El encuentro
Emilio
abrió la puerta del apartamento alquilado y lo recorrió con la vista. Era el
típico apartamento de playa: un pequeño cuarto de estar, un sencillo
dormitorio, un baño con ducha y una terraza con vistas al mar. Satisfecho,
Emilio llevó la maleta al dormitorio y la puso encima de la cama. Tras abrirla,
empezó a colgar ropa en los colgadores del armario, pero entonces oyó que se
abría una puerta.
-¡Hola!
¿Hay alguien? –dijo una voz.
Emilio
se sobresaltó ligeramente. ¿Cómo podían haber abierto la puerta? Salió raudo
del dormitorio y miró la entrada del apartamento. Estaba cerrada. Y no había
nadie allí.
-Hola
–dijo alguien a sus espaldas.
Emilio
se volvió dando un respingo. Había un joven en bañador en el cuarto de estar.
-¿Cómo
has entrado? –quiso saber, algo asustado.
-Por
aquí –dijo el joven serenamente y señaló una puerta blanca-. Esta puerta
comunica con mi apartamento. He oído que entrabas y me he dicho: voy a conocer
a mi nuevo vecino. Me llamo Bruno –se presentó sonriendo y le tendió la mano.
-Yo...
Emilio... –asintió aturdido, estrechando su mano.
Los
dos se miraron, estudiándose. Bruno era rubio, bastante guapo y tenía un cuerpo
musculoso de gimnasio. Emilio era moreno, tenía un rostro anodino y estaba algo
fofo físicamente. Los dos aparentaban veintipocos años.
-La
próxima vez que quiera entrar llamaré primero a la puerta –dijo Bruno como
disculpa-. Perdona si te he asustado.
-Oh,
no..., qué va.
-Puedes
poner el pestillo que hay en la puerta si quieres.
-Sí...,
claro.
-Bueno
–dijo Bruno y se sentó en una silla como si estuviera en su casa-, ¿cuánto
tiempo vas a estar aquí?
-Eh...
Quince días –dijo Emilio sentándose también.
-Bien,
bien. Yo voy a estar todo el mes. ¿Has venido solo?
“Comienza
el interrogatorio del vecino chismoso”, pensó Emilio.
-Sí.
Mi novia está aquí de vacaciones, con su familia, y he venido a verla.
-No
está mal –sonrió Bruno.
“Ahora
es mi turno”, se dijo Emilio.
-¿Y
tú? ¿Estás solo también?
-Sí,
estoy tan solo como tú. Aquí tengo buenas amigas.
-¿Y
llevas mucho aquí?
-Un
mes.
-¿Y
vas a estar otro mes?
-Sí.
-Menuda
suerte –suspiró Emilio-. ¿Trabajas aquí?
-Bueno,
trabajar no. Pero tengo una ocupación importante. Soy buscador de almejas –dijo
Bruno y sonrió lascivamente-. Hay unas tías estupendas en esta playa.
-Sí,
desde luego. Es una buena ocupación de verano.
-Sí,
lástima que tú estés con novia.
-Ya,
qué se le va a hacer.
-Sí,
qué se le va a hacer. Bueno, no te quiero molestar más. Seguro que tienes que
organizarte todo. Me voy. Ya nos veremos –se despidió y entró por la puerta que
comunicaba con su apartamento.
-Sí,
ya nos veremos.
Emilio
dejó pasar unos segundos, se acercó a la puerta y puso el pestillo. Suspiró,
volvió al dormitorio y siguió colgando sus ropas. “Joder, menudo elemento”,
pensó, “Y vaya puerta de mierda”.
Cuando
arregló todo, salió del apartamento y buscó una cabina de teléfonos. Llamó a su
novia y quedó con ella en la playa.
La batalla
Su
novia se llamaba Adriana. Era alta y muy guapa, aunque extremadamente delgada.
Tumbada en la playa junto a Emilio, parecía un esqueleto en bañador.
Los
dos estaban cerca de la orilla, cada uno en una toalla, y observaban
atentamente a unos niños que jugaban en el agua. Eran tres niños y tres niñas.
Se tiraban puñados de arena mojada unos a otros y Adriana y Emilio los observaban
sin perder detalle por si se escapaba hacia ellos alguna bala perdida de arena.
La
batalla de arena no era de todos contra todos. Era una guerra de sexos. Los
niños contra las niñas. Las niñas contra los niños. Los niños jugaban a joder a
las niñas. Las niñas jugaban a joder a los niños. Poco imaginaban que por mucho
que crecieran, de alguna manera, seguirían jugando a lo mismo.
De las
tres niñas, la más pequeña –que tendría unos cuatro años-, pidió una tregua y
entró en el mar para quitarse toda la arena mojada que tenía pegada al cuerpo.
Sumergió su cuerpecito en el mar y salió de allí sin arena en la piel,
caminando graciosa y coquetamente a pesar de su corta edad.
Adriana
la observaba embelesada.
-Al
ver a una cría tan maja me dan ganas de tener un hijo –le dijo a Emilio.
-A mí
me sucede lo mismo al verte a ti, mi niña –replicó él y le dio un beso-. Por
cierto, ¿te he contado el susto que me he dado al entrar en el apartamento?
-No.
¿Qué susto?
Emilio
se lo contó a grandes rasgos, sin entrar en detalles.
-Así
que hay una puerta que une los dos apartamentos –sonrió Adriana.
-Como
lo oyes.
-Y veo
que tu vecino no es nada tímido, pues si nada más entrar tú allí se te
presenta...
-No,
no creo que sea nada tímido.
-¿Cómo
se llama?
-Bruno.
-¿Y
cómo es?
-Debe
de ser más o menos de nuestra edad.
-¿Es
guapo?
-Bueno,
yo diría que es bastante atractivo –dijo Emilio forzando la voz, simulando la
de una mujer.
-Vaya,
tengo ganas de conocerlo –dijo Adriana.
No iba
a tener que esperar mucho.
El favor
La
noche había caído sobre la playa. Sin embargo, en el apartamento de Emilio era
todavía de día, iluminado por un sol colgado del techo y encerrado en una
lámpara circular. Adriana y Emilio estaban vestidos –llevaban una camiseta y el
bañador- y estaban sentados en la cama. Adriana sostenía dos copas de cristal y
Emilio se dejaba las manos intentando abrir la botella de champán. Por fin lo
consiguió y un mar de espuma y burbujas llenó las copas.
-Por
nosotros –dijo Emilio alzando la copa.
-Por
nosotros –asintió Adriana.
Las
copas hicieron chin chin y después se vaciaron en sus bocas. Emilio dejó las
dos copas en la mesilla de noche y volvió a la cama junto a Adriana. La besó y
entre mimos empezó a quitarle la camiseta.
De
pronto, alguien llamó con la mano en la puerta y se oyó claramente:
-¿Hay
alguien? ¿Puedo pasar?
-¡Mierda!
–gruñó Emilio.
-¿Quién
es? –dijo Adriana.
-Nuestro
querido vecino –apuntó Emilio secamente.
-Vaya...
–articuló Adriana.
-¿No
lo querías conocer? –señaló Emilio y se levantó de la cama.
Salió
del dormitorio y fue al cuarto de estar. Quitó el pestillo de la puerta y la
abrió.
Bruno
aguardaba, en calzoncillos.
-Perdona
que te moleste –dijo al momento-, pero es urgente.
-¿De
qué se trata? –inquirió Emilio.
-Verás,
estoy con esta morena... –dijo él y señaló a la mujer que tenía detrás.
Emilio
miró a la mujer. Sólo llevaba puestas las bragas. Era una morenaza
impresionante. Sus senos eran enormes, redondos e increíblemente firmes;
parecía que estuvieran sostenidos por unas manos invisibles. Sus muslos eran
apetecibles, exquisitos. Y no estaba nada gorda; su cintura era estrechísima.
Era toda una mujer, con unas curvas ideales donde se deben tener.
“Esto
es una mujer”, pensó Emilio, “y no el amasijo de huesos que tengo por novia”.
Miró luego a Bruno.
-¿Qué?
¿Qué querías? –dijo débilmente, todavía conmocionado por la visión.
-Decía
que estoy con esta preciosidad..., bueno, ya estábamos para... –continuó
Bruno-, en fin..., y me he dado cuenta de que no me quedan condones.
-¿Cómo?
–acertó a decir Emilio.
-¿No tendrás
tú?
-Sí...,
sí que tengo –asintió Emilio con un hilo de voz.
-¿Me
podrás dejar un par?
-Sí,
claro. Pasa, pasa.
Emilio
entró en el dormitorio, seguido de Bruno. Adriana estaba sentada en la cama.
-Bruno,
Adriana –presentó Emilio.
-Oye,
qué chica más guapa –dijo Bruno sonriendo y le dio dos sonoros besos.
Con un
rápido vistazo, la observó de arriba abajo, fijándose en los delgados brazos y
en las delgadas piernas que sobresalían de las fronteras de la camiseta de
manga corta; al darse cuenta de su extrema delgadez su rostro pareció
decepcionarse, borrándose lentamente su sonrisa.
Adriana
lo notó y se sintió algo azorada.
Entretanto
Emilio abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó una caja de preservativos.
-Toma
–dijo y se la dio a Bruno.
-No
sabes el favor que me haces –agradeció Bruno-. Te lo devolveré, por supuesto.
¿Tendrás más para ti, verdad?
-Descuida.
Tengo más. Y no hace falta que me devuelvas el favor. Me molestaría, de verdad.
-Gracias,
muchas gracias. Hasta otra –dijo Bruno mirando a Adriana y a Emilio.
-Hasta
otra –asintió Emilio.
Adriana
lo vio salir de la habitación, sin decir palabra.
Bruno
entró en su apartamento y cerró la puerta.
Emilio
se volvió hacia Adriana.
-Será
cabrón –comentó-. Menudas confianzas...
Adriana
lo miraba con el semblante serio.
-¿Qué
te ha parecido?
-No sé
–respondió ella, como ausente.
-¿Te
ha gustado?
-Yo no
le he gustado a él.
-¿Qué?
–dijo Emilio, aturdido.
-Nada
–dijo ella-. Olvídalo.
Emilio
la abrazó.
-¿Continuamos?
–preguntó besándola.
-Continuemos
–accedió ella.
El grito
Dos
horas y media después, Adriana se vistió y se marchó al apartamento de sus
padres.
Emilio,
ya solo, se dejó caer largamente en la cama. El silencio lo envolvió; en su
apartamento no había radio ni televisión, y ahora no había nadie a quien
hablar. Sin embargo, el silencio no era total. Se oían unos leves jadeos del
apartamento de al lado.
“Menuda
nochecita se están pegando”, pensó Emilio con disgusto.
Poco a
poco, los jadeos se fueron haciendo más y más intensos, acabando en lo que fue
un auténtico grito, un grito de mujer desgarrador.
“Menudo
orgasmo”, se dijo Emilio impresionado.
Se
levantó de la cama y salió a la terraza; la brisa marina lo inundó. No tenía
sueño. Se sentó en una silla y observó el negro mar. La luna estaba casi llena
y se veía de un color anaranjado. Emilio no sabía por qué se veía de ese color,
pero el caso es que así resultaba muy hermosa.
Miró
su reloj: eran las cinco de la mañana. Se levantó de la silla y se apoyó en la
barandilla de la terraza. Miró abajo. Había varios coches aparcados en la
acera. Más allá de la acera y los coches, la arena de la playa. Más allá de la
arena de la playa, el mar. Más allá del mar, el cielo. Y más allá del cielo...
¿quién sabe?
Empezaba
a pensar que tarde o temprano se tendría que echar a dormir, pero no tenía
sueño. Y le encantaba ver la noche. La negra y hermosa noche.
Al
rato, vio salir del edificio a alguien. Era la silueta de un hombre que llevaba
una bolsa de basura. La silueta se acercó hasta un contenedor y dejó la bolsa dentro.
Al volverse, para entrar de nuevo en el edificio, Emilio vio su rostro. Era
Bruno.
“Menudo
momento para sacar la basura”, pensó Emilio, “Las cinco de la mañana”.
Sin
darle importancia, decidió acostarse.
La rubia
Tras
unas gafas de sol, Emilio estaba tumbado boca arriba en una toalla. A su lado
estaba Adriana. Los rayos del sol los besaban.
-Tiene
gracia –decía Emilio bostezando-, anoche no tenía sueño, y ahora me muero de
sueño.
-Es
normal –dijo Adriana.
-¿El
qué es normal?
-El
que ahora tengas sueño.
-Pues
no creo que sea normal. Lo que hubiera sido normal es que ayer hubiera tenido
sueño, puesto que era de noche. Claro que a lo mejor debo dormir por el día y
vivir por la noche.
-¿No
te habrá mordido alguna vampiresa? –preguntó Adriana con una sonrisa.
-Como
no hayas sido tú...
-A
propósito, tengo sed. Voy al chiringuito a por un refresco. ¿Quieres algo?
-Sí,
tráete dos refrescos.
-¿De
qué lo quieres?
-De lo
que quieras tú.
-De
acuerdo. Ahora vengo.
Emilio
cerró los ojos –lo cual no le costó mucho- y disfrutó del sol. Así veía todo
rojo y sentía los rayos solares sobre su cuerpo clavándose en él como flechas
infernales.
De
pronto oyó una voz. Una voz que le resultaba conocida. Abrió los ojos. Era
Bruno, un par de metros delante de él, charlando con una preciosa rubia en
tanga. Paseaban los dos por la orilla. La rubia, desde luego, no era la mujer
con la que Bruno había pasado la noche –Emilio todavía la recordaba
vívidamente-, pero no tenía nada que envidiarle; lucía un cuerpo increíble,
apetecible. Sin duda alguna, Bruno tenía buen gusto.
-¡Bruno!
–le llamó Emilio, saludándole con una mano.
Bruno
se giró y lo vio en la toalla. Dejó a la rubia y fue hasta él.
-¿Qué
tal? –le saludó, estrechándole la mano.
-Bien
–asintió Emilio. Se puso en pie-. Bueno, ¿dónde está la morena con la que
estabas ayer? ¿Ya te has cansado de ella?
-Sí,
me gusta cambiar.
-Es
una pena. La de ayer estaba buenísima –dijo Emilio sin intentar darle coba en
absoluto.
-Sí,
estaba buenísima –asintió Bruno.
-¿Qué
haces para conseguir ir con mujeres tan increíbles? –quiso saber Emilio, como
quien pide consejo al diablo.
-Bueno,
verás, es un secreto...
-¿Un
secreto?
-Sí,
pero me caes bien, Emilio. Te lo voy a decir –dijo en voz baja, mirando hacia
ambos lados-. He hecho correr el rumor de que mi polla habla y todas las
mujeres quieren probarla. Es algo increíble, te lo juro. Pero, en verdad, no
habla. Lo hago yo, que soy ventrílocuo –dijo riendo.
-¿Lo
dices en serio? –dijo Emilio visiblemente asombrado.
-Yo
nunca hablo en serio –dijo Bruno-. ¿Acaso te lo habías creído?
Emilio
sonrió con una mueca. “Será cabrón”, pensó.
-¿Y tu
chica? –preguntó Bruno.
-Por
ahí viene –dijo Emilio viéndola acercarse por la arena con los dos refrescos.
-Es
muy guapa, pero no tiene mucho donde hincarle el diente –observó Bruno.
Emilio
sonrió forzadamente.
-Bueno,
luego nos veremos –se despidió Bruno y regresó con la rubia.
-Hasta
otra –asintió Emilio y se volvió a tumbar en la toalla.
Vio
cómo Bruno abrazaba a la rubia, alejándose ya los dos, y a él lo abrazó la
envidia.
Adriana
llegó con los refrescos.
-¿Ése
era Bruno, verdad?
-Sí
–asintió Emilio sin dejar de mirar a la rubia.
La tarta
Un río
de besos discurría entre Emilio y Adriana. La noche había caído y ellos dos
habían caído sobre la cama. Emilio estaba quitándole la ropa a Adriana, presa
de la pasión, cuando de pronto oyó:
-¿Puedo
pasar?
-¡...Joder!
–exclamó Emilio-. ¡El pesado del vecino otra vez!
-Tiene
el don de la oportunidad –dijo Adriana resoplando-. Es como si lo hiciera
aposta.
Emilio
se levantó malhumorado y fue hasta la puerta. La abrió de un tirón y ahí estaba
Bruno, con una sonrisa de oreja a oreja.
-Te
debía algo –le dijo y le entregó una gran caja circular.
-¿Qué
es esto? –dijo Emilio-. ¿Una caja de preservativos para elefante?
-No, no
–dijo Bruno riendo-. Es una tarta. De chocolate.
-Vaya,
muchas gracias... Qué detalle. Me encanta el chocolate y a Adriana también.
-Me
alegro –sonrió Bruno.
-Bueno,
¿qué tal si vamos a comérnosla entre todos? ¿Estás con alguna mujer, no? Pasad
los dos.
-No,
no –rehusó Bruno-. Es sólo para vosotros. Disfrutadla... Creo que ya os he
molestado demasiado. Debo irme.
-Espera
un momento –le interrumpió Emilio-. ¡Adriana, sal! Mira, nos ha traído una
tarta.
Ella
salió del dormitorio.
-Muchas
gracias –dijo cabizbaja.
-Es de
chocolate, muy buena –dijo Bruno, mirándola fijamente-. Engorda bastante, pero
está muy buena.
-A ver
si es verdad –sonrió ella.
-Bueno,
ya nos veremos –se despidió Bruno.
-Hasta
mañana –asintieron Adriana y Emilio.
El mar
El ojo
amarillo del cielo brillaba con intensidad sobre la playa. Adriana y Emilio
estaban tumbados en la cálida arena.
-Somos
unos cerdos –murmuraba Emilio-. ¿Cómo pudimos comernos toda la tarta?
-Estaba
muy buena –sonrió Adriana.
-Sí,
estaba buena. Pero había tarta para todo un equipo de fútbol. Y nos la comimos
entre nosotros dos solos. Y en un tiempo récord.
-Bueno,
vale, pero no lo cuentes por ahí. No se lo digas a nadie.
-¡Claro
que no lo voy a contar por ahí! Me dirían que soy un cerdo, y con razón.
-Tampoco
te pongas así –estimó ella-. Yo hoy me noto un poco más gorda y a mí eso me
alegra. Debería ganar algunos kilos. Quizás debería tomarme una tarta de
chocolate todas las noches.
-¡Sí,
hombre! Una tarta cada noche, ¿no?
-No
sería mala idea.
Emilio
resopló y se tumbó boca abajo.
-Me
voy a dar un baño –señaló ella-, ¿vienes?
-No
puedo –alegó él-. Me siento como el lobo del cuento. Ese al que le llenan el
estómago de piedras. Si me meto en el agua, me ahogo.
-Pues
hasta ahora, chocolatero –dijo ella sonriendo, y se metió en el mar.
Las llaves
Atardecía
y el cielo se teñía de violeta. Emilio había dejado atrás la arena y su novia y
se dirigía solo a su apartamento. Había quedado con ella por la noche, en un
bar del puerto, y ahora se disponía a ducharse y arreglarse en condiciones para
la noche.
Cuando
llegó ante la puerta del apartamento, abrió su bolsa playera e intentó
localizar dentro las llaves. Apartó a un lado la toalla, la crema, las gafas de
sol... pero no se veían las llaves. Sacó todo de la bolsa, dejándolo en el
suelo.
Las
llaves no estaban.
¿Las
habría perdido? No, era algo más sencillo: se las había dejado dentro.
-¡Mierda!
¿Qué coño hago yo ahora? –se dijo.
No
tuvo que pensar mucho. La puerta de al lado era la de Bruno. Y el apartamento
de su vecino comunicaba con el suyo. Y creía recordar que no había puesto el
pestillo en la puerta del cuarto de estar desde la última vez que había entrado
por ella su vecino. Así pues, si estaba Bruno dentro...
Llamó
a la puerta.
Pasaron
unos segundos y nadie abrió.
Volvió
a llamar.
Nada.
-¿Cuándo
vendrás, Bruno? ¿Dónde estás, ahora que te necesito?
Se
sentó en el suelo y quiso pensar que Bruno no tardaría en llegar. Sin embargo,
¿y si tardaba? ¿Y si estaba por ahí con alguna mujer? ¿Y si no volvía hasta la
mañana siguiente?
No, no
podía esperar.
Se
levantó y pensó en otra posibilidad para entrar: el portero. Sí, el portero
seguramente tendría otra llave de su apartamento. Decidido, fue a por él.
Lo
encontró en la entrada de los apartamentos, charlando con una guapa extranjera.
Interrumpió su conversación de la manera más sutil; lo cogió de un brazo y lo
arrastró dos metros más allá de la extranjera.
-Me he
dejado las llaves dentro –le dijo nerviosamente-. ¿Tiene usted llaves de mi
apartamento?
-No,
lo siento. No tengo más llaves.
-¿No?
¿Y qué hago entonces para entrar?
-Bueno,
usted tiene suerte. Está en un segundo piso. Puede entrar por la terraza.
-¿Por
la terraza?
-Sí,
no es la primera vez que esto sucede. No hay otra solución.
-¿Y
usted cree que yo podré subir hasta mi terraza?
-Hasta
un niño lo haría –dijo el portero con seguridad.
-Sí,
un niño sí –asintió Emilio-, pero, ¿y yo?
La revelación
El
portero había sacado una larga escalera y la había inclinado hasta tomar
contacto con la terraza de Emilio.
-Suba
–dijo tranquilamente.
-Tengo
vértigo –dijo Emilio con una mueca.
-Y
también tiene las llaves dentro. Suba, ande.
-De
acuerdo. Pero sujete bien la escalera.
-Descuide.
Emilio
empezó a subir por la escalera con suma lentitud, con sumo cuidado, mirando al
portero y al suelo y sintiendo que no debería tener miedo, pues su terraza
estaba sólo a cuatro o cinco metros del suelo, pero sintiendo miedo.
Tras
quince o veinte interminables segundos, llegó a la terraza; entró dentro con
cuidado, con alivio.
-Ve
cómo no era tan difícil –dijo sonriendo el portero mientras retiraba la
escalera.
-Gracias,
y perdone las molestias –dijo Emilio sonriendo también.
Se
volvió y miró la puerta corredera de su apartamento que daba a la terraza:
estaba cerrada por dentro. Y estaba la persiana bajada hasta el suelo. No podía
entrar.
-¡Mierda!
–gruñó.
Miró
la terraza de al lado; la terraza de Bruno. La puerta que daba a ella no estaba
cerrada del todo.
Emilio
sonrió. Al parecer, ya lo tenía. Saltó a la terraza, corrió levemente la puerta
y pasó al interior. Por fin, parecía que iba a poder entrar en su apartamento.
Sin embargo, al entrar en la sala, lo que vio le hizo pararse en seco.
Dentro
estaba Bruno, agachado y desnudo. Pero no estaba solo. Tumbado en el suelo
estaba el cadáver desnudo de una mujer y se notaba al momento que era un
cadáver, pues la cabeza de la mujer estaba separada del cuerpo, con un mar de
sangre alrededor. Bruno empuñaba en su mano derecha un gran cuchillo lleno de
sangre.
Los
dos se miraron sorprendidos, sin moverse. Emilio quiso explicar que había
entrado por la terraza para poder entrar en su apartamento por culpa de haberse
dejado las llaves dentro, pero no salió ninguna frase de su boca. Estaba
atónito, sin saber qué pensar, sin poder decir nada. Igual que una imagen puede
valer más de cien palabras, una imagen te puede dejar sin palabras. Miraba a
Bruno y a la mujer como un estúpido.
Bruno,
en ese breve intervalo de tiempo, se irguió ligeramente, avanzó hasta una mesa,
abrió un cajón y sacó una pistola, dejando el cuchillo sobre la mesa.
Emilio,
asustado al ver la pistola, empezó a hablar temblorosamente, a parlotear
nerviosamente lo primero que le vino a la mente.
-¡No
me mates! ¡No diré nada! ¡Entenderé lo que me digas! ¡Sí, se dio un golpe en la
cabeza, sí, fue un accidente! –dijo él, apreciando un gran golpe que tenía la
cabeza de la mujer, entre los cabellos rubios, por el que fluía sangre espesa y
oscura.
Bruno
le apuntó con la pistola.
-¡No
diré nada! ¡Lo juro! –gritó Emilio-. ¡Mierda, sólo quería entrar en mi casa!
¡Me he dejado las llaves dentro! ¿Merezco morir por eso?
Bruno
lo miraba fríamente. Ya no era ese vecino sonriente y alegre.
-¡Puedes
confiar en mí! ¡Dios, no quiero morir! –suplicó Emilio poniéndose de rodillas.
Cerró
los ojos y esperó impotente el disparo.
-No te
voy a matar –dijo Bruno, sin dejar de apuntarle-. Al fin y al cabo, me caes
bien. Y la verdad, no te quiero matar. Pero me jode que hayas entrado por la
terraza y que hayas visto esto.
-A mí
también –se apresuró a decir Emilio-. Pero sé olvidar. Olvidaré todo. Será como
si no hubiera visto nada.
Bruno
dejó de apuntarle.
-Que
así sea –sentenció-, porque no te voy a matar. Si te matara tendría problemas.
Emilio
resopló ligeramente.
Los
dos se miraron. Sin decir nada. En silencio. Un silencio tenso.
-No te
preocupes –serenó Bruno-. Es una turista, nadie la echará en falta.
“Si a
mí me mataras, alguien sí que me echaría en falta”, pensó Emilio.
-Si
quieres, puedo ayudarte a limpiar la sangre –se ofreció Emilio pensando que era
mejor pasar por loco que por muerto.
Bruno
sonrió ante semejante insinuación.
-Joder,
gracias, pero no hace falta que te conviertas en mi cómplice. Ya te he dicho
que no te voy a matar y suelo cumplir mi palabra.
Emilio
sonrió aliviado.
-¿Por
qué la mataste? –preguntó dejándose llevar de pronto por la curiosidad.
-La
deseaba –respondió Bruno y dejó un segundo la pistola sobre la mesa y se puso
unos calzoncillos.
-Claro,
claro –asintió Emilio, como si aquella respuesta hubiera sido coherente.
Bruno
volvió a coger la pistola y fue hasta la cocina.
Emilio
sintió que le temblaban las piernas. ¿Es que su entereza y su locura se estaban
deshinchando? ¿Y si se iba corriendo de allí? No, no, ya no podía.
Bruno
salió de la cocina con una bolsa de basura. Fue hasta el cadáver, tomó la cabeza
por los cabellos y la metió en la bolsa.
-¿Sabes
por qué voy a tirar la cabeza a la basura? –preguntó.
Emilio
negó con la cabeza –dando gracias a Dios por poder hacer exactamente eso: negar
con la cabeza-, recordando de pronto la imagen de Bruno sacando una bolsa de
basura a las tantas de la madrugada.
-Porque
la cabeza de la mujer no me sirve –se respondió Bruno.
-Claro,
no te sirve –repitió Emilio, como un loro hablando con un loro loco.
-¿Y
sabes qué voy a hacer con su cuerpo?
-No
–dijo Emilio.
Bruno
lo miró con fijeza.
-Me lo
voy a comer –dijo finalmente.
Emilio
se quedó sin habla.
-¿Qué
has dicho? –dijo confiando en haberlo oído mal, confiando en que se tratara de
una de sus bromas.
-Me lo
voy a comer –repitió Bruno con un tono de voz desgarrador, rasgando las
palabras al pronunciarlas. Parecía tener una sierra mecánica en su boca.
Emilio
lo miró con miedo, con horror. Bruno no parecía bromear en absoluto.
-Sí,
soy un caníbal –dijo tranquilamente.
Emilio
miró el cuerpo y sintió ganas de vomitar.
-Les
corto la cabeza, tiro su cabeza, porque es todo pelos y huesos, y me como todo
el cuerpo.
-¿Como
si fueran gambas? –pensó Emilio en voz alta.
-Sí,
así es –asintió Bruno-. ¿Nunca te has comido a una mujer? –preguntó como si aquello lo hiciera todo
el mundo.
-No,
por Dios –respondió Emilio con asco.
-¿Nunca,
al estar junto a una mujer, has deseado tenerla toda para ti, tragártela,
devorarla, apoderarte de ella, alimentarte con ella? –siguió Bruno con una voz
que envidiaría el mismísimo Satanás-. ¿Nunca has tenido un hambre sexual tal
que no puedes negarte a tus impulsos?
-No,
no –repuso Emilio deseando tener unos tapones de cera en los oídos, deseando no
oír nada.
Bruno
lo miró fijamente.
-Se me
hace raro que los demás no sientan lo mismo que yo. ¿No has pensado nunca que
todos están equivocados menos tú? No entiendo por qué la mayoría de los hombres
no se comen a las mujeres. Yo no lo puedo evitar. Es algo sexual. No lo puedo
controlar. Las mujeres son un plato tan exquisito...
Emilio
lo miraba acobardado. “Está loco, loco como un cencerro”, pensaba. De pronto,
un loco pensamiento pasó por su cabeza.
-¿Sólo
te comes a las mujeres? –preguntó sin querer preguntar directamente si se comía
también a los hombres.
Bruno
sonrió levemente.
-Sí,
sólo a las mujeres. Puedes estar tranquilo. A los hombres no me los como. Es
normal; no me atraen sexualmente. Y, además, creo que la carne del hombre no es
tan buena como la de la mujer; es más dura y con más pelos.
Emilio
miró el cuerpo de la mujer. Todavía lo recordaba caminando por la playa junto a
Bruno. Era un cuerpo hermoso, aun estando sin cabeza, pero aun así no hubiera
podido hincarle el diente ni borracho.
-No me
como el cuerpo crudo –dijo Bruno, adivinando sus pensamientos-. Tengo un buen
horno en la cocina. Me lo como asado.
Emilio
lo escuchó asombrado, sintiendo que las palabras de Bruno lo estaban hundiendo
poco a poco en arenas movedizas llenas de carne humana. Sin embargo, a la vez,
sentía una extraña y morbosa curiosidad.
-¿Desde
cuándo te comes a las mujeres? –se atrevió a preguntar, sin saber muy bien
cómo.
-Desde
hace unos años –respondió Bruno, pensativamente-. Tardé bastante en darme
cuenta de lo que me pasaba. Yo con las mujeres siempre quería más y más, algo
me faltaba. Me di cuenta de que con hacer el amor no me saciaba. Necesitaba
más, necesitaba todo de ellas, dentro de mí. Y comprendí.
-Pero
eso es un asesinato... –opinó Emilio con un hilo de voz.
-Sí,
ése es el problema –asintió Bruno-. Las tengo que elegir bien. Suelen ser
turistas, que hayan venido solas, que no conozcan aquí a casi nadie. Y no
creas, con las mujeres que aprecio de verdad no intento nada. Sé cómo
terminaría la cosa.
Emilio
lo miró pensativo. Era algo increíble; algo salvaje y absurdo. Y, extrañamente,
sentía pena por él. Sí, pena. Al principio Bruno le había parecido un joven
alegre y feliz; y ahora veía que todo eso era una fachada. Era, en realidad, un
pobre loco atrapado dentro de un deseo salvaje que tiraba de él, que podía con
él; un pobre amargado por su necesidad secreta, por su necesidad brutal e
impensable.
-¿Qué
opinas? –preguntó Bruno interrumpiendo sus pensamientos.
-No
sé... –dijo Emilio casi imperceptiblemente.
-Bueno,
sólo quiero que entiendas que esto lo tengo que hacer. Aunque no sé si tú lo
podrás entender. En tu caso es normal que no te comas a tu novia; es todo
huesos –dijo sonriendo.
Emilio
asintió con la cabeza, intentando sonreír sin conseguirlo.
-La
carne humana es además muy buena –prosiguió Bruno.
En el
rostro de Emilio se formó una mueca de desagrado.
-De verdad,
no bromeo –aseveró Bruno-. Es tan buena o más que la de cualquier otro animal.
Mira, te lo demostraré –dijo entrando rápidamente en la cocina.
Emilio
sintió otra vez deseos de irse de allí, de desaparecer. Deseó que se abriera el
suelo de la habitación y desaparecer por él aunque cayera al mismísimo
infierno. Todo con tal de poder salir de allí.
Bruno
salió de la cocina con una gran bandeja. En ella había un trozo de carne asada.
Era una parte de la pierna izquierda de una mujer. Emilio se dio cuenta al
momento, horrorizado.
-Es de
la morena de hace dos días –dijo Bruno sonriendo-. Creo que la llegaste a ver.
Emilio
sintió que tenía ganas de vomitar. Y sintió que tenía el estómago vacío. Y
sintió que a lo mejor vomitaba el propio estómago.
Bruno
dejó la bandeja sobre la mesa. Tomó un cuchillo y un tenedor y cortó
metódicamente un trozo de muslo asado.
Le
tendió el tenedor a Emilio.
-Toma,
pruébalo. Ya verás: carne de primera.
Emilio
miró el trozo de carne con aversión.
-No,
no... –dijo débilmente.
-Te lo
vas a comer –dijo Bruno con una mueca feroz-. ¿No sabes que es de mala
educación rechazar un regalo?
Sin
embargo, a Emilio no le parecía eso un regalo. De pronto, recordó un regalo: la
tarta.
-¿La
tarta...? –acertó a decir.
-¿Qué?
–dijo Bruno-. Ah, la tarta. ¿No creerás que...? No, no, Emilio. Sólo llevaba
chocolate, nada más.
Emilio
resopló aliviado, sin querer pensar en lo que de pronto había empezado a
pensar.
-Pero
este trozo de muslito sí que te lo vas a comer –ordenó Bruno, apuntándole de
nuevo con la pistola-. No te puedes negar.
Emilio
lo miró con miedo en los ojos. “¡Está loco! ¡Está loco!”, pensó aterrado.
-Si no
te lo comes te mato –dijo Bruno fríamente.
Emilio
se dio cuenta de que no tenía elección. Estaba su vida en juego.
Tomó
con grima el tenedor y lo acercó a la boca. Miró a Bruno.
Lo
miraba, sonriendo.
-Trágatelo
–repitió.
Emilio
cerró los ojos, abrió la boca y sus dientes tomaron el trozo de carne con
repulsión.
Bruno
sonrió.
Emilio
engulló poco a poco el trozo de muslo. Después abrió los ojos y miró a Bruno.
-¿Puedo
comer más? –le preguntó complacido, relamiéndose los labios.
4 comentarios:
Bueno, los católicos llevan haciéndolo dos mil y pico años con un señor, así que no será tan malo, ¿no? Eso sí, mejor empezar por lo fácil, el brazo de gitano...
Claro que sí, Alfredo, poco a poco...
Y la sangre también se bebe, 39!!! ¡y emborracha! Si es que, ya se sab, lo mejor es no probar... por si te gusta. Anthony Hopkins estaría deseando hacer de Bruno... un abrazo.
Ay, la sangre, Marcos, lo buena que está también... Es difícil no caer.
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