(Premio Nocte y Premio Ignotus)
La ciudad dormía; era mecida en su cuna de asfalto por la negra mano de
la noche. Yo no dormía. Estaba al lado de la ventana de mi habitación;
escuchaba los ronquidos de los coches y observaba las luces de neón y la noche
de abril que se alzaba sobre ella como una gran perla negra; la ciudad parecía
un animal inmenso, invadido por escarabajos de metal y hormigas con trajes,
invadido por el sueño.
Y el sueño no tardó en rodearme a mí también y decidí acostarme. Apagué
las luces de mi cuarto y me metí en la cama. Mi habitación se sumió en la
oscuridad y se durmió. Yo también, un poco después. Primero se me durmieron las
piernas. Luego los brazos. Después, todo entero, me dormí.
Desperté, sin saber cuánto tiempo había pasado, sintiendo que la ciudad
se había despertado, sobresaltada. Al abrir los ojos supe por qué. Como mi
ventana estaba abierta, toda mi habitación estaba invadida por el color del
cielo nocturno; sí, todavía era de noche: el reloj de mi cuarto marcaba las
tres de la mañana; y el darme cuenta de eso me horrorizó, pues el color de la
noche, el color del cielo...
Era rojo. Rojo sangre.
Me levanté tembloroso de la cama, me arrastré hasta la ventana y miré a
través de ella (abriéndose mis ojos como dianas y saliendo mis pupilas
disparadas como flechas, atravesando casi el cristal): nubes de algodón rojo
llenaban el cielo como buques fantasmas, como carrozas fúnebres, como pájaros
ensangrentados...
Atónito, me pregunté de dónde habrían salido esas extrañas nubes.
Nubes rojas. Nubes rojas de tormenta.
Parecían grandes monstruos salidos del infierno; parecían porciones del
averno; parecían inmensos globos llenos de sangre.
Eran visibles perfectamente, como si el foco de la oculta luna llena
las iluminara.
Las gentes –desde las calles y las ventanas- las señalaban con sus
dedos, con sus ojos, con sus bocas abiertas...
De pronto, mi teléfono empezó a sonar quejumbrosamente.
-¿Sí? –dije mientras descolgaba, sin dejar de mirar el cielo.
-Juan... –dijo una voz nerviosa-, soy Eva. ¿Te he despertado?
-No, no –musité-. Estaba despierto.
-Entonces has visto el cielo.
-Sí.
-¿Sabes a qué se deben?
-¿Las nubes?
-Sí.
-Bueno..., no lo sé. Pero no creo que sea nada grave.
-¿No? Juan, no te hagas el tonto conmigo. Sabes tan bien como yo que
esas nubes representan una amenaza.
-¿Por qué?
-Dios mío, ¿no las has visto? Si sólo hubiera cuatro, diría que son los
cuatro jinetes del apocalipsis.
-Creo que exageras.
-¡No exagero! Joder, ¿no te dan miedo? ¿No tiemblas al mirarlas?
-No.
-¿Acaso te parecen hermosas?
-Forman una buena postal.
-Qué romántico. Pues esa postal va a caer sobre ti y te va a estrujar y
te va a convertir en una bola y luego te tirará a la gran basura del centro de
la tierra.
-¿Qué estás diciendo? ¿Que va a caer sobre mí? ¿Que van a caer sobre
mí?
-No. Caerán sobre todos nosotros. Sobre ti y sobre mí.
-Eres una fatalista, hombre.
-Soy realista.
-¿Realista? Estás volando. Te estás dejando llevar por tu imaginación,
por tus miedos. Son sólo unas nubes.
-Son rojas.
-Ya. Mi color favorito.
-¡Deja de hacerte el gracioso! ¡Estamos a punto de morir y sólo piensas
en hacer chistes!
-¿Estamos a punto de morir?
-Sí, creo que sí... Juan, tengo miedo. Observar las nubes ha sido como
ver escrito en el cielo: “Vais a morir”. Y se refería a todos nosotros, a todos
los de esta ciudad... Estoy muy asustada.
-Bueno, la verdad, yo también estoy un poco asustado.
-Vaya, me alegra oírlo.
-No deberías. Yo debería tranquilizarte y decirte que tiene una
explicación lógica. No debería unirme a tu miedo.
-Pero yo quiero que te unas conmigo. Quiero verte, quiero que estemos
juntos ante esto.
-De acuerdo... ¿Voy a tu casa?
-¿Te viene bien?
-Claro. Quieres que vaya, ¿no?
-Me encantaría.
-Pues voy.
-Oye, si quieres voy yo a la tuya.
-No; déjalo, enseguida voy para allá.
-Te espero.
-Hasta ahora.
-Date prisa, por favor.
-Descuida.
Colgué y me vestí rápidamente. No tuve que encender la luz; el
resplandor rojo del cielo iluminaba mi habitación como si fuera un cuarto de
revelado fotográfico. Cogí todo el dinero que tenía en mi apartamento, por si
acaso, y salí cerrando de un portazo. Recorrí el rellano a buen paso y empecé a
bajar las escaleras de mi edificio mientras escuchaba murmullos de cañerías.
Sin duda, las cañerías estaban tan inquietas como yo. En el cielo, sobre
nuestras cabezas, algo extraño estaba sucediendo.
Al llegar a la entrada me miré en un espejo y vi a un hombre asustado,
asustado sin saber por qué, sin saber de qué. Vi a un hombre que iba a morir
sin conocer a su asesino.
Abrí la puerta y salí a la calle. Alcé la vista y observé el cielo.
Estaba rojo. Rojo. Era algo diabólico. Era un cielo irreal, de cómic, de
discoteca, de película, de obra de teatro; no podía existir algo así. El cielo
era una gran nube roja. Sí, las nubes lo llenaban y no parecía que se movieran.
La noche soplaba, había viento en la calle, pero las nubes no se movían ni un
ápice. Supongo que no se querrían mover; estaban donde querían: sobre nuestras
cabezas.
Al verlas sentí que me derrumbaba. Yo me creía un tipo duro, pero
podían conmigo. Era como el poderoso Obélix, temblando al sentir que el cielo
caía sobre mi cabeza. Traté de no mirarlo y empecé a caminar hacia la casa de
Eva. Vivía cerca. No hacía falta que me lamentara de no tener coche.
Había poca gente en la calle; ni eran horas ni era el día indicado para
pasear de noche. Casi todas las personas estaban refugiadas en sus casas, como
si allí estuvieran lejos de la amenaza de las nubes. Se veían a muchas en sus
ventanas, observando el cielo con caras de asombro. El cielo también nos
observaba. Sí, era un gran ojo, inyectado en sangre.
Entonces un mendigo se me acercó, deteniendo mi caminar.
-Vamos a morir –proclamó como un
profeta enloquecido.
-Claro, algún día –sonreí.
-No, esta noche.
-¿Esta noche? No, no tengo ganas. He quedado con una amiga.
-Pues lo siento, amigo, pero es el final –masculló tristemente.
-Yo no voy a morir... –murmuré, hablando más conmigo mismo que con él,
intentando convencerme a mí; a él no le tenía que convencer.
-Todos vamos a morir –dijo funestamente.
-Sí, vas a morir como no te calles –le espeté-. Tengo prisa; he quedado
–dije apartándolo con una mano y seguí caminando sin dilación.
-Una cita con la muerte, ¿eh? –dijo mientras me alejaba.
Le di una patada a una lata de cerveza que había en el suelo y salió
despedida hasta estrellarse contra un cubo de basura. La pobre lata no tenía la
culpa de lo que estaba sucediendo, pero de alguna manera tenía que descargar mi
furia.
En la otra acera, una pareja de jóvenes estaban metiéndose mano en un
portal. Al verlos, me entraron náuseas. ¿Cómo podían estar metiéndose mano
mientras la muerte volaba sobre nosotros?
Entonces la muchacha levantó la cabeza y su mirada se encontró con la
mía. Al ver su expresión comprendí. Estaba aterrada, desesperada, y se abrazaba
a la persona que más quería. Me avergoncé de mí mismo. Deseé decirles que
entrasen dentro e hicieran el amor. Quizás fuese su última oportunidad.
Torcí la esquina y llegué al edificio en el que vivía Eva. Entré en el
portal y empecé a subir las escaleras rápidamente, como si quedara poco tiempo
del reloj de mi vida y lo quisiera aprovechar. Llegué al tercer piso y, cuando
iba a llamar al timbre, Eva me abrió la puerta.
-Pasa –dijo sonriendo.
Una sonrisa forzada, fruto del miedo.
Entré y caminé en silencio hasta dejarme caer en el sillón del salón.
-¿Quieres tomar algo? –me preguntó.
-A ti.
-¿Qué?
-Nada, estaba pensando que deberíamos hacer el amor. Hace una semana
que no lo hacemos.
-¿Hablas en serio? –dijo aturdida, sentándose a mi lado.
-No, era una broma.
-¿De verdad?
-De verdad –sonreí-. El rojo es el color de la pasión, pero a mí esas
nubes no me han excitado precisamente.
-No, a mí tampoco.
-Pero me gustaría que me abrazaras...
Ella sonrió, dulcemente, abrió los brazos –como una sonrisa de su
cuerpo- y me rodeó con ellos, llenándome de calor. Su cabeza se apoyó en mi
hombro como un cálido pájaro y besé su pelo negro.
-Te quiero –susurré.
-Yo también te quiero –asintió.
-Ya verás cómo esas nubes no se deben a nada grave.
-Ojalá. He escuchado la radio.
-¿Sí? ¿Qué han dicho?
-No saben mucho más que nosotros. No saben de dónde han salido.
-¿La televisión?
-Ya la he puesto. Nadie dice nada.
Resoplé sin saber qué decir.
-Juan, ¿de dónde crees que han salido? –me preguntó con miedo en la
voz.
-¿De una central nuclear?
-No creo.
-¿De una explosión?
-No.
-¿De dónde entonces?
-No lo sé. Pero te diré lo que siento: han salido del infierno.
Quise sonreír, pero no pude. Más o menos, yo sentía lo mismo.
-Sabes que eso no es posible –apunté, intentando parecer razonable-.
Tiene que haber una explicación. Eso no es una explicación.
-Sólo sé que siento que voy a morir, sí, lo siento, como si una voz
interior me lo dijera continuamente, pero no es una voz interior. Es el cielo.
El cielo me lo dice. El cielo es la muerte.
-La muerte no es una cosa material –observé-. Hablas de la muerte
como...
-Ahora es material –me interrumpió-. Está en las nubes, en el cielo,
pendiendo sobre nosotros como una gran espada de Damocles.
-No nos pueden matar unas nubes –manifesté, casi gritando-. No pueden.
-Quizás no nos maten, pero ellas nos avisan. Son un presagio, un mal
presagio.
-¿Y qué crees que debemos hacer?
-No lo sé.
-¿Crees que debemos irnos de la ciudad?
-No lo sé. Quizás las nubes cubran toda la región.
-Bueno, ¿crees que debemos salir de la región, del país?
-Quizás ya no haya tiempo.
-Joder, hablas como una sentenciada a muerte.
-Quizás lo estemos.
Resoplé hondamente.
-Ya verás cómo dentro de unos días te reirás recordando esto.
-Me encantaría que fuera así. Me reiría muy a gusto.
-Sí, yo también me reiría -me levanté del sillón y caminé hasta el
balcón del salón-. ¿Sabes lo que más me molesta de que esté todo el cielo
cubierto de nubes?
-No.
-Que no se puede ver la luna y me gustaría verla.
-Hoy hay luna llena.
-Sí, lo sé.
Eva se levantó del sillón y me rodeó con sus brazos. Sus ojos azules
miraron el cielo con admiración y terror.
-Se me hace raro pensar que sea de noche –dijo ella-. Nunca había visto
una noche así.
-Tampoco parece que sea de día. Es algo intermedio, extraño,
complejo...
-Es un cielo de pesadilla.
“Sí, es una pesadilla”, me dije abriendo el balcón y dejando que parte
del cielo invadiera la habitación. La fría noche se coló dentro.
-¿Qué haces? –dijo Eva-. ¿Por qué lo abres?
-Me estaba ahogando. Sentía cómo la noche se pegaba contra los cristales,
sentía cómo quería entrar...
-Entiendo –atajó ella.
No creo que lo entendiera; ni yo mismo lo entendía.
Al salir al balcón observé la ciudad, respiré la ciudad. El silencio la
rodeaba; un silencio rojo. Muy pocos coches circulaban por los carriles. Muy
pocos peatones recorrían las aceras.
Y, de pronto, sin previo aviso, empezó a llover.
Empezó a llover sangre.
Como si el cielo se estuviera muriendo, como si se estuviera
desangrando.
Sí, lo vi, lo sentí al instante. Empezó a llover sangre.
Plop.
Plop.
Al caer, las primeras gotas de sangre resonaron en mis oídos como
bofetadas, como golpes de tambor, como piedras contra cristal.
Plop.
Plop.
Sangre. Llovía sangre.
Plop.
Plop. Plop.
Plop. Plop. Plop.
Las gotas caían como cuentas del collar rojo del cielo, como lágrimas
del diablo, como sudor de Cristo, como granos de arena roja del reloj del
juicio final.
-El cielo se está desangrando –musitó Eva, observando atónita las gotas
rojas que se estrellaban, como insectos rojos, como pétalos de una rosa roja,
sobre la barandilla del balcón.
Sí, era una lluvia de sangre. Olía a sangre. Apestaba a sangre.
Y pronto los hilos de sangre se empezaron a multiplicar formando toda
una cortina.
El rojo inundaba todo. La sangre bañaba todo. El cielo era un telón
rojo que caía sobre el escenario de la ciudad.
“Dios se está muriendo”, pensé, “Se está desangrando”.
Las personas corrían a sus casas. Los coches corrían a sus garajes.
Nadie quería estar bajo el moribundo cielo. Ni Gene Kelly hubiera tenido ganas
de cantar bajo esa lluvia.
Y, de pronto, el cielo estalló, la tormenta se desató; un relámpago se
precipitó sobre la ciudad como el brazo de un gigante blanco y extendió los
dedos deformes sobre la tierra. Al instante, el trueno resonó como una
explosión. Pronto, otro relámpago iluminó el cielo.
Relámpagos. Relámpagos blancos sobre fondo rojo.
-Vamos a morir –dijo Eva abrazándome.
La miré, compungido, y esta vez no pude decirle que no. No pude decir
nada.
Las nubes se abrieron, explotaron, y la lluvia empezó a caer como una
gigantesca cascada; las gotas de lluvia parecían lanzas rojas: los orificios de
la regadera del cielo se habían agrandado.
-Entremos –dijo Eva-. No soporto el olor de la sangre.
-De acuerdo –asentí, mirando la lluvia con repulsión.
Entramos y cerramos el balcón. Fuera, la tormenta empezó a arreciar.
Los truenos se multiplicaron resonando en mis oídos como si estallaran dentro
de mi cabeza.
El cielo escupía sangre a borbotones. Llovía a cántaros. Se asemejaba
al diluvio; la herida del cielo parecía no tener fin.
Entonces el teléfono empezó a sonar.
Eva me miró y lo miró a él, se decidió finalmente por él y lo descolgó.
-¿Sí?
-Hija mía, soy mamá.
-Madre... –susurró aturdida. Hacía más de un año que no se hablaba con
ella-. ¿Qué sucede?
-Eso es lo que yo te quería preguntar. ¿Está lloviendo barro?
-No, no es barro, madre.
-¿Agua roja?
-No, tampoco lo es.
-¿Es entonces lo que creo?
-Sí. Es sangre.
-Sangre... –musitó su madre, como meditando sobre ello-. ¿Y de dónde ha
salido?
-No lo sé.
-Tengo miedo.
-Yo también.
-Quiero verte.
-...
-Quiero verte –repitió su madre.
-Yo también, mamá.
-¿Sí? ¿Lo dices de verdad?
-Lo dice mi corazón, mamá.
-Entonces... ¿vas a venir a verme?
Eva me miró.
Asentí con la cabeza.
-Sí, mamá, enseguida voy.
-Gracias, hija mía. Muchas gracias.
-Hasta ahora.
Colgó y me miró a los ojos.
-Si no quieres venir... –empezó a decir.
-Voy contigo –dije-. Si mis padres vivieran, yo también querría verlos
ahora.
-Gracias –dijo, sonriendo levemente-. Te quiero.
-Yo también. Pero vámonos, antes de que...
Antes de que...
La frase murió así, interrumpida incomprensiblemente, sin saber ni yo
mismo lo que quería decir.
Abrimos la puerta y empezamos a bajar las escaleras en silencio. No
queríamos ni pensar en lo que nos aguardaba en la calle.
La ciudad parecía una casa de muñecas sobre la que una niña caprichosa
hubiera derramado un gran bote de pintura roja. Todo estaba bañado en rojo,
como si de repente el resto de los colores hubiesen muerto. Eva y yo mirábamos
el espectáculo de pesadilla a través de los cristales del portal. La calle se
duchaba en sangre y, gracias a que los sistemas de alcantarillado eran
nefastos, auténticos ríos recorrían el asfalto arrastrando peces con forma de
latas, papeles y cáscaras de plátano, conducidos todos por la corriente hacia
el corazón de la ciudad.
El cielo sangrante se desparramaba sin cesar. Caía como una manta
fluida, pegajosa, rodeando y envolviendo a las indefensas formas de la ciudad
que se convertían en figuras de un museo de sangre de interior real y molde
sanguíneo, semejantes a las figuras de cera de las películas de terror.
Y, sin querer alargar la agonía de la visión a través del cristal,
temblándome todo el cuerpo, abrí la puerta y le indiqué a Eva que saliera por
ella, pero no fue un claro gesto de caballerosidad, sino de cobardía.
-Creo que voy a subir a coger un paraguas –dijo como una autómata
mientras miraba la calle.
-Claro... –articulé dejando que la puerta se cerrará silenciosamente-.
¿Subo contigo?
-No, quédate aquí. Ahora mismo bajo.
La vi perderse poco a poco por las escaleras, y el sonido de sus
pisadas resonó en mis oídos a la vez que el eco que producían las gotas de
lluvia al estrellarse sobre el asfalto. Cuando bajó, blandía su paraguas con la
mano diestra como si se tratara de una espada o de cualquier arma con la que
luchar contra el destino.
-¿Vamos? –preguntó.
-Vamos –accedí sin atreverme a abrir la puerta.
La abrió ella y el olor de la sangre entró en las ventanas de mi nariz
como un perfume venenoso; y el compás de la pertinaz lluvia al precipitarse
sobre el asfalto se me antojó como una monótona melodía fúnebre. Las gotas
caían con tanta fuerza que parecían querer agujerear y amerar el suelo.
Eva salió a la calle portando el paraguas y yo, cual sombra del mismo,
me puse debajo, sintiéndome al ver la monumental postal roja que se extendía
ante mis ojos tan insignificante como un gnomo que se refugiaba debajo de una
seta. El suelo donde pisábamos era un barrizal de sangre; toda la ciudad
parecía un gran helado de fresa en mal estado que se estaba derritiendo.
Empezamos a caminar sin intentar pensar demasiado en ello. Las gotas de
lluvia caían sobre el paraguas como maldiciones, como advertencias, como
insultos, como desafíos. Me abracé a Eva y la besé en la boca, confiando en que
el beso pudiera despertarme del mal sueño que me rodeaba a mí y a la ciudad, si
bien no lo conseguí y quedó mi gesto como un acto desesperado y carente de
romanticismo.
Pensé en coger un taxi para que nos llevase a casa de su madre, pero,
si bien pasaban coches, no creo que ninguno tuviera intención de parar. Por
otro lado, con el lavado de sangre que llevaban no era fácil distinguir los
taxis de los demás coches ni que éstos nos vieran a nosotros. Eva también se
debió de dar cuenta de ello, ya que seguimos caminando en la misma dirección.
Nuestro paraguas parecía un animal herido de cuyos contornos colgaban
hilos de sangre que poco a poco se estrellaban contra el suelo. Nuestro caminar
se aceleraba a la vez que la lluvia, y nuestros ojos observaban a los cuatro
locos que recorrían las calles y a la sangre que parecía hervir bajo nuestros
pies; daba la impresión de que el suelo estuviera ocupado por un ejército de
hormigas rojas y éstas escalaran por la base de los semáforos, de las señales
de tráfico y de las farolas, a la vez que otro ejército caía del cielo e iba
envolviendo a dichas formas con su velo sanguíneo. Sí, daba la impresión de que
la sangre tuviera vida; los semáforos eran árboles en cuyas bases crecían
raíces de sangre que subían por sus cuerpos, dándoles una piel, una piel roja.
Sí. Y pronto me di cuenta de que no sólo les daban una piel. Les daban vida.
Una farola empezó a balancearse de un lado a otro –la luciérnaga que
habitaba en su cabeza brillaba con maléfica intensidad-, se comprimió
increíblemente, como un muelle, se soltó de un salto del suelo y empezó a botar
tal y como lo haría un chupa-chups gigante. Se precipitó sobre un asombrado
peatón y lo aplastó dejándose caer sobre él como un árbol talado.
Sin darnos tiempo a reaccionar, un buzón de correos se soltó asimismo
de la cadena del suelo y echó a correr como un perro rabioso por la acera.
Saltó ágilmente sobre una mujer, la tiró con fuerza al suelo, abrió su boca
–que parecía el hueco de un ascensor, agrandándose en un segundo como la de un
león- y de un mordisco le arrancó la cabeza a la mujer, tragándosela, cayendo
al interior junto a sus cartas.
Eva profirió un grito ahogado y yo hubiera vomitado si hubiera tenido
tiempo para pensar, ya que al momento una señal de dirección prohibida y un
semáforo en rojo se soltaron del suelo con la misma y asombrosa facilidad y se
lanzaron sobre nosotros.
Tomé de la mano a Eva y eché a correr a toda velocidad; ella dejó caer
el paraguas y la lluvia nos saludó con su húmedo contacto.
Un coche se detuvo al lado de nosotros y corrimos instintivamente hacia
él. Al acercarnos nos dimos cuenta de que había sido el propio coche el que
había decidido detenerse, ya que el conductor –que lo veíamos a través del
cristal delantero por el que pasaban los limpiaparabrisas- intentaba en vano
hacerlo andar. Cuando le íbamos a pedir que nos dejara entrar, vimos cómo el
asiento se cerraba sobre él como una ostra, cómo el volante se estiraba a la
vez como una lanza con punta circular y cómo todo el automóvil se comprimía al
igual que un acordeón, quebrándose al unísono todos los cristales de las
ventanas y cayendo sobre el desdichado conductor. Las varillas de los
limpiaparabrisas acabaron limpiando la sangre de su cuerpo deshecho y
aplastado, trazando su continuo arco como bofetadas constantes.
Nos alejamos aterrados, comprendiendo que las cosas que cobran vida se
cobran muertes, y vimos de soslayo –no sin cierta alegría- cómo el semáforo y
la señal de tráfico que nos perseguían se decidían a entrar en el portal de una
casa. Al mirarlas, Eva tropezó con un bordillo (oculto por la nieve roja
coagulada) y, como íbamos de la mano, caímos los dos al suelo. No sé de dónde
salió, pero en ese momento la tapadera de una boca de alcantarilla se precipitó
rodando sobre nosotros a toda velocidad. Con determinación infernal. Me abracé
a Eva rápidamente y rodamos juntos por el suelo sangriento. La tapa metálica no
nos dio por un pelo, pasando justo a nuestro lado. Al pasar de largo derrapó
sobre la lluvia como una rueda encabritada, perdió el equilibrio y cayó al
suelo pesadamente.
Eva y yo nos incorporamos y echamos a correr como locos; no podíamos
hacer otra cosa. Al pasar delante de un gran edificio observé que una mujer
miraba asombrada desde su ventana abierta el dantesco espectáculo. Entonces, en
cuestión de un segundo, el alféizar de la ventana se cerró sobre ella como una
prolongación de la pared y la aplastó como si fuera un insignificante insecto.
Luego la ventana adoptó forma de ojo –inyectado en sangre de la desgraciada
mujer- y me dedicó un guiño cómplice. A la vez, la puerta del edificio se abrió
de par en par y salió ondulando en el aire una gran alfombra roja: comprendí
que el edificio me estaba sacando la lengua.
Lo maldije con toda mi alma y seguí corriendo sin saber si merecía la
pena escapar, sin saber si habría algún sitio donde pudiéramos escapar. Sin
embargo, mis piernas querían vivir y a ellas las seguía. Eva también seguía mi
ritmo, presa del terror, y estrechaba mi mano con tanta fuerza que me hacía
daño.
Sin embargo, la tapadera metálica frenó nuestra huida; me golpeó por
detrás en una pierna, levantándome con fuerza en el aire, y caí al suelo con
todo mi peso, arrastrando en mi caída a Eva. Después la tapa de alcantarilla
siguió rodando como si nada y empezó a perseguir a un hombre.
Mientras me incorporaba a duras penas a la vez que Eva, vi cómo a dicho
hombre se lo tragaba la tierra, desaparecía de mi visión y, al ver botar
burlonamente a la tapadera –opérculo de la poseída ciudad-, comprendí que el
hombre había caído por el hueco de una alcantarilla, sencilla trampa de caza
cubierta seguramente por una frágil telaraña sangrienta.
Torcimos la esquina y recorrimos a toda velocidad una callejuela en la
que unos cubos de basura devoraban ávidamente a unos gatos; los desesperados
maullidos me afectaron más que cualquier agónico grito humano.
Seguimos corriendo sin intentar prestar atención a todo el infierno que
nos rodeaba y salimos a la calle donde se encontraba la casa de la madre de
Eva. Aceleramos el paso, sintiendo cada vez con más fuerza la cortina
sangrienta que nos empapaba sin cesar y observamos asombrados una motocicleta
fantasma que por sí sola acosaba a un joven y una estatua ecuestre que
perseguía al galope a una mujer mayor. Al mismo tiempo, sorteamos algunos
cadáveres humanos y llegamos por fin enfrente de nuestra meta.
El edificio en cuestión y todos los demás se habían convertido en
increíbles monstruos de pesadilla; habían adoptado formas tan orgánicas que ni
el mismísimo Gaudí se hubiera atrevido a soñar. El tejado parecía la joroba de
un ser deforme, coronada por un pararrayos que bailaba al compás de los
relámpagos que lo besaban con su blanca luz; semejaba un cañón láser de
discoteca que iluminaba la encarnada pista del cielo: los truenos ponían la
música. Más abajo, las ventanas del edificio habían adoptado formas de ombligos
que se abrían y cerraban a su antojo, convirtiéndose en ojos amenazantes. Toda
la fachada se movía y se convulsionaba como la superficie del mar durante una
tormenta y la entrada principal era una enorme bocaza que sonreía con una mueca
feroz. Temblé al verla, pues sabía que iba a tener que traspasarla. Me sentí
como un bombero que debe entrar en una casa en llamas. Acongojado, dejé de
mirar el monstruoso edificio y me volví hacia Eva.
-Tenemos que entrar –me dijo con voz firme-. Mi madre está dentro.
-Sí –asentí con un hilo de voz, sabiendo perfectamente que era una
locura el entrar y que su madre estaría ya muerta.
Nos miramos a los ojos: vimos la muerte reflejada en nuestras pupilas.
Entrelazamos nuestras manos y corrimos hacia lo que hacía tan sólo unos minutos
era un edificio vulgar y ahora era un monstruo hambriento, devorador, al igual
que toda la ciudad.
Al acercarnos, las olas de cemento de la fachada se agitaron
violentamente y la puerta se abrió aún más; entramos por ella velozmente, sin
pensar que nos metíamos en la boca del lobo. El suelo tembló bajo nuestros pies
y nos dirigimos corriendo hacia las escaleras como quien recorre el interior de
una ballena, como dos células extranjeras dentro de un cuerpo ajeno; las
paredes bailaban de lado a lado y estaban cubiertas de sangre, como todo. Casi
sin mirarlas llegamos presurosamente a las escaleras y las empezamos a subir
ignorando el vaivén que nos envolvía, subiendo los escalones de dos en dos, de
tres en tres, de cuatro en cuatro, pero al llegar al primer piso y empezar a
recorrerlo el suelo y el techo decidieron darse un beso.
Desperté poco a poco, algo después de que la oscuridad me envolviera,
sintiendo con agrado la sangre que me rodeaba dándome vida después de la
muerte. Al abrir los ojos y ver mi aplastado y maltrecho cuerpo cubierto de
sangre, el de Eva, el de su madre y otros muchos más, me incorporé y me
encaminé junto a ellos a dar vida a través de la muerte a todo aquel que se
interpusiera en nuestro camino.
2 comentarios:
Merecidamente premiado, desde luego. ¡Este relato ya es famoso!
Siempre es una suerte que te caiga algún premio, Marcos. Famoso no sé, pero desde luego es un relato afortunado.
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