La mujer, cual
bella durmiente, reposaba plácidamente en el compartimento número doce del
tren. Se mecía suavemente, acunada por los raíles y el silencio de la noche. Se
encontraba sola, por poco tiempo. La puerta del compartimento se abrió de
pronto y entró un caballero con gafas redondas y el pelo engominado hacia
atrás; llevaba un jersey blanco Lacoste, bermudas verdes, zapatillas Nike rojas
y calcetines blancos de la misma marca. Se sentó pesadamente, enfrente de la
mujer. Ella no se dio cuenta, pues dormía profundamente; era un largo viaje y
el cuerpo le pedía descanso.
El hombre la
observó maravillado, admirando su belleza. Decidió para sí que era un regalo
del destino, y tosió forzadamente, confiando en despertarla. Sin embargo, el
sueño de la mujer era muy profundo y unas débiles toses no iban a conseguir
despertarla. No obstante, el hombre no se amilanó y decidió intentarlo en plan
salvaje. Se puso de pie, volvió a abrir la puerta y salió afuera. Como en
cuanto a modales en realidad no era un caballero, entró atropelladamente, y sus
piernas tropezaron con las de ella adrede, cayendo al suelo y gritando como un
mal actor. La mujer se despertó asustada, abriendo los ojos como dos sartenes.
—Perdón —se
apresuró a decir el hombre desde el suelo—. Ha dado un meneo el tren y...
—¡Mierda!
—gruñó la mujer, súbitamente trasportada a la triste realidad—. Estaba soñando
algo maravilloso...
—Un sueño
húmedo, ¿eh? —dijo el hombre, sentándose enfrente.
Ella lo fulminó
con la mirada.
—Bueno, bueno,
era una broma —tranquilizó el hombre—. Me presentaré: me llamo Rodolfo, Rodolfo
Villacampa.
—Le acompaño en
el sentimiento.
—¿Qué? ¿Qué
dice?
—Por el nombre.
Es horrible.
Rodolfo sonrió.
—Me encantan
las mujeres con sentido del humor —dijo acercándose a ella—. ¿Cómo te llamas? Y
perdona que te tutee.
—¿Qué coño te
importa cómo me llamo? Y perdona que te mande a la mierda.
Rodolfo la
observó aturdido, echándose hacia atrás.
—Vaya, tienes
carácter. Me encantan las mujeres con carácter.
—Mira —dijo
ella, poniendo cara de mujer fatal—, no sé si tengo carácter, pero te diré lo
que sí tengo seguro: muy mala leche.
Rodolfo volvió
a sonreír.
—Sí, eres la
clase de mujer que a mí me vuelve loco. Una mujer dura, con genio.
La mujer
resopló.
—Oye, me
gustaría volverme a dormir. Eso que quede claro. Por tu culpa mi sueño ha sido
interrumpido...
—Eh, no te duermas,
por favor —rogó él—. Además, ya has salido del sueño. Ya no volverás a él. Si
estabas soñando con un apuesto príncipe, él estará ya con otra.
—¡Y un cuerno!
—exclamó ella.
—Sí, eso.
Poniéndote los cuernos. Además, si no te duermes, vas a tener la oportunidad de
conocerme, nena.
—Qué suerte
—apreció ella irónicamente.
—Sí, es una
gran suerte para cualquier mujer —dijo Rodolfo sonriendo.
—Oye —le cortó
ella—, me espera un largo viaje y me gustaría descansar. ¿Te puedes ir a otro
puto compartimento y dejarme sola? No soy muy sociable, la verdad.
—De acuerdo
—accedió él, abrumado y derrotado—, me voy. Pero antes, sólo una cosa. ¿Cómo te
llamas?
Ella resopló.
—Venga, dime tu
nombre, por favor.
—¿Te doy
también mi teléfono y mi dirección? —replicó ella con desgana.
—Sí, también.
—¡Que te
zurzan!
—Vale, vale, no
me digas tu nombre. Además, ya me imagino cómo te llamas. Se te ve en la cara.
Te llamas Silvia, ¿verdad? ¿A que no me equivoco?
—Te equivocas.
—¿Susana, tal
vez?
—No.
—¿Ana?
—No.
—¿Beatriz?
—No.
—Bueno, da
igual. ¿Qué importancia tiene el nombre? —se dijo él—. Esto... ¿a qué te
dedicas?
—Oye, ¿no te
ibas? —apuntó ella, señalando la puerta.
—Déjame
adivinarlo —dijo Rodolfo, haciéndose el sueco—. Con lo guapa que eres, debes de
ser actriz o modelo.
Ella sonrió.
—Ya te vale,
ya.
—Con la
sensibilidad que pareces tener, debes de ser poetisa. ¿He acertado?
—No —dijo
ella—. Oye, por cierto, corazón, ¿te puedes ir a tomar por el culo? —dijo
dulcemente.
—Me iré cuando
me digas a lo que te dedicas —dijo Rodolfo con aire desafiante.
—¿Lo prometes?
—dijo ella, esperanzada.
—Lo prometo.
—Está bien. Soy
animadora —dijo ella resoplando—. Ya te puedes ir.
—¡Una
animadora! Claro, ¿cómo no se me había ocurrido? No me extraña, con ese cuerpo
que tienes... ¿Y de qué? ¿De baloncesto?
—No, no soy ese
tipo de animadora —repuso ella con una mueca.
—¿Cómo? ¿Qué
quieres decir con eso de que no eres ese tipo de animadora?
—Pues que mi
función es otra.
—Ya. ¿Y cuál es
esa función?
—Preguntas
demasiado.
—Sí, ya lo sé.
¿Cuál es esa función?
—Mejor que no
lo sepas.
—Sí, es mejor
que no lo sepa. Pero si no lo sé, no me voy.
—Eres un cerdo.
—Ya lo sé.
Venga, ¿qué es exactamente lo que haces? Me ha intrigado eso de animadora.
—Bueno, es
bastante simple —dijo ella como quien cuenta algo trivial—. Animo cosas
inanimadas.
Rodolfo la miró
fijamente, aturdido.
—Explícate.
—No hay nada
que explicar. Ésa es mi ocupación. A eso me dedico. A coger cosas inanimadas y
animarlas.
—No lo
entiendo —dijo él, perdido entre sus palabras.
—A algo que no
tiene vida le doy vida —explicó ella—. ¿Lo entiendes así?
—Sí, lo
entiendo. Pero no me lo creo. ¿Quiere eso decir que puedes darle vida a un
cadáver? ¿Puedes hacerle volver a la vida?
—No, eso no lo
puedo hacer. Eso sería reanimar. Un cadáver ha sido antes algo animado. No me
has entendido. Yo doy vida a cosas, a objetos, que nunca han tenido vida.
—Dame un
ejemplo.
—Bueno, puedo
darle vida... a un osito de peluche, y andará, correrá y se moverá como un
osito de verdad.
Rodolfo soltó
una sonora carcajada.
—¿Me tomas el
pelo? ¿Te crees que soy imbécil?
—Creo que eres
un imbécil, pero hablo en serio.
Rodolfo la
observó ceñudo. ¿Se estaría quedando con él?
—¿Y si el niño,
no sé…, prefiere que su osito no tenga
vida propia? —preguntó, siguiéndole la corriente.
—Si lo moja
abundantemente con agua volverá a ser inanimado.
—¿Cómo? ¿Si lo
mojas pasa el efecto?
—Así es.
—Es de locos
—comentó Rodolfo—. Se ve que tienes imaginación. ¿No serás escritora?
—No. Soy
animadora —se reafirmó—. ¿Te hago una demostración?
—¿Una demostración?
Sí, me encantaría.
La mujer sonrió
maliciosamente.
—¿Ves el
cocodrilo que hay en tu jersey?
Rodolfo se miró
su jersey Lacoste.
—Sí, claro.
—¿Quieres verlo
correr? —preguntó ella.
Rodolfo se echó
a reír.
—Sí, desde
luego, creo que serías capaz de hacer correr hasta a un cocodrilo —dijo
retorcidamente.
—Muy gracioso
—gruñó ella—. ¿Qué? ¿Quieres que lo anime?
—Claro,
anímalo.
—¿No tienes
miedo?
—¿Miedo? ¿De
quién? ¿De ti? ¿O del cocodrilito?
—Está bien
—asintió ella—. Tú lo has querido.
Resopló un par
de veces y miró fijamente el cocodrilo.
—Oye... —empezó
a decir él.
—Calla —cortó
ella—. Necesito silencio, mucho silencio.
Rodolfo asintió
con la cabeza e intentó en vano dejar de sonreír.
La mujer dejó
de mirar al diminuto cocodrilo. Cerró los ojos y pronunció unas extrañas
palabras en voz alta. Después, volvió a abrir los ojos.
—Ya está —dijo
seriamente.
—¿Ya está? Pues
mi cocodrilo sigue igual.
—Espera y
verás.
—Sí, claro...
Súbitamente, el
cocodrilo mordió sus contornos, liberándose de su cárcel de lana, y mordió con
furia el pecho del hombre. Rodolfo gritó aterrado al sentir las dentelladas.
La mujer
sonrió.
El diminuto
cocodrilo siguió mordiendo todo a su paso, bajando en zigzag hacia el estómago
del hombre. Rodolfo se agitó en el asiento y golpeó su jersey, presa del
pánico; se retorcía como si recorriera su piel todo un ejército de pulgas.
La mujer se
levantó y abrió la puerta del compartimento.
—Ve al baño
—indicó—. Allí hay agua.
Rodolfo saltó
del asiento y salió corriendo a trompicones por la puerta, gritando a los
cuatro vientos como el alma que lleva el diablo.
La mujer cerró
la puerta. Se volvió a acomodar en el asiento y, con una gran sonrisa en el
rostro, intentó conciliar el sueño de nuevo.
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