El azul del cielo
matutino cubría la ciudad. El aroma de las fábricas se extendía sobre los
grises edificios. En las calles los niños jugaban a buenos y malos –y todos
querían ser malos-, mientras que los mayores caminaban esquivándolos.
Gregorio Muñoz era
uno de los hombres que caminaban por las calles. Se dirigía a buen paso hacia
el banco en el que trabajaba. Y se dirigía sonriente pues era viernes y su
mente ya no pensaba en el trabajo, sino en el fin de semana que le esperaba.
El mediodía había
caído en medio de la ciudad con un caluroso sol de primavera. La comida llamaba
desde los hogares a todas las gentes. Y las gentes, que no eran sordas, acudían
al reclamo de sus estómagos.
Gregorio Muñoz
abrió la puerta de su piso sintiéndose hambriento y feliz. Eran ya casi las dos
del mediodía: era normal que se sintiese hambriento. Estaba soltero, tenía un
buen trabajo, un piso estupendo y un gran fin de semana por delante: era normal
que se sintiese feliz.
Después de comer
lo llamó por teléfono su amigo Salvador. Como de costumbre, quedaron por la
noche en un bar de la ciudad y Gregorio supuso irónicamente que la ciudad
estaría temblando sólo de pensar en la cantidad de noctámbulos que no la iban a
dejar descansar en paz.
El día se había
desvanecido y el azul claro del cielo, tras pasar por ser azul oscuro y
violeta, ya era negro. La luna ostentaba su vestido blanco de novia y el cielo
nocturno estaba salpicado de granos de arroz centelleantes.
Dentro de un bar,
apoyados en la barra, Gregorio y Salvador se refugiaban de la luz de las
estrellas. Llevaban ya dos copas encima y observaban con ojos de lobo a la
abundante clientela del bar.
Y en éstas estaban
cuando por el campo de visión de Gregorio pasó una rubia explosiva de las que
quitan el hipo, quien le guiñó un ojo y le dedicó una sonrisa con la soltura de
una experta lanzadora de lazos.
Gregorio se
asombró agradablemente y, tras pellizcar a Salvador, fue en pos de ella sin
pensárselo dos veces. Si bien era bastante tímido, las dos copas que había
tomado habían anulado a la timidez, la burbuja de cristal que le rodeaba y le
impedía moverse o decir algo en situaciones parecidas.
Gregorio alcanzó a
la rubia con rapidez y la cogió del brazo de forma algo brusca. Ella se volvió
lenta, delicadamente, como si el tiempo caminara más despacio a su alrededor.
-¿Sí? –le dijo
sonriendo.
-Creo que nos
conocemos, ¿verdad? –dijo Gregorio con notable torpeza-. Lo que no sé...
-No, no nos
conocemos –interrumpió ella-. Pero me encantaría conocerte a fondo.
-¿Sí? –dijo él, sonriendo
como un estúpido.
-Sí. Pero ahora
tengo que ir al baño. Ahora salgo, ¿vale?
-Vale, vale
–asintió él, sin acertar a decir nada más.
Ella se metió en
el baño y cerró la puerta tras de sí.
Gregorio se quedó
de pie donde estaba, totalmente quieto; parecía una estatua feliz. Se contempló
en un espejo y ordenó e intentó peinar sus alborotados cabellos negros, puesto
que estaban en punta, excitados, como si él estuviera cargado de electricidad.
En esto, un hombre
se le acercó. Parecía un marqués. Iba bien vestido, pero no por ello parecía un
marqués. Era por su rostro: enjuto, serio, con unos finos y estirados bigotes y
una cuidada perilla castaña. Solemnemente, le dijo a Gregorio:
-Caballero, yo de
usted no intentaría nada con esa mujer.
Gregorio lo observó
extrañado.
-¿Me dice a mí?
-Sí, le digo a
usted. Ella huele mal.
-¿Qué?
-Ella huele mal
–repitió el hombre, tocándose las aletas de su nariz aguileña-. Yo tengo un
gran olfato y ella no huele como una mujer. Huele como una serpiente.
-¿Está bromeando?
–dijo Gregorio en un susurro.
-No suelo bromear
–aseveró el hombre, separándose de él-. Intento salvarle la vida.
Y dicho esto salió
del bar.
Gregorio lo vio
salir, mientras su mente daba vueltas en su cabeza como la ropa en una
lavadora.
Una mano le tocó el
hombro.
-Ya estoy –anunció
una voz de mujer.
Sin volverse,
Gregorio comprendió que la rubia acababa de salir del baño. Y no se tuvo que
volver. La rubia se plantó delante de él.
-¿Quieres una
copa? –le preguntó.
-Sí, la necesito
–asintió él, pensando que la copa podría servir de detergente para limpiar toda
la ropa sucia que se arremolinaba en su cerebro.
-¿Whisky?
¿Cerveza?
-Cerveza.
Ella pidió dos
cervezas al camarero. Gregorio buscó con la mirada a Salvador, y lo vio al
fondo del bar, dialogando con una morena llena de curvas. Al parecer, los dos
estaban de suerte.
El camarero sirvió
las dos cervezas. La rubia las tomó, guiñó coquetamente un ojo al camarero,
como si con ese encantador gesto quedaran ya sobradamente pagadas, y le tendió
una a Gregorio.
Gregorio tomó la
cerveza y observó a la mujer con detenimiento. Era preciosa, mucho más de lo
que le había parecido en un primer momento. El flequillo le caía hasta las
cejas como el telón de una gran obra y su melena se perdía en la espalda como
una larga capa rubia. Sus ojos marrones brillaban como dos planetas tocados por
el sol, bañados en un mar de marfil, y su nariz era pequeña, juguetona y tan
agradable a la vista como la sonrisa de un bebé. Sus orejas las llevaba
descubiertas, a pesar de su largo cabello, y no era de extrañar, puesto que
eran dos pasteles apetecibles y exquisitos. Su boca era la mismísima puerta
roja del cielo y su cuello era la torre blanca que llevaba hasta él. No llevaba
pendientes, iba sin pintar, y con sólo un vistazo uno se daba cuenta de que no
necesitaba maquillarse para parecer una diosa inmortal. Tampoco necesitaba
vestir llamativamente: llevaba una camisa negra de manga larga, pantalones
vaqueros y zapatos planos.
Al observar cómo
la miraba Gregorio, comiéndosela con la mirada, sonrió dulcemente.
-Me llamo Elena
–se presentó, tendiéndole la mano-. Pero puedes llamarme Ele.
-¿Ele? –dijo él,
estrechando su mano.
-Sí, Ele. Como la
letra. La humanidad somos un inmenso abecedario, y cada uno de nosotros somos
una insignificante letra. A mí me tocó ser la Ele.
-Ah... Bueno...,
yo me llamo Gregorio –dijo él-. Pero puedes llamarme Grrr... –dijo como un
loro.
-Grrr... –repitió
ella y rio ostentosamente.
Gregorio observó
su risa y palideció de pronto al comprobar que reía igual que Virginia, una
amiga suya que se había suicidado hace tan sólo unos meses. Sí, reía igual, del
mismo modo ostentoso, e incluso tenía sus gestos, hablaba de una forma
parecida... Al verla por primera vez le había recordado a alguien y ahora se
había dado cuenta de a quién le recordaba: a su querida Virginia. Bueno, no
tenía su cara –Virginia no era tan
hermosa-, ni sus ojos, ni su voz, pero parecía que actuara como ella, como si
estuviera debajo de ella... Gregorio pensó, extrañándose de sí mismo, que si le
arrancara la piel a la mujer, como si fuera una máscara, debajo estaría
Virginia.
-Me recuerdas a
una amiga que se fue. Tienes sus mismos gestos.
-¿Sí? –dijo ella
sonriendo y dio un sorbo a su cerveza.
Fue como si lo
hiciera Virginia. Gregorio tembló.
-¿Cómo se llamaba?
-Virginia.
-¿Y qué le pasó?
-Se suicidó. Se
pegó un tiro. No sé por qué. Se debió de volver loca.
-¿Se pegó un tiro?
–dijo ella como si no se lo creyera-. Las mujeres no se suicidan pegándose un
tiro. Sólo los hombres.
-Bueno, pues eso hizo.
-¿Cuántos años
tenía?
-Los mismos que
yo, veintisiete.
-¿Te dolió su
muerte?
-Mucho... La
quería, estaba enamorado de ella... Y nunca se lo dije. Nunca me atreví.
-¿Por qué no lo
hiciste?
-Bueno..., éramos
demasiado amigos. No sé, tal vez habíamos nacido para ser sólo amigos...
Pero... no sé por qué te estoy contando esto –dijo avergonzado. ¿Así quería
ligar?-. Perdona.
-No, no, es muy
interesante –se apresuró a decir ella-. Me gusta verte hablar. Aunque no te
quiero ver tan triste. Prefiero que estés alegre, como hace un momento.
-Sí, tienes razón.
No es buen tema de conversación el de los muertos –sentenció él y dio un trago
a su olvidada cerveza.
Ella lo imitó, dio
un sorbo a su bebida, y después le guiñó un ojo pícaramente.
Gregorio sonrió.
-Desde luego,
sabes guiñar –señaló admirado.
-Y no sólo con los
ojos –dijo ella, acercándose a él.
Y le guiñó con los
labios en la boca.
Pasado un buen
rato, Elena y Gregorio salieron abrazados del bar. El cielo negro estaba lleno
de estrellas. La calle estaba llena de personas. Las personas estaban llenas de
alcohol.
-¿Vamos a mi casa?
–sugirió Elena-. Vivo aquí al lado.
-De acuerdo
–asintió Gregorio, pensando que si ella era una serpiente, tal y como había
dicho aquel loco con pinta de marqués, era desde luego una serpiente estupenda.
“Voy a ser el
primer hombre que hace el amor con una serpiente”, pensó irónicamente. “Además,
me recuerda tanto a Virginia...”.
Recorrieron un par
de manzanas y llegaron al apartamento. Elena abrió la puerta y pasaron los dos
al interior entrando directamente al dormitorio. Era una habitación sencilla,
sin ventanas, sin apenas decoración –sólo un gran espejo adornaba una pared-,
pero la gran cama roja invitaba a tumbarse en ella. Y los dos se tumbaron,
cayendo juntos como un gran saco de carne, rodeándose de abrazos, caricias y
besos.
Con el
apresuramiento que da el deseo, las manos de Gregorio liberaron a Elena de sus
zapatos planos, de su camisa de manga larga, de sus pantalones vaqueros... Ya
en ropa interior, Elena se separó ligeramente de él y se quitó su sujetador
blanco sensualmente, cual artista del striptease, y sus senos vieron la luz
como dos capullos de rosas que se abren con la mañana. Después se bajó las
bragas con suma lentitud, contoneándose como quien se quita una interminable
falda de tubo, y cuando se liberó por completo de ellas se tumbó hacia atrás,
arqueándose ligeramente y abriéndose bien de piernas, mostrando así su sexo en
todo su esplendor.
-¿Te gusta mi
estrella? –preguntó ella maliciosamente y en ese momento algo brilló con
intensidad en el centro de su sexo, entre sus labios rosados, como si tuviera
una hoguera en su interior, como si emergiera el faro de un tren del túnel de
su ser.
Gregorio vio el
intenso fulgor, y el vello de la nuca se le erizó, sintiendo auténtico miedo.
El oírle decir “¿Te gusta mi estrella?”, al mismo tiempo que veía el
inquietante resplandor entre las hojas carnosas del libro de su sexo, fue como
sentir que le decía “Te voy a comer, te voy a devorar, eres mío...”. A la vez,
sintió que el relumbre de la entrepierna le intentaba hipnotizar, le intentaba
atraer hacia ella. ¿A qué se debía ese gran fulgor? ¿Qué es lo que había dentro
de ella? ¿Un sol devorador? ¿El fuego de los infiernos?
Gregorio se apartó
aterrado, negándose a mirar por más tiempo la luz que emanaba del interior de
la mujer, convencido de que si la miraba atentamente quedaría rendido a su
hechizo, como si la luz fuera el ojo de una serpiente. En cuestión de un
segundo, dando gracias por no haberse desnudado, corrió hasta la puerta del
apartamento, la abrió de un tirón y salió veloz sin mirar atrás, sin escuchar
si le decía algo o no la mujer. Llegó como una tromba hasta la calle y siguió
corriendo en dirección a su casa. Tenía que escapar, escapar como sea, aunque
no sabía de qué escapaba.
El cielo negro
estaba salpicado de estrellas. Gregorio las observó y no le parecieron tan
hermosas como siempre. Le parecieron estrellas tenebrosas, amenazantes. Le
parecieron estrellas cautivas, prisioneras del cielo, encerradas en la
inmensidad del espacio. ¿Quién va a poder escapar de la inmensidad del espacio?
Por un momento, el cielo nocturno le pareció un gran coño negro, una gran
cárcel negra en la que todos estábamos encerrados, incluso las aparentemente
libres estrellas.
Cuando llegó a su
piso, temblando todavía de miedo, la pregunta “¿Te gusta mi estrella?” se
repetía en su cabeza como una cruel gota de lluvia que se precipitaba cada
segundo sobre él. Entró en el dormitorio, se tumbó sobre la cama y se sintió
como si hubiera escapado de la propia muerte. Sí, había escapado de lo
desconocido. A no ser que... No, no habían sido imaginaciones suyas. No había
sido un efecto óptico, ni un engaño visual. El fulgor del sexo de la mujer no
podía haberse producido porque tuviera el clítoris pintado de oro y brillara
cual perla de su vulva. No; dentro de su cuerpo había algo que brillaba
infernalmente. Y ella no lo escondió, no lo intentó ocultar, sino que lo mostró
orgullosamente, maliciosamente, tal y como un asesino enseñaría el cuchillo a
su víctima. Además, no sólo había visto la luz en la boca de su sexo; la había
sentido. Sí, igual que uno siente el calor de las llamas además de verlas. Y
quizás eso fue lo que le aterró de verdad, lo que le hizo saltar y escapar.
¿Quién va a quedarse con una mujer que tiene dentro el infierno?
¿Y cómo iba a
poder dormirse ahora, después de lo que había visto?
Del cielo cayó un
telón azul que ocultó el anterior telón negro estrellado y con ello dio
comienzo la acción de la mañana del sábado. La luna se ocultó entre bambalinas
azules y el sol empezó a brotar en el horizonte, alzándose poco a poco como una
gran flor dorada.
Gregorio seguía
abrazado a su almohada, sin poder dormir. Cientos de pensamientos acudían a su
mente. Sobre todo, los recuerdos de Virginia volvían a él. ¿Por qué se había suicidado? ¿Por
qué?, se había preguntado tantas veces. No tenía motivos, al menos,
aparentemente. ¿Y por qué no se había suicidado él tras perderla, siendo que
ella era la persona sobre la que se apoyaba su vida? ¿Quizás porque quería
averiguar las causas de su muerte? ¿Quizás porque su mente no podía asimilar su
pérdida? ¿Quizás porque se aferraba a ella como a una ilusión, como a un sueño?
Sí, quizás ella sólo había sido una ilusión, una quimera, algo intangible. Y
ahora, obsesionado con su muerte, creía haberla visto en otra mujer, en otra
mujer que no era ella. ¡Oh, pero es que se parecía tanto esa misteriosa mujer a
Virginia! Sí, quizás demasiado. No sólo tenía algo de Virginia esa mujer; tenía
todo. Sentía que era ella, que le hablaba ella, pero no era ella. ¿Cómo podía
ser? ¿Cómo...? De repente, sin saber cómo, un viejo recuerdo acudió a su mente.
El día, cuando todavía iban los dos al instituto, en que descubrió la obsesión
de Virginia por el diablo. Sí, estaban en clase de dibujo y ella había dibujado
un pentagrama dorado que, según le explicó luego, servía para invocar al
diablo. Cuando le enseñó la estrella de cinco puntas le hizo una pregunta que
había olvidado. Le dijo: “¿Te gusta mi estrella?”. Gregorio palideció al
revivir la escena. Sí, le dijo eso, eso mismo que ahora se repetía en su mente
como un eco que nunca cesa. Y comprendió, temblando, con la lógica de lo
ilógico, que Elena era Virginia. Sí, era ella, Virginia. Pero, si había muerto,
¿cómo podía ser que...? ¿Reencarnada? ¿Podría ser que se hubiera reencarnado en
Elena? ¿Sería el espíritu de Virginia la luz que había dentro de Elena? ¿Sería
Elena una marioneta manejada desde dentro por Virginia?
Sintiéndose
enloquecer, Gregorio se tapó la cabeza con las sábanas, pero eso no impidió que
oscuros pensamientos siguieran llenando su mente.
El sol de la tarde
empezaba a descender sobre la ciudad. El cielo sin nubes parecía un fluctuante
mar azul sobre el que se lanzaban de cabeza los grandes edificios. Las jaulas
de las casas se habían abierto y los animales sabáticos invadían las calles.
Gregorio seguía en
su piso, atormentándose. Seguía pensando en Elena, en Virginia, y en la luz que
las unía. No había comido nada; no tenía apetito; lo había perdido, como la
sensación de realidad. Le había llamado Salvador, pero no había quedado con él.
No tenía ganas de salir. Tampoco le había contado lo que le había sucedido ni
lo que le rondaba por la cabeza. Y no sabía muy bien por qué, puesto que tenía
ganas de contarlo, de contárselo a alguien... ¿De contárselo a alguien? No; de
contárselo a Elena, de saber con certeza quién era y quién estaba dentro de
ella; saber si la mujer dorada que se encontraba bajo ella era Virginia; y si
era así saber cómo Virginia había llegado allí; saber lo que había cambiado...
O quizás lo que deseaba de verdad era dejar de pensar en ellas, dejar que su
mente escapara de su cabeza como una paloma de una jaula y poder así volver a
ser un hombre sin complicaciones, sin preocupaciones... Sin embargo, eso ya no
podía ocurrir. Ya no podía dejar de pensar en ellas; de ninguna manera. Una la
había perdido y ahora creía poder recuperarla. Y la otra le podía devolver a la
primera, pero, a la vez, sentía que podía matarlo. No obstante, aun así, quería
verla. Sí, se sentía aterrado y atraído por ella a partes iguales. ¿Y qué si
estaba su vida en juego? También estaba en juego la vida de Virginia.
Así pues,
levantándose, tomó la absurda decisión de ir a ver a Elena y de enfrentarse a
los infiernos.
El rey sol caía
lentamente a tierra. El mar azul del cielo se oscurecía. Las luces de la ciudad
comenzaban a bostezar.
Gregorio había
llegado a la puerta del apartamento de Elena y sentía que estaba viviendo la
última aventura de su vida. ¿Qué estaba haciendo? ¿Yendo a la boca del lobo?
¿Es que se había vuelto loco? ¿Es que de verdad había sido hipnotizado por la
luz de la mujer?
No, no estaba
hipnotizado: estaba enamorado, enamorado de Virginia. Y ahora sentía –lo sentía
su corazón, de forma convulsiva- que Virginia estaba tras la puerta. Sentía su
presencia, el perfume de su ser, la música de su sonrisa, la energía de su
alma. Le podía engañar la vista, pero no su corazón. Detrás de la puerta se
hallaba la única mujer a la que había amado de verdad en toda su vida.
-Virginia, abre
–dijo llamando con la mano a la puerta.
Dentro se escuchó
un ruido.
Gregorio agudizó
sus sentidos, intentando escuchar cómo reaccionaba la mujer que se hacía llamar
Elena al ser llamada por su verdadero nombre.
Se oyeron unos
pasos hacia la puerta.
-Virginia, soy
Gregorio –continuó él-. Ábreme. Tengo que hablarte.
Los pasos se
detuvieron cerca de la puerta.
Gregorio tenía las
manos dentro de los bolsillos, pero se comía las uñas con la mente. Estaba tan
nervioso que, aunque no fumaba, sería capaz de fumarse a la vez tres
cigarrillos encendidos por el filtro. Al otro lado de la puerta, separado por
una hoja marrón oscura, estaba su suerte o su muerte, su oportunidad de
recuperar a Virginia o la de encontrarse con ella en el cielo.
Repentinamente la
puerta se abrió de golpe, estrellándose con fuerza contra la pared.
La nuez de
Gregorio dio un brinco y sus manos se abrazaron rápidamente a sus cojones para
impedir que éstos escalaran hasta su cuello.
-Pasa –dijo una
voz.
Gregorio oyó la
voz, sorprendido, pero no vio a la persona de la que había salido. La puerta
estaba abierta, se veía el interior de la habitación, pero ahí no se apreciaba
a nadie. ¿Quién había abierto la puerta entonces? ¿Quién había hablado?
-Pasa –repitió la
voz-. ¿O te vas a volver a escapar corriendo?
Gregorio reconoció
la voz, era la de Elena, y sintió su presencia a tan sólo un metro, pero no la
podía ver. ¿Era invisible? Sus piernas flaquearon y le pidieron echarse a
correr, escapar de allí, pero estaba demasiado asustado como para moverse.
-Ya sé que no me
puedes ver –dijo la mujer-. Y veo que has averiguado que soy Virginia. Entra,
no me tengas miedo.
“No me tengas
miedo”, se repitió Gregorio. “Y me lo dice una mujer que ha muerto y que es
invisible”.
Resoplando, entró
en la habitación. A pesar de que no la podía ver, sentía que realmente era
Virginia la que le hablaba.
La puerta se cerró
tras él –a todas luces, la cerró ella- y caminó hasta llegar a la cama,
escuchando los pasos de ella y deduciendo por el sonido que iba con zapatos
planos.
-Siéntate –le
indicó la mujer.
Sin atreverse a
desobedecer, se sentó en la cama. Y al sentarse vio a Elena caminando hacia el
espejo de la pared, reflejada en él. Sí, la veía en el espejo –llevaba la misma
ropa que la noche anterior-, aunque no era visible de otra manera. Ella
descolgó el gran espejo de la pared y lo dejó apoyado un poco más a la derecha.
Una vez allí, se separó de él y se sentó en una silla justo enfrente, para que
así Gregorio la pudiera ver a través del espejo.
Gregorio se había
quedado mudo.
-No soy visible
durante el día –habló ella, serenamente-. Soy un animal nocturno y sólo soy
visible de noche. Pero los espejos me delatan. Me reflejo en ellos siempre, al
contrario que los vampiros, que tienen la suerte de no reflejarse.
Gregorio la oyó y
se quedó doblemente mudo. Se volvió y no vio nada. Sólo veía su reflejo.
-¿Me ves bien así?
-Sí, sí... –musitó
él, totalmente alucinado.
Estaba viendo el
reflejo de algo que no se veía, estaba viendo en un espejo a una mujer
invisible que decía de sí misma que era un animal nocturno; y él estaba ahí
sentado, escuchando lo que le decía. ¿Es que estaba loco? ¿O es que era Juan
Sin Miedo? No, no lo era: su cuerpo estaba rodeado por el terror; pero era un
terror tan atrayente, tan deliciosamente misterioso...
-Me alegra que
sepas que soy Virginia –sonrió ella.
Gregorio la miró a
través del espejo, sin saber qué decir. ¿Cómo podía ser ella? Había visto su
cadáver hacía meses, había visto por sus propios ojos que había muerto... Y
ahora le hablaba desde dentro de otro cuerpo, dentro de otra piel.
-¿Cómo es posible?
–quiso saber-. Tú habías muerto...
-¿Recuerdas que
quería invocar al diablo? –atajó ella-. Lo conseguí.
-Y ahora te has
reencarnado en otro cuerpo...
-Digamos que sí.
-¿Y cómo es que
eres invisible? ¿Qué es eso de que eres un animal nocturno? ¿Y cómo es que tus
ropas también son invisibles?
Ella se tocó la
camisa, sonriendo.
-De día todo lo
que me rodea se hace invisible. Hasta la ropa.
“Hasta la ropa”,
se repitió en la cabeza de Gregorio, “Como si la piel que la rodeara fuera otro
traje, otra ropa interior”.
-¿Por qué este
cambio de cuerpo? –preguntó.
-Bueno, así he
conseguido saber que me quieres, he conseguido que me besaras, que me
desearas...
Gregorio la miró, atragantándose
su respiración en el pecho a la vez que el reloj de su corazón se paraba. La
sangre dejó de circular durante un segundo por su cuerpo.
-Soy más atractiva
con este cuerpo, ¿verdad?
Gregorio no podía
decir nada. Era como si tuviera una gran piedra en la garganta que no dejara
salir sus palabras.
-Siempre te he
querido –continuó ella-. Siempre. Y ahora sé que tú también.
-Por eso...
–balbució él, rompiendo la piedra de su garganta.
-Sí, por eso
decidí cambiar de cuerpo –acabó ella-. Mi cuerpo anterior, desde luego, no era
tan maravilloso como éste. Estoy buena, ¿eh? –dijo sonriendo y poniendo pose de
modelo.
-Tú me gustabas
mucho como eras antes. Con tu... anterior cuerpo –dijo Gregorio, extrañándose
de decir algo tan absurdo y tan estúpido, como queriendo convencer a una
persona que se ha hecho diez mil operaciones de cirugía plástica de que antes
estaba más guapa.
-Oh, tuviste años
para decírmelo –reprochó ella-. Años. Y ahora con este cuerpo, ya ves, en una
noche conseguí que me abordaras...
-Bueno, siempre he
sido muy tímido... –intentó defenderse Gregorio.
-Quiero hacer el
amor contigo –dijo ella de pronto-. Ahora. He esperado ya demasiados años.
Gregorio miró
asombrado a la mujer del espejo. ¿De verdad era ella Virginia? ¿Diría “su”
Virginia algo así? Sin embargo, su corazón no tenía dudas: sentía que era ella,
sabía que era ella.
-Demasiados
años... –repitió ella, comenzando a desabrocharse los botones de su camisa
negra de manga larga.
Gregorio sintió
que su trasero estaba completamente pegado a la cama. No se podía levantar, de
ninguna manera, y veía asombrado el espejo –lo que reflejaba el espejo-,
pareciéndole algo irreal, lejano, como si en vez de un espejo fuera un
televisor.
Y la actriz de la
película se desabrochó botón tras botón, botón tras botón, con la cadencia de
quien deshoja margaritas, liberándose de la camisa poco a poco y dejando al
descubierto su sujetador blanco. A continuación se quitó los zapatos, también
sin prisa, como con cuidado, como si fueran de cristal y temiera romperlos.
Seguidamente, levantándose, se bajó los pantalones vaqueros con la gracia de
las personas de los anuncios, se los quitó y los lanzó bien lejos, al otro
extremo de la habitación, fuera del campo de visión del espejo.
Gregorio la miraba
absorto, incapaz de hablar, incapaz de apartar la mirada, sintiéndose como el
espectador de un gran sueño, de un gran ballet.
Y el baile
continuó, y ella se quitó su sujetador blanco como quien destapa un embriagador
perfume a cámara lenta, dejándolo caer al suelo con la picardía con la que una
dama dejaría caer su pañuelo para captar la atención de un caballero. Después
pasó delicadamente las yemas de los dedos por los ojos de sus senos para así
despertarlos –se habían liberado de su venda blanca y ya podían volver a ver-,
consiguiendo poco a poco poner erectas sus pupilas rosadas.
Gregorio se la
comía con la mirada, los ojos como platos, pensando en lo que se perdería si no
la pudiera ver, agradeciendo de corazón al inventor del espejo su gran
aportación al bien de la humanidad.
Ella se volvió de
espaldas al espejo y se empezó a bajar lentamente las bragas, asomando así de
forma gradual sus dos grandes mofletes, redondos y carnosos. Sus bragas blancas
–como si fueran un compás de tela- recorrieron la curva de sus nalgas rotundas
y al finalizar el arco quedó descubierto por completo su exquisito melocotón; a
continuación, las bragas cayeron en silencio sobre sus pies desnudos. Después
liberó a sus tobillos de sus esposas blancas y las lanzó también fuera del
campo de visión del espejo. Se volvió al fin, totalmente desnuda, y su vello
púbico rubio fue lo primero que miró Gregorio, buscando más abajo –sin verla-
la luz de la luciérnaga de su interior.
-Mírame –dijo ella
con voz neutra-. Ya es de noche.
Gregorio
comprendió. Se volvió, y ahí estaba ella, materializada, visible, corpórea. Ya
no tenía que mirarla a través del televisor-espejo. Al parecer, ya había caído
la noche, aunque él no lo podía apreciar, ya que no había ventana alguna en la
habitación.
-¿Te vas a
desnudar? –preguntó ella, sonriendo aviesamente.
Gregorio no
respondió. Se empezó a desnudar directamente. Aunque no con la gracia y
lentitud de la mujer. En menos que canta un gallo, en un abrir y cerrar de
ojos, su fina americana, su camisa, su pantalón, sus zapatos, sus calzoncillos
y sus calcetines fueron a parar al suelo.
Ella se deslizó
lentamente hasta él y se tumbó en la cama a su lado.
-Te deseo tanto
–susurró-. Te he deseado tanto...
-Yo también
–asintió él, jurándose para sí que lo que decía era cierto y mostrándolo para
fuera con su cuerpo excitado, con su pene erecto.
La miró a los ojos
y sintió que iba a hacer lo que siempre había soñado. En el fondo de los ojos
de la mujer, le aguardaba Virginia.
Invadido por el
deseo, la abrazó, enlazó su lengua a la suya y el centro de su cuerpo buscó el
de ella. Ella se abrió de piernas, facilitándole la búsqueda. Él le acarició
todos los rincones de su cuerpo; besó sus senos, mordisqueó sus pezones, chupó
su ombligo... y bajó la vista hacia su sexo. Ella adivinó lo que pensaba y le
dijo:
-No tengas miedo
de la luz. Te gustará.
“Te gustará”, se
repitió en la cabeza de Gregorio, que miraba la entrepierna de la mujer y el
fulgor que despedía, semejante a la luz de un faro que intenta guiar a los
barcos iluminando los arrecifes. Pero Gregorio no veía los arrecifes; era un
marinero ciego, hechizado por cantos de sirenas.
Ignorando sus
temores y empujado por la pasión, se tumbó sobre ella; delicadamente, la
penetró y la blanca luz rodeó por completo a su miembro viril. Fue como meterlo
en una hoguera, pero en un hoguera en la que las lenguas de fuego eran mimosas,
cariñosas, cálidas, acogedoras; las paredes de la vagina de la mujer estaban
envueltas en llamas besuconas y apasionadas. Fue como introducir su pene en el
pozo de los placeres. Al hacerlo, Gregorio se sintió en el cielo, en las nubes,
en el espacio. La danza del amor comenzó y los dos se empezaron a mover al
ritmo de su pasión. Se movían a la par, totalmente unidos, como si fueran uno
solo. Parecían buenos bailarines del sexo. Gregorio entraba y salía por la luz
de la mujer con el compás que le marcaba su loco corazón. Debajo de él, ella se
abría como una flor y se erguía ligeramente, facilitando así que el miembro
erecto llegara una y otra vez hasta el fondo de su ser donde se encontraba el
diamante del que partía la luz. Y así, poco a poco, una bruma femenina empezó a
rodear a Gregorio. Una fragancia sexual lo empezó a envolver. Mares y
torbellinos se agitaron sobre él. Estrellas fugaces pasaron a su alrededor como
flechas blancas. Estaba siendo rodeado por el frenesí y todo su cuerpo se
estaba hinchando de aire, de aire sexual, como un globo cachondo, y sentía que
de un momento a otro iba a explotar. Su cuerpo hervía, y se sentía como si la
mujer lo estuviera absorbiendo; sentía que la mujer tiraba de él, como si una
cuerda invisible se hubiera atado a su pene desde las entrañas de ella y lo
atrayera con fuerza; sentía que el sexo de la mujer le intentaba chupar y
exprimir su cuerpo, su ser, todo, a la vez que sentía que él se iba, todo su
cuerpo se iba, sí, se derretía, se convertía en líquido y en aire hacia ella,
sin poder remediarlo. Estaba envuelto en un ciclón de carne, en un tornado de
sudor, en un huracán de excitación, en un remolino de deseo, en un tifón de
gemidos... Y naufragó sin remedio, sin poder resistirse. Eyaculó –a la vez que
ella se abandonaba también-, dejándose llevar, sintiendo que si no lo hacía
moriría, explotaría, pues todo su cuerpo pedía a gritos salir, expandirse,
volar; y su semen brotó, caliente como la lava de un volcán, inundando a la
mujer, sintiendo que su cuerpo se vaciaba como una bolsa a la que se le da la
vuelta y sintiendo a la vez que se llenaba, como si otra bolsa intercambiara su
contenido con la suya; y sus ojos se cerraron, y su vista bajó –recorriendo
velozmente su cuerpo- hasta su pene y salió por él, al igual que su mente, su
ser, su alma; sí, todo salió de él; y se extendió por las entrañas de la mujer
como un río, como un mar, como un mar que se cruzaba con otro mar, inundando
sus arterias, sus venas, su carne, sus huesos, sus nervios, recorriendo su
vientre, todo su cuerpo; y subió hasta el corazón, llenándolo de sensaciones;
hasta su cerebro, llenándolo de pensamientos; hasta sus ojos, llenándolos de
vista; y los abrió, y se vio a sí mismo –como si se mirase en un espejo-,
encima de él. Sí, él estaba encima de él. ¿Cómo podía ser? ¿Qué ocurría?
De pronto,
mientras seguía preguntándoselo, sin comprender, sintiéndose como borracho y
mareado tras haber eyaculado, su imagen se separó ligeramente de él, se levantó
de la cama y caminó desmañadamente hasta la mesilla de noche. Abrió un cajón y
sacó de su interior una pistola con silenciador, volviéndose con ella hacia él.
Su imagen le sonreía, pero no era su sonrisa: era la de Virginia. Su imagen era
Virginia.
Aterrado, Gregorio
se miró a sí mismo, miró su pecho y vio el cuerpo desnudo de una mujer: el
cuerpo de Elena. Sí, estaba dentro de su cuerpo. Sentía su largo cabello sobre
los hombros, veía sus senos, su vello púbico rubio... ¡Habían cambiado de
cuerpo al hacer el amor!
-¿Te gusta tu
nueva piel? –dijo sonriendo su imagen con su voz, aunque sintió que era
Virginia quien hacía la pregunta, dentro de su cuerpo.
-¿Cómo...? ¿Por
qué? –balbució Gregorio tras la piel de Elena, saliendo la voz de Elena.
-Te he engañado.
Te he engañado como a un imbécil –rió Virginia con una mueca burlona y femenina
en el rostro de un hombre-. ¿Recuerdas que quería invocar al diablo? Pues nunca
lo conseguí. Pero en vez de traerlo yo, él me encontró. Sí, una noche que
volvía sola a casa a las tantas de la madrugada, me atrapó un tipo envuelto en
una gabardina, me arrastró hasta un callejón y me violó. Pero no era un vulgar
violador, no. Era él o uno de sus demonios. Olía a azufre, era verde como una serpiente
y poderoso como un coloso. Y dejó dentro de mí su semilla, su luz. Me convirtió
en un “luciente”, en un portador de la luz del diablo. Sí, me convirtió en un
monstruo, en un reptil, en un reptil que necesita cambiar de piel cada cierto
tiempo, pues se desgasta rápidamente un cuerpo utilizado por la luz del diablo.
Sí, a la piel que te rodea le queda poco de vida. En dos o tres días se te
arrancará a tiras por sí sola, se te pudrirá, se te despellejará... Será
horrible... Sé que no lo soportarás. Deberías hacer ahora lo mismo que hizo la
primera persona con la que cambié de cuerpo: suicidarte.
Gregorio la
escuchó, trémulo.
-No, no... –dijo
débilmente.
-Claro que si no
te atreves a suicidarte te puedo ayudar –dijo Virginia apuntándole con la
pistola.
Gregorio vio su
propio cuerpo apuntándole. ¿Sería capaz su propio cuerpo de matarlo?, pareció
pensar.
-Devuélveme mi
cuerpo... –lloriqueó como un niño.
-Oh, puedes
conseguirlo. Si te quedan ganas y no te asusta mi pistola –dijo ella con una
mueca-. Sólo tienes que hacerme el amor y los dos intercambiaremos de nuevo
nuestros cuerpos. Sí, así cambio de cuerpo, con el contacto más íntimo,
haciendo el amor. Éste –dijo ella tocándose el pecho-, que es el tuyo; bueno,
era el tuyo, es el cuarto cuerpo que ocupo. El que te rodea a ti ahora era una
prostituta de lujo. He descubierto que cuando se es un hombre y a la vez un
animal nocturno y se necesita hacer el amor para sobrevivir, lo más fácil es
buscar una mujer así... Claro que con tu maravilloso cuerpo no creo que sea
necesario...
-Yo te quería...
–farfulló Gregorio, como si con ese sentimiento pudiera luchar contra lo que
oía, incapaz de creer que lo que le estaba sucediendo fuera verdad.
-Yo también te
quería –asintió ella-. Por eso elegí tu cuerpo. Quería tenerlo, poseerlo
durante unos días... Además, lo que voy a hacer ahora también es un gesto de
amor.
Y disparó
fríamente, sin pestañear, atravesando la silenciosa bala la cabeza de Elena, la
mente de Gregorio, y el cuerpo de mujer con alma de hombre se desplomó sin vida
sobre la cama.
Virginia sonrió y
observó satisfecha, por última vez, su anterior envoltorio. Seguidamente, tomó
las ropas de Gregorio del suelo; con la comprensible inexperiencia de manejar
un nuevo cuerpo, se vistió con ellas y ocultó la pistola debajo de la
americana. Después, silbando, salió de la habitación sintiéndose orgullosa de
su nueva piel.
6 comentarios:
Realmente, la primera vez que leí este relato me sorprendió mucho. Nunca pensé que la luz del diablo fuera así... El título despista. Un abrazo, amigo.
Esto es ya un clásico diabólico-demoníaco-luciferiano.
El diablo no es más que la otra cara de la moneda de Dios. Y se parecen tanto que apenas se distinguen. Y encima la moneda es falsa...
Hola, Marcos, supongo que habrá luces para todos los gustos.
Un clásico, claro que sí, Alfredo. Estoy contigo en todo lo que dices.
Hay al menos dos personas (también escritores) a los que les he recomendado que visiten tu blog y te lean. Cada vez que asoma un relato tuyo lo celebro, desde el título al final. Maestría narrativa en la evolución psicológica de los personajes, sobre todo en Gregorio. Es un relato carnívoro, simbionte, al más puro estilo Hitchcock, si me lo permites...al más puro estilo Roberto Malo, por supuesto. Enhorabuena.
Mil gracias por tu apoyo, Ginés. Así da gusto...
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