Esta
semana me he renovado el pasaporte y el documento nacional de identidad. Y qué
a gusto me he quedado. Qué tranquilidad, qué descanso, oye. No hay peor
pesadilla que salir de viaje y descubrir que tu pasaporte ha caducado. Por unos
días a lo mejor tan solo, pero ya no sirve, de ninguna manera. Uno podría
objetar en su defensa que no se mira demasiado el pasaporte, que no se pasea lo
suficiente (hay que viajar más, claro que sí, aunque sea solamente por este
tipo de cuestiones). Y despistados somos todos un rato, yo el primero. Recuerdo
una ocasión en que se me pasó la fecha fatalmente en el DNI y me sentía como un
flan caducado; fueron pocos días, pero temblaba (como un flan) al pensar en las
consecuencias de que descubrieran mi anómalo estado. Sin embargo, llevar todo
en regla es una maravilla. Y lo bien que sienta ver tus papeles actualizados,
empezar de cero otra vez. La identidad renovada, qué gran invento. Y me encanta
la liturgia del proceso de la renovación. Pedir cita en la policía, recibir la
notificación. En este caso dos citas y dos notificaciones, pero seguidas,
lógicamente, para realizar en la misma mañana. Fácil de organizar. Nada que ver
a cuando tienes que hacer lo mismo pero con tus hijos, y debe ir toda la
familia en grupo, con el libro de familia y demás, y la logística de cuatro no
es la misma que para uno solo. Pero ya digo, uno solo es una bendición. En mi
caso, decidí hacerme las fotos de carnet la misma mañana de la cita, no sea que
no te vean parecido en la comisaría y te manden de nuevo al fotógrafo
(justamente lo que sucedió con mis hijos, que cambian de un día para otro, hay
que ver, no dejan de crecer). Entrar en una comisaría siempre impone, pero en
estos casos el trato es exquisito. Entregas la foto, apoyas el índice derecho,
luego apoyas el índice izquierdo, pagas y ya tienes tu identidad. Hala, hasta
dentro de diez años una preocupación menos.
"Pasaporte a la calma", mi columna semanal en El Periódico de Aragón de hoy sábado 25 de mayo.
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