.
-Vaya, ¿de qué se trata?
-Siéntate en el sofá, anda –le indicó Manolo.
Cristóbal se sentó en el cuarto de estar y Teresa entró en la habitación.
-Hola, Teresa.
-Hola, Cristóbal.
Pasó un ángel.
-Bueno, ¿qué es lo que sucede? –preguntó el tío Cristóbal, algo preocupado al observar tantas caras largas.
-No sé cómo empezar... –habló Manolo-. En fin..., no es seguro..., pero quizá sea que..., aunque...
-Oh, diablos, ¿qué pasa? –volvió a preguntar Cristóbal-. Al grano, coño. Me estáis poniendo nervioso.
-Verás –siguió Manolo-, hemos encontrado en el cajón de Ismael una revista.
-¿Una revista? ¿Qué clase de revista?
-Pornográfica –sentenció Manolo.
Cristóbal soltó una carcajada.
-¡Tanta preocupación por una revista porno! –dijo riendo-. Cielos, mi hijo pequeño me pasa todos los Playboy y Penthouse que tiene. Y coño, salen unas tías increíbles, estupendas. No es tonto mi hijo, no.
Teresa y Manolo lo observaban sin pestañear, con una expresión que parecía que lo estrangularan con la mirada.
-¿Qué sucede? ¿He dicho algo raro? Vamos, me parece normal que el chico...
-Cristóbal, escucha –interrumpió Manolo-. La revista que hemos encontrado no es un Playboy ni un Penthouse.
-Vaya, pues son buenas –lamentó Cristóbal sonriendo.
-Se trata –siguió Manolo- de una revista para homosexuales.
Cristóbal se quedó sin habla. Tragó saliva y casi se le salió la nuez.
-Pero..., es un chico normal, no puede ser. Tiene que haber una explicación... ¿Dónde tenéis la revista?
-En su cuarto.
-Dejádmela ver.
Al momento la trajo Teresa. Cristóbal la hojeó con detenimiento.
-Coño, no sale ninguna tía –dijo con cara de enfado.
-Cristóbal, esto es serio. No bromees –le espetó Teresa.
-Vale, vale –asintió-. En fin, creo que han podido ocurrir muchas cosas –opinó serenamente-. Por ejemplo, quizás la tenga por curiosidad, por informarse. No tiene que ser homosexual por tener una revista de homosexuales. O quizás no se fijó en que era una revista para gays y le parece mal tirarla. O quizás se la haya metido algún bromista en la carpeta sin enterarse él o, bueno, mil cosas.
-¡Claro que sí! –asintió Manolo-. Es un chico encantador, no fuma, no bebe, es aplicado en los estudios y más bueno que nadie. No puede ser maricón.
-Aunque... ahora que lo pienso –empezó a decir Teresa, con voz medrosa-, siempre me ha parecido algo rarito el amigo de Ismael.
-¿Qué amigo? –preguntó Cristóbal.
-Uno con el que ha venido varias veces a casa a estudiar –explicó Teresa-. Se llama Óscar. Tiene la voz muy rara, muy suave, como la de una chica. Y me he fijado que tiene un agujero en la oreja, aunque nunca lo he visto con pendiente.
-Seguro que es homosexual –opinó Manolo-. Y ahora, habrá pervertido a nuestro hijo.
-Claro que aunque lo hubiera pervertido... –empezó a decir Cristóbal-, aún estamos a tiempo de corregirlo. Lo llevo a un sitio que yo me sé, y ya veréis como irá por el buen camino –aseveró sonriendo-. Por cierto, ¿cuándo va a venir?
-Debe de estar al llegar –dijo Teresa-. A esta hora sale del instituto.
-Bien, recordad que le tenéis que hablar del tema como a un hombre. Ya no es un crío –matizó Cristóbal.
-Y como no me explique lo de la revista, lo vuelvo hombre a bofetadas –bramó Manolo.
-De pegarle nada –corrigió Teresa.
-Sí, así sale, consintiéndole todo y siempre pegado a tus faldas.
-¿Cómo te atreves a...?
El sonido del timbre acabó con la discusión.
-¡Es él! –exclamó Manolo-. ¡La revista!
-Dejadla a la vista –dijo Cristóbal-. Así veremos cómo reacciona al verla.
Teresa fue hacia la puerta. Respiró hondamente, tomó fuerzas y abrió.
-Hola, madre –saludó Ismael al pasar-. Vengo con Óscar; tenemos que hacer un trabajo.
Teresa miró con odio a Óscar, simulando una sonrisa.
-Pasad, pasad. Está tu tío en el cuarto de estar.
Los muchachos entraron en la habitación.
-Hola, tío. Hola, padre –saludó Ismael-. Éste es Óscar, no sé si lo conocéis. Venimos a hacer un trabajo para el instituto.
Sus ojos se posaron en la revista.
-Vaya, veo que habéis visto la revista –dijo el chaval tranquilamente-. Os lo iba a decir; es para el trabajo de ética que tenemos que hacer ahora. El tema es la homosexualidad y para sacar datos e información hemos cogido ésta. Queremos hacer un buen trabajo, bien documentado, y seguro que conseguimos un sobresaliente.
Ismael cogió la revista mientras sus padres lo miraban asombrados.
-Nos vamos a mi cuarto –dijo Ismael-. Tenemos que entregar el trabajo pasado mañana.
-Bien, bien, iros a hacer el trabajo –dijo Teresa ya más tranquila.
Los chicos se fueron.
-Qué tontos hemos sido –susurró Teresa-. No sé cómo hemos podido dudar de nuestro hijito.
-Qué estudioso que es –sonrió Manolo-. Todo se lo toma tan en serio... Ahora, ¡vaya trabajitos que les mandan en ética!
-Sí, menudo instituto –consideró Cristóbal-. En vez de hablar de libertad, ecología y esas cosas, les hacen hablar de la homosexualidad.
Los chicos llegaron a la habitación.
-Te dije que guardaras bien la revista –dijo Óscar-. Tus padres habrán pensado...
-Que piensen lo que quieran –dijo Ismael sin preocuparse en absoluto.
-Bueno, bueno. ¿Empezamos el trabajo de la homosexualidad?
-Está hecho ya –dijo Ismael-. Lo hice ayer yo solo. ¿No te importa, verdad?
-Claro... no me importa. Confío en ti. Sé que lo habrás hecho muy bien. ¿Qué hacemos entonces?
-Hagamos el amor –dijo Ismael en voz baja.
-¿Y si hoy vienen tus padres?
-Ya sabes que nunca han venido a molestarnos –dijo mientras lo abrazaba.
El tío Cristóbal, Teresa y Manolo seguían en el cuarto de estar.
-Voy a ver los chicos –dijo Cristóbal al cabo de un rato-, a ver cómo hacen el trabajo.
-Ve, ve –dijo Manolo-. Ya verás cómo trabajan.
Cristóbal se levantó y salió de la habitación. En realidad, no le había convencido la explicación de Ismael y además había notado algo raro en Óscar, algo anormal, por lo que la cosa le olía mal. Si bien sus padres no dudaban ya de su hijo, él empezaba a tener serias dudas.
Empezó a recorrer el pasillo de puntillas; se sentía como un espía. Pronto llegó a la puerta del cuarto de Ismael; estaba cerrada. Se acercó muy despacio y apoyó la oreja en la puerta. Se sentía ridículo haciendo algo así, pero un sexto sentido le indicaba que algo no andaba demasiado bien.
Lo que oyó le hizo quedarse de una pieza.
Retrocedió lo andado sigilosamente y llegó al cuarto de estar como si hubiera oído su propia sentencia de muerte.
-¿Qué tal llevan el trabajo? –le preguntó Teresa.
-No están haciendo el trabajo –dijo Cristóbal seriamente.
-¿Cómo? ¿Qué hacen entonces? –inquirió Manolo.
-No lo sé. No los he visto.
-¿Cómo que no los has visto? –se extrañó Teresa.
-Antes de entrar, he creído oportuno acercarme a la puerta y oír lo que hacían.
-¿Y qué has oído? –preguntó Teresa bastante alarmada.
-Gemidos y jadeos –respondió Cristóbal con la mirada fija en el suelo.
Teresa y Manolo se miraron asombrados.
-¡Oh, no! –exclamó Teresa, poniéndose en pie.
-¡En nuestra propia casa! –bramó Manolo-. ¡Esto es demasiado! ¡Mi hijo un maricón!
-Creo que debemos ir a su cuarto –opinó Cristóbal abatido.
-¡Por supuesto! –puntualizó Manolo-. ¡Vamos!
Los tres recorrieron aturulladamente el pasillo y abrieron de golpe la puerta del cuarto del delito.
Y vieron a los dos muchachos desnudos, tumbados en la cama, haciendo el amor. Al verse sorprendidos, se separaron muy avergonzados.
Manolo, Teresa y Cristóbal miraron asombrados al que conocían por Óscar.
-Pero... si es una chica –dijo Manolo, sin creérselo él mismo-. Mirad, tiene tetas, coño...
-Y cómo está la chica –apuntó Cristóbal.
-Es ya una mujercita –corroboró Teresa.
La chica se tapó su cuerpo con las manos.
-¿Qué significa esto? –preguntó Manolo a Ismael-. Supongo que nos debes una explicación.
Ismael tragó saliva.
-Os debo... pedir perdón... Lo siento. Os he engañado... No se llama Óscar –explicó tomando de la mano a la chica que estaba a su lado-. Se llama Ana. Salimos desde hace un tiempo. Pensamos que, si se hacía pasar por un chico, podríamos amarnos aquí en casa, sin levantar sospechas.
Teresa y Manolo intercambiaron una mirada de alivio.
-Pero no tenías por qué ocultárnoslo –dijo Teresa dulcemente, como quien habla con un niño muy pequeño-. Nosotros lo entendemos. Es normal que hagáis estas cosas. No nos parece mal.
-Claro, podéis follar todos los días que queráis –dijo Manolo tan sonriente como si le hubiera tocado la lotería-. Sí, sí, cuando os apetezca os venís aquí y ¡a joder!, que son dos días.
Ana e Ismael se miraron alucinados.
-Incluso si se quiere quedar a dormir contigo, pues que se quede   –siguió diciendo Manolo-. Como si fuera de la familia.
-Estoy muy orgulloso de ti –dijo Cristóbal-. Parece una gran chica.
-Bueno, os dejamos –dijo Teresa, yendo hacia la puerta.
-No os preocupéis por nosotros –dijo Manolo-. Vosotros, a lo vuestro.
Los tres salieron, cerrando la puerta tras de sí.
Ana e Ismael se miraron totalmente perplejos, sin poder articular palabra.
-No sabía que tuvieras unos padres tan liberales –dijo ella al rato.
-Tampoco yo –dijo él, todavía sorprendido.


jueves, 19 de julio de 2012

RESEÑAS DE "LA MADRE DEL HÉROE" (17)

José R. Cortés Criado reseña "La madre del héroe" (OQO, 2011) en Revista Pizca de Papel. Pongo el enlace a continuación:


El libro está ilustrado por Marjorie Pourchet.

En la fotografía, María José Menal y Roberto Malo, miembros del Grupo Galeón, representando "La madre del héroe".

En la fotografía, Lizbeth Nájera Mancilla realizando la lectura de "La madre del héroe" en el programa Abuelos Lectores y Cuentacuentos de la UNAM, en México.


sábado, 14 de julio de 2012

RESEÑAS DE "TANGA Y EL GRAN LEOPARDO" (20)

Reseña de "Tanga y el gran leopardo" (Comanegra, 2009) en El Devoralibros del Pintor Pradilla. Pongo el enlace a continuación:


 El libro está ilustrado por David Laguens.

En la fotografía, Francisco Javier Mateos, David Laguens y Roberto Malo, los autores de "Tanga y el gran leopardo", en una presentación del libro.

Hace unos días estuve contando "Tanga y el gran leopardo" en el colegio María Moliner de Zaragoza. Los chavales habían trabajado el libro y me entregaron algunos dibujos con comentarios del cuento. Aquí os pongo algunos.








Unos artistas estos chiquillos... Todo un detallazo.

En la fotografía, Ángel Vergara, Roberto Malo y María José Menal, miembros del Grupo Galeón, representando "Tanga y el gran leopardo" en La Campana de los perdidos.


lunes, 9 de julio de 2012

DELINCUENTE AFICIONADO



La mañana le sonreía a Luis. Había un agradable sol del verano y veía feliz cómo unas palomas blancas revoloteaban a su alrededor. En su trabajo iba muy bien, era uno de los mejores, y su mujer estaba embarazada por segunda vez.
La calle que recorría estaba iluminada por rayos dorados y muy concurrida por toda clase de gente. Todo esto cambió radicalmente al penetrar en un callejón angosto y sombrío. Tal vez, también cambiaba su suerte.
De detrás de un cubo de basura salió otra basura; un muchacho desarreglado pero no desarmado. Con una navaja en su mano derecha se lanzó sobre Luis; le aferró de un brazo y le acercó la navaja hasta la garganta.
-¡Venga, da-dame la pasta! ¡Todo el di-di-dinero que lleves! –dijo tartamudeando el residuo humano.
-No, si no llevo nada... –articuló Luis.
-¡Venga, ca-cabrón, no me tontees! ¡Da-dame todo o te mato!
-Pero si te he dicho que no...
-¡Calla! ¡Mi-mira esto, hijo de puta! –indicó el ladrón, y mostró su carnet de identidad-. Aquí po-pone: “Delincuente aficionado”, y también tengo la fi-fi-ficha de drogadicto, o sea que imagínatelo. No dudaré ni un se-segundo en rebanarte el cuello. ¡Soy un tipo muy pe-pe-peligroso y conmigo no se juega!
-Ya veo, ya...
-¡Venga, la ca-cartera! –exigió el joven.
Le echó la mano al pantalón y le quitó la cartera; al hacerlo, leyó la funda despreocupadamente. Al instante, la dejó caer al suelo y apartó la navaja.
-Pe-pe-perdona, yo no sabía...
Luis le apuntaba con una pistola.
-Ya sa-sabes, un error lo tiene cu-cu-cualquiera...
-Me das pena, muchacho –dijo Luis. Frunció el ceño y acarició el gatillo.
-¡No me ma-mates! Solamente quería un po-poco de dinero –dijo el ladrón, y arrojó la navaja al suelo-. Compréndeme...
-Te comprendo. Y es más, te voy a dar todo el dinero que llevo.
El delincuente lo miró con desconfianza.
-Y todo lo que llevo encima es esta moneda de cien créditos –continuó Luis, mostrándosela-. ¡Y te la vas a tragar!
-Oye, por aquí pa-pasará alguien... y si me disparas te me-meterás en un buen lío –advirtió el muchacho ingenuamente.
-Defensa propia –sonrió Luis-. Me has atacado. Ya puedes abrir la boquita si quieres conservar tu mierda de vida.
El rostro del ladrón se tornó sudoroso.
-No di-dirás en serio lo de...
-¡Abre la boca! –exclamó Luis, y pegó la pistola al estómago del desdichado.
El ladrón abrió tímidamente la boca; Luis le metió la moneda con fuerza.
-¡Como la escupas te mato! –sentenció al ver que la intentaba expulsar con rabia, tapándole la boca al momento con una mano.
El ladrón se agitaba como un perro, presa del horror. De pronto Luis le propinó un rodillazo en el bajo vientre, y el golpe provocó que se tragara la moneda. Aterrado, sin poder hablar, el ladrón se señaló el cuello con una mano.
-Vaya, te la has tragado. Nunca pensé que lo conseguirías –dijo Luis irónicamente-. ¿Qué te pasa? ¿No puedes respirar?
El ladrón cayó de rodillas, retorciéndose.
-Pobre chico, te la tendré que sacar. Qué coño, cien créditos son cien créditos.
El muchacho intentó toser y expulsarla sin conseguirlo. Luis tomó la navaja del suelo y guardó la pistola.
-Resiste, chico. Te la voy a sacar –dijo acercando la navaja al cuello del drogadicto.
Los ojos de éste reflejaban un horror incontenible. Intentó decir algo, pero no pudo...
Luis le clavó la navaja en la garganta. El desgraciado profirió un grito ahogado. La sangre brotó como de un surtidor.
-Bueno, a ver si te la encuentro –dijo Luis tranquilamente.
Partió la nuez en dos. Después rasgó hacia arriba hasta dar con el mentón.
-Por aquí no se ve –observó-. Tanta sangre me impide ver nada.
Rajó la faringe con el temple de un cirujano. La moneda estaba alojada ahí. La extrajo con mucho cuidado. Limpió metódicamente la sangre de la moneda y a continuación la guardó en su bolsillo. Después se agachó y tomó del suelo su cartera. En la funda ponía: “Luis Gómez. Asesino profesional”.




jueves, 5 de julio de 2012

"ASESINATO EN EL CLUB NUDISTA", FINALISTA EN LOS PREMIOS IGNOTUS

Se acaban de anunciar los finalistas de la edición de 2012 de los Premios Ignotus que otorga la AEFCFT, que se decidirán y entregarán en la próxima Hispacón de Urnieta, y "Asesinato en el club nudista" (Nalvay) ha resultado finalista en la categoría de mejor novela corta.

Las novelas cortas nominadas son las siguientes:

Asesinato en el club nudista, de Roberto Malo (Nalvay Ediciones)
El largo camino al mar, de Domingo Santos (Crónicas de la Tierra y el Espacio, Juan José Aroz Editor)
La textura de tu piel, de David Jasso (Abismos, Grupo Ajec)
Largas noches de lluvia, de Marc Rodríguez Soto (Largas noches de lluvia, Viaje a Bizancio Ediciones)
Oniromante, de Víctor Conde (Scylabooks)

Asimismo, "Nuevas leyendas aragonesas" (Mira) ha resultado finalista en la categoría de mejor antología.

Las antologías nominadas son las siguientes:

Abismos, de David Jasso (Grupo Ajec)
Crónicas de la Tierra y el Espacio, de Domingo Santos (Juan José Aroz Editor)
El monstruo en mí, de José Ignacio Becerril Polo (Saco de huesos)
Nuevas Leyendas Aragonesas, de VV.AA. (Mira Editores)
Recuerdos de la vieja Tierra, de José Manuel González (Grupo Ajec)

Pongo a continuación todos los nominados en las diversas categorías aquí.

Mis felicitaciones, ¡y mucha suerte a todos!


miércoles, 4 de julio de 2012

RECITAL DE POESÍA ERÓTICA

El Club de Lectura de La Almunia de Doña Godina organiza un año más el Recital de Poesía Erótica. Este año, con la participación de los mejores autores aragoneses pero con la misma magia de siempre. Al finalizar, cava, pastas y frutas en sazón.

Será el Viernes 6 de Julio a las 22:30 horas en los Jardines del Palacio de San Juan.
El genial cartel es obra del dibujante Moratha.

En la fotografía, Roberto Malo en un anterior Recital de Poesía Erótica de La Almunia. 

Este viernes será la tercera vez que participe en esta maravillosa cita anual, todo un festín erótico-festivo sin igual, en el que todo el pueblo de La Almunia se vuelca y de qué manera. Nos tratan de fábula, vaya. Para repetir un año tras otro, sin duda.

Por otro lado, Joan Antoni Fernández reseña "Insomnia, relatos para no dormir" (Grupo Ajec) en BEMonline. Pongo el enlace a continuación:


En la fotografía, Roberto Malo, José María Tamparillas y David Jasso firmando ejemplares de "Insomnia" en la Feria de Libro de Zaragoza.

 

martes, 3 de julio de 2012

RESEÑAS DE "NUEVAS LEYENDAS ARAGONESAS" (14)

Breve reseña de "Nuevas leyendas aragonesas" (Mira, 2011) en el número 32 de la Revista Fábula:

Puedes pinchar para leer mejor la reseña.

En la fotografía, José María Tamparillas, Fermín Moreno, David Jasso, Roberto Malo y Óscar Bribián en una presentación de "Nuevas leyendas aragonesas".


lunes, 2 de julio de 2012

LA SONRISA DEL LEÓN





Al traspasar la pesada puerta y la cortina negra del sex-shop, Vicky se dio cuenta de que no había sido una buena idea el ir sola a un sitio como aquél. El siniestro dependiente que regentaba el mostrador exento de clientes la atravesó con la mirada y sintió que todos los objetos de la tienda en penumbra se volvían hacia ella con cierto arrobamiento.
Vicky se ruborizó ligeramente y trató de no mirar la jungla de descomunales vergas, vibradores multiformes, revistas y películas pornográficas, vaginas artificiales y muñecas hinchables que había por todas partes. Infundándose ánimos (pero con pies de plomo) se acercó al propietario del sex-shop y le dijo en voz baja, apenas un susurro:
-¿Me da una caja de preservativos de colores?
El lóbrego dependiente, alto y de unos cuarenta años, dejó escapar una risita muy poco profesional.
-¿De qué colores? –escupió mientras calibraba a la chica de arriba abajo.
-Bueno..., da igual –acertó a decir, sintiéndose acosada visualmente-. Son para mi novio... –aclaró dando un paso atrás mientras se rascaba una media con cierto nerviosismo y se maldecía por haber decidido comprar un regalo sorpresa a su novio.
-De acuerdo –accedió el dependiente, tras dejar pasar unos segundos.
Los ojos del dependiente brillaban como los de un dragón hambriento. Hizo como si buscara lo pedido entre el mostrador, sonrió tétricamente y pulsó un botón rojo.
Bajo los pies de Vicky el suelo se abrió de golpe, y la chica cayó sin remedio al vacío.


Cuando Vicky despertó, un buen rato después, se dio cuenta al momento de que estaba completamente desnuda: el frío la despertó. Estaba tumbada boca arriba sobre un suelo arenoso y sentía algo entumecidas las nalgas y las costillas. A duras penas se incorporó y advirtió que se hallaba en el centro de una pequeña sala circular, que extrañamente se le antojó como una reducida plaza de toros, ya que el suelo también era de arena. Las paredes que la rodeaban eran negras y en su parte superior había un pequeño y oscuro cristal por el que le pareció ver la silueta de un rostro humano. Un rostro humano en cada cristal, en cada pared del octaedro en el que se hallaba. Se tapó instintivamente su cuerpo con las manos y el odio y el aturdimiento la invadieron. Estaba siendo observada por hombres anónimos. Estaban viéndola desnuda en el maldito sex-shop. ¡La habían secuestrado, desnudado y mostrado como un número erótico más! ¡Pues se iban a enterar! Cuando se encaminaba decidida y con furia hacia una pared, advirtió que uno de los lados del octaedro se abría de súbito como una puerta corredera, revelando una negrura sin nombre. Vicky titubeó y se acercó a la puerta, pero de pronto se detuvo aterrada. La cabeza de un león, a la que le seguía todo el cuerpo, apareció por la puerta. Vicky palideció y dio un paso atrás, sintiéndose como una cristiana en los tiempos de Cristo; cuando vio que el fiero animal se lanzaba sobre ella, cayó desmayada.


Cuando Vicky se volvió a despertar, sintió que era violada enérgicamente por algún desalmado. Abrió poco a poco los ojos y advirtió horrorizada que era el propio león, el león que se había lanzado sobre ella, quien la estaba penetrando de forma salvaje; sus garras la aferraban con fuerza y su cuerpo se volcaba violentamente sobre ella; y no era un hombre con piel de león: era un león auténtico. Advirtió también que el león sonreía ostensiblemente –una mueca de satisfacción coronaba su untuosa boca colmada de dientes y colmillos-, y Vicky pensó, con absurda ironía dada la situación, que tal vez en verdad el león no fuera tan fiero como lo pintaban, o que quizás los leones disfrutaban más copulando que comiendo a sus víctimas.
Pero Vicky se equivocaba por completo, de cabo a rabo, pues de pronto la sonrisa del león se cerró sobre su cuello.


Los hombres anónimos, en su mayoría tras haber eyaculado de gusto ante semejante visión, se fueron apartando poco a poco de los cristales de las cabinas y se encontraron unos con otros en el exterior del sótano del sex-shop.
-Esto sí que es un buen espectáculo, un buen circo, y no los que veíamos siendo niños –comentaron entre ellos.