Cierto día –hace ya algunos años-
decidí presentarme al concurso de relatos de mi ciudad. No sabía bien lo que
hacía, desde luego. Si hubiera sospechado entonces que mi obra iba a acabar
siendo arrancada, mutilada... En fin. Paso a paso. El concurso estaba dotado
con un primer premio y dos accésits y seleccionaban además otros siete cuentos
para su publicación en forma de libro, y a los diez elegidos se les regalaban
veinte ejemplares de dicho libro. No estaba mal, se podría pensar; estaba claro
que no iba a ganar (ni soñarlo, vamos), pero por lo menos con un poco de suerte
me publicaban el cuento y además lo podía dar a los amigos. “Eso ya era algo”,
me decía con candidez. Definitivamente, no sabía dónde me metía.
La primera vez que me presenté (porque
hubo varias) lo hice con un solo cuento. Se podían presentar cuantos cuentos se
quisieran, pero yo estimé que con un relato y mi talento ya era suficiente para
arrasar. Supongo que también tuvo algo que ver el hecho de que hubiera que
presentar el cuento por quintuplicado, que la pela es la pela y un aspirante a
escritor se ve obligado a realizar cualquier trabajo –vejatorio incluso- para
poder pagar tanta fotocopia y tanto envío. El cuento, por cierto, estaba escrito
a máquina, y eso que ya por entonces se estilaba pasar todo a ordenador, todo
el mundo tenía ordenador, vamos; pero a mí, tengo que confesarlo, esos bichos
llenos de cables no me acababan de convencer. Seguía fiel a mi máquina de
escribir, “hasta la muerte”, me decía. El caso es que llevé el cuento en mano a
las oficinas de Cultura (una cosa que me ahorraba en Correos) y allí una mujer
muy amable me atendió y me entregó un resguardo con el número del cuento: 153,
creo recordar. Faltaban todavía varios días para que acabara el plazo de
entrega de originales, así que aún se podrían presentar muchos más. Al ver el
abultado montón de relatos recibidos, todos apilados en cinco montones, pensé
que a lo mejor no era tan fácil ser uno de los diez elegidos.
Y no me equivocaba, ya que no lo fui.
Ni premio, ni accésit, ni seleccionado. Pero había aprendido algo (o eso creía,
ingenuamente) y al año siguiente me presenté (je, je, soy un genio) ¡con dos
cuentos! Ahora sí que era mi hora, me decía. Claro, supeditar todo a un solo
cuento no había sido muy lógico por mi parte. Pero ahora, ya con dos, era
diferente. Los volví a presentar en mano y escritos de nuevo a máquina. Allí,
una mujer muy amable (la misma del año anterior, claro) me comentó: “Tú te
presentaste el año pasado, ¿verdad?”. “Así es”, respondí, contento de su buena
memoria. “Lo sabía”, sonrió, “Eres el único que presentó el cuento a máquina.
Como este año, por lo que veo”, remarcó y depositó las cinco copias de los dos
cuentos sobre cinco grandes montones, más o menos tan altos como los del año
anterior. Avergonzado, caí en la cuenta de que todos los cuentos que se veían
desparramados -como el de arriba y los que sobresalían por los lados-, sí,
todos estaban escritos a ordenador. Como el año anterior, por supuesto, aunque
en ese momento no le diera a semejante constatación mucha importancia. Pero la
tenía, no cabía duda. Todo el mundo escribía a ordenador menos yo. Yo era un
paleto, un borrego, un retrasado tecnológico.
Por supuesto, como no podía ser de otra
manera, ni gané el premio, ni me dieron ningún accésit, ni fui seleccionado
siquiera. Fue como si silenciosamente, aviesamente, me dijeran todos los
miembros del jurado: “Cómprate un
ordenador, coño, y deja de hacer el imbécil”. Entendí el mensaje, pero no me
compré un ordenador (menudo soy yo). Eso sí, conseguí uno (un tastarro, tan
viejo y traqueteante como mi máquina de escribir), pero prácticamente gratis,
¿eh?
Al año siguiente, en lógica progresión,
decidí presentar tres cuentos al concurso. Y escritos a ordenador. La bomba,
vamos. Tres cuentos, tres, tres posibilidades de triunfo. Y a ordenador. No
podía fallar. Ahora sí que no. Era pan comido, me decía. Mi estrategia, por
fin, estaba bien trazada. Sólo faltaba elegir los tres cuentos, lo más importante
ya estaba hecho. Pronto me decidí por dos: para casi todo el mundo, eran
fantásticos (de fantasía, vamos). Sólo me faltaba elegir otro más. Un último
cuento con que redondear la jugada. Tras sopesar unos cuantos, pensé, medio en
broma medio en serio, en enviar un cuento pornográfico que había escrito
recientemente, diciéndome a mí mismo: “A ver, has probado casi todos los
géneros. ¿Cuál te falta? El pornográfico”, pensé rotundamente, y dicho y hecho.
A los pocos días lo había terminado, de un tirón. Le comenté a mi chica que qué
le parecía el enviarlo. A ella, curiosamente, le pareció una idea estupenda.
“Los del Ayuntamiento son unos verdes”, me dijo, “Sí, mándalo”. Sin embargo, a
mí el mandarlo me parecía muy poco apropiado. ¿Cómo iba a ser recibido un cuento
declaradamente pornográfico en un concurso literario más o menos serio? Si no
me atrevía a mandar cuentos de ciencia ficción, por no quedar mal, como un
inmaduro, como un subnormal, ¿me iba a atrever en cambio a enviar uno porno? No
sé bien cómo, pero me atreví. Me dije a mí mismo, qué coño, el cuento es bueno,
pornográfico, pero no está mal. Sin embargo, creo que en el fondo lo presenté
para incordiar, como una forma de cachondearme, no sé bien de qué, como si
hubiera hecho una apuesta estúpida conmigo mismo, como si me hubiera dicho: “¿A
que no hay huevos de enviarlo?”. Y lo envié, claro (por huevos va a ser), junto
a dos joyas literarias, eso sí, que valían su peso en oro.
Llegó la fecha del fallo del concurso y
por primera vez estaba hecho un manojo de nervios. Tenía la sensación, casi la
certidumbre, de que esta vez estaban los hados de mi lado. No podía fallar, ya
estaba maduro para el premio, me repetía. Pero un año más, lamentablemente, el
premio no llegó. Me enteré por la prensa, como siempre. Señalaban el nombre del
ganador, y no coincidía con el mío, y los de los dos accésits, y tampoco. De
nuevo, no había ganado. ¿Qué había fallado? ¿Cómo podía ser? Me hundí. Creo que
toqué fondo. Era una mierda de escritor, eso era lo que pasaba. Sin embargo decidí
analizar fríamente la situación. Había mandado tres cuentos, el número mágico,
y no había servido de nada. Por primera vez los había presentado a ordenador
(todavía recordaba la cara de aprobación de la mujer tan amable de Cultura
cuando le pasé las copias a ordenador), pero tampoco había servido de nada. Tal
vez, me dije, por lo menos había sido seleccionado (en el periódico no
mencionaban para nada los seleccionados, sólo los premiados). Sin embargo,
pasaron varios días y ninguna carta llegó a mi casa para informarme de ello,
nadie llamó para decirme que había sido seleccionado. No, de nuevo había
fracasado por completo. ¿Por qué? No tuve ninguna duda: por haber enviado el
cuento pornográfico. Eso había perjudicado a los otros dos cuentos. Los otros
dos eran buenísimos, muy bien escritos, muy bien llevados, con un gran estilo,
pero claro, oh, fatalidad, estaban escritos con el mismo tipo de letra que el
tercero, el pornográfico, y claro, ningún miembro del jurado iba a premiar a un
degenerado que escribía guarradas. El cuento había hecho desestimar a los otros
dos, que no tenían sexo en sus páginas pero llevaban el estigma, la marca del
mismo perturbado autor. Lo comprendí claramente: mandar tres cuentos había
estado bien, sí, en eso no me había equivocado, pero no había acertado con el
tercero. Lo había mandado medio en broma, por hacer la gracia, y la gracia, la
broma, me había salido muy cara. Una mala elección, eso había sido. Me dije que
al año siguiente mandaría tres, sí, de nuevo tres, pero ninguno pornográfico.
La próxima vez, desde luego, me lo tomaría más en serio. Había aprendido la
lección, una vez más, a fuerza de equivocarme.
Sin embargo, dos semanas después del
fallo del premio, cuando ya casi ni me acordaba del concurso, una carta del Ayuntamiento
apareció en mi buzón. Me anunciaban, para mi sorpresa, que uno de mis cuentos
había sido seleccionado. Increíblemente, ¡habían seleccionado el cuento porno!
Sonreí por partida doble: me habían seleccionado, cuando ya no contaba con
ello, y para más inri habían elegido el cuento pornográfico. Al final iba a
resultar que los del Ayuntamiento eran unos verdes, como había dicho mi chica.
Me embargó una gran emoción. No iba a ganar nada de dinero, qué se le va a
hacer, pero me iban a dar veinte ejemplares del libro, y así por lo menos
podría regalar el cuento a los amigos.
A los pocos días, por correo urgente,
me enviaron las pruebas del relato para que las revisara. Con un rotulador rojo
para la ocasión, localicé y señalicé unas treinta erratas en las diez páginas
del relato y lo devolví resueltamente al Servicio de Cultura. Allí me enteré de
que en el libro sólo íbamos a ser nueve los elegidos en lugar de los diez
habituales. Al parecer, un conocido escritor con varias novelas ya publicadas
había sido elegido entre los diez, pero sólo como seleccionado, y claro, había
declinado aparecer en el libro para no desacreditarse como narrador solvente o
para poder enviar el relato a otro concurso, vete a saber.
Un mes y medio después se presentó el
libro. Acudí a la presentación, por supuesto; para estas cosas me puede siempre
la curiosidad. Además, a todos los asistentes se les regala un ejemplar, y así
me pude ir de allí con el libro ya en mi poder, ya que los veinte ejemplares
pertinentes se nos enviarían por correo más adelante. Al releer entonces mi
cuento, descubrí que todavía aparecían unas ocho o nueve erratas. El corrector
se había tocado los huevos, el muy cabrón. Por supuesto, no fui el único
perjudicado. En prácticamente todos los cuentos había erratas. (Esto pasaba
porque no pedían los cuentos en disquette; en el fondo, los del Ayuntamiento
estaban casi tan atrasados tecnológicamente como yo.) Tengo que aclarar que
siempre he tenido una mala relación con las erratas, hasta límites
insospechados. Tal vez sea una extraña manía que tengo. Pero no las aguanto. De
verdad que no. Son capaces, a su manera, de destrozar por completo un cuento.
Recuerdo que uno de los primeros cuentos que publiqué, en una antología infecta
que no quiero ni mentar, apareció prácticamente muerto y rematado. El relato
estaba salpicado con unas erratas tan bien distribuidas que conseguían hacerlo
completamente ininteligible: faltaban palabras enteras en cualquier frase,
desaparecían artículos y preposiciones como por arte de magia. El cuento, para
mayor tragedia, era hiperbreve, y cada palabra era definitiva. El cuento tenía
quince erratas (de las gordas) en doce líneas. Más erratas que líneas, sí, no
es fácil llegar a semejante precisión.
En este caso, todo hay que decirlo, no
era tan grave. Se podía arreglar mal que bien. En plan chapucero, claro. Decidí
corregir las erratas directamente sobre el libro impreso, con un rotulador
negro de punta fina, a fin de que se pudiera leer el relato como estaba en un
principio concebido (o sea: sin erratas). Me sentía un poco estúpido
corrigiendo el libro, para qué negarlo, pero pensaba que las personas que lo
leyeran lo agradecerían. (A mí, por lo menos, me cabrea mucho el encontrarme
con errores en los textos.) Que mi cuento podía ser una mierda, sí, desde
luego, pero por lo menos que apareciera tal cual era. Sin embargo, la edición,
por otra parte, tampoco ayudaba mucho: un tipo de letra pequeña, horrible, una
maquetación de aficionado, una portada que se doblaba como si fuera de mal
papel... Bueno, esto último no solía ser así. (El resto sí, el Ayuntamiento
llevaba toda la vida sacando ediciones lamentables.) Parece ser que la portada
había salido defectuosa y, claro, decidieron sacar otra edición con una nueva
portada que no se doblara tan fácilmente. Por tanto, se retrasó el envío de los
nueve relatos a los nueve elegidos. Dos meses después de la presentación del
libro, sí, ¡dos meses después!, me llegaron mis veinte ejemplares.
Había que repartirlos entre la familia
y las amistades. Pero primero había que “limpiarlos” de las erratas. Así que
cogí mi rotulador negro y fui tachando los errores, página a página, un
ejemplar tras otro. A continuación, ya sólo quedaba repartirlos, entregarlos.
Creo que en ese momento, acaso por vez primera, caí pasmosamente en la
naturaleza de mi cuento. Era pornográfico. ¿Cómo se lo tomarían todos? Bueno,
mi madre se había leído muchos de mis cuentos, todos le parecían bien y sabía
que era un guarro; no había ningún problema, vamos. Mi hermana, mi hermano, bueno,
ya me conocían. Sin embargo, mi suegra... Mi suegra... No creo que le
encontrara la gracia (porque era pornográfico pero divertido o, por lo menos,
pretendía serlo). No, mejor no darle ningún ejemplar. El problema era que ella
sabía (por mi chica) que yo había sido seleccionado. De todas formas, no tuve
valor para dárselo. Lo único que le fui dando fueron largas: que era una mala
edición, que había erratas, que no era gran cosa, que no me quedaban más
ejemplares (lo último, por cierto, también era cierto: me los solté todos
rápidamente, como si me quemaran).
Y llegaron las reacciones. Las amigas
me decían “que estaba muy bien, pero muy guarro” o bien “está bien escrito, muy
divertido, pero eres un guarro”. Por lo menos, eran sinceras o, al menos, lo
parecían. Los amigos lo acogieron con cierta perplejidad. “¿Un cuento porno?”,
me decían extrañados. Un gran amigo (que desde ese día todavía lo quiero más)
me hizo el comentario que me llegó al alma. Me dijo que al leerlo se puso como
una moto, cachondo perdido, y que estuvo a punto de pajearse allí mismo. ¡Dios
mío, mi cuento había provocado una erección! ¡Había triunfado!, no cabía duda.
El cuento había cumplido con sus propósitos. Uno escribe un cuento triste y
espera que el lector se emocione. Uno escribe un cuento divertido y espera que
el lector se ría. Uno escribe un cuento porno y espera... sí, que el lector se
excite. Todavía hoy, se me erizan los vellos de mi nuca al recordar las
palabras de mi amigo. Por lo demás, el mundo no cambió lo más mínimo por el
hecho de que apareciera un cuento mío en una triste antología.
Un buen día, poco tiempo después, vi el
lomo del libro en la biblioteca de donde soy socio. Sé perfectamente que este
tipo de libros apenas se cogen, apenas se prestan, pero me daba cierta rabia
pensar que las cuatro o cinco personas anónimas que lo leyeran lo leyeran con
las nueve erratas malditas. Así que decidí solucionarlo y al día siguiente me
presenté en la biblioteca con un rotulador negro con la fría determinación de
corregirlo. Tomé el libro, abrí las páginas, localicé los errores, pero me di
cuenta de que si me sentaba en una de las sillas de la biblioteca y lo retocaba
allí mismo me iban a tomar por un perturbado, por un salvaje escribiendo
sandeces en un libro. No, era una estupidez supina, una locura. Decidí
llevármelo, pero como en ese momento tenía ya tres libros en casa (el tope de
lo que se podía sacar) no me lo podía llevar, así que dejé lo de llevármelo
para otro día. Una semana después, más o menos, volví a la biblioteca. Me daba
cierta vergüenza coger un libro en el que aparecía un cuento mío (no sea que me
viera alguien, debía pensar) y, además, me resultaba patético el querer apañar
las erratas para futuros e hipotéticos lectores, así que lo tomé de la
estantería de un rápido movimiento, casi furtivamente, sin hojearlo lo más
mínimo, lo tapé de forma solapada con una gran novela que cogí en ese momento
al azar, para que no se notara mucho lo que me llevaba, pasé los dos libros por
la máquina y me fui de allí con pies ligeros, como un espía internacional que
ha robado unos importantes informes para sabotearlos. Al llegar a mi casa, abrí
el libro. Y lo abrí directamente por mi cuento. No era difícil conseguir esa
proeza. Habían arrancado mi cuento. De cuajo. Aparecía la primera página de mi
cuento (la segunda carilla, digamos, la par) y, al lado, el inicio del
siguiente relato, la página en la que aparecía el título del cuento y el nombre
del autor. Entre medio, sobresalían unos trozos dentados de las cuatro hojas
del cuento que faltaban. De cinco hojas (diez páginas numeradas) sólo habían
dejado la primera. Y la anterior, en la que figuraba solamente el título del
cuento y mi nombre. Una imagen vino a mi mente: un hombre mayor, arrancando las
hojas en un arrebato de furia y gritando: “¡¡Esto es pornografía!!”. Rompí a
reír, no pude evitarlo. Me parecía divertidísimo, mi cuento había conseguido
una reacción encendida, un rechazo, una forma de censura bárbara. Sin embargo,
había algo en ese razonamiento que no acababa de cuajar y de entenderse del
todo. ¿Por qué había dejado entonces la primera hoja intacta? Si era una forma
de censura, ¿por qué había dejado el inicio? De hecho, en el inicio ya había
sexo explícito, una buena felación, vamos. ¿Por qué dejar eso? ¿Para que la gente
viera que era pornográfico lo que había arrancado? ¿Para justificarse? No, no
tenía mucho sentido. Había que pensar en otra opción. Como soy un paranoico, no
tardé en pensar otra explicación. Habían arrancado las páginas para joderme. A
mala hostia. Sin duda alguna, alguien que me conocía. ¿Pero quién? ¿Quién podía
haber hecho eso? Bueno, todos tenemos enemigos (¿quién no?), pero no me
imaginaba a nadie haciendo eso, la verdad, arrancando hojas de un libro como
forma de afrenta. ¿Qué conseguían con eso? Nada, absolutamente nada. El libro
se repondría a la larga, yo nunca me enteraría de nada (en condiciones
normales, claro). ¿Para qué entonces molestarse? Y además, si me querían
borrar, eliminar, ¿por qué dejar la página en la que aparecía mi nombre y el título
del cuento? ¿Por qué dejar la primera página del relato? No, no tenía ningún
sentido. Se mirara como se mirase, no tenía ningún sentido. Sin embargo, podía
tenerlo; sólo había que encontrarlo. Se había instalado una duda en mi mente,
un enigma, e iba a hacer lo que fuera, lo que estuviera en mi mano, para
aclararlo. Por mis cojones, me dije, me iba a enterar de quién había arrancado
mi cuento.
Le expliqué a mi chica lo que había
pasado y le pregunté qué le parecía todo. “Ha sido un fan”, dijo ella sonriendo.
“Imposible”, medité, “El fan no hubiera dejado la primera página”. “Cierto”,
aceptó, “Veamos... Y si lo hubiera empezado a copiar, pero se cansa de escribir
y decide arrancarlo”. “No se sostiene”, le dije, “Lo fotocopia, no lo arranca”.
“De acuerdo. No sé... Pero ha sido un hombre”, declaró rotundamente. “¿Por
qué?”, quise saber, intrigado. “Ninguna mujer arrancaría las hojas de un
libro”, se explicó ella. Sonreí. “No le veo la lógica a tu explicación, pero te
diré algo: Estoy de acuerdo. Estoy seguro de que esto lo ha hecho un hombre.
Sencillamente, le pega hacerlo a un hombre. Observa. Las hojas están arrancadas
de cuajo, dejando parte de la hoja en el libro, sin molestarse en disimular que
ha arrancado las páginas. No es un trabajo limpio, en definitiva. Una mujer
hubiera recortado las puntas de las hojas con unas tijeras, lo hubiera dejado
de tal manera que no se notase que faltan páginas. Sí, las mujeres sois
concienzudas, meticulosas, aplicadas. No unos dejados como los hombres”. “Estoy
completamente de acuerdo”, asintió ella, ”Me has convencido. Bueno, ¿y qué vas
a hacer ahora?”, me preguntó para zanjar el tema. “Volver al lugar del crimen”,
le dije con una idea en mente.
Al día siguiente volví a la biblioteca
con el libro mutilado oculto en una bolsa. Como buen paranoico, en primer lugar
hojeé varias antologías en las que figuraban cuentos míos. La imagen de una
persona que arrancaba mis cuentos de todos los libros de la biblioteca pugnaba
con fuerza por salir. Afortunadamente, mis cuentos seguían ahí. La idea de un
asesino sistemático de mis cuentos estaba bien, pero no resultaba plausible,
gracias a Dios. Por otro lado, no había a la vista ningún ejemplar más de la
edición en la que aparecía mi cuento. De hecho, no creo que hubiera más ejemplares
(yo, por lo menos, no había visto más). Con lo que se cogía el libro, se podría
pensar, con uno valía. Sin embargo, por si acaso, me iba a enterar si había
más. Podía mirarlo en los ordenadores de consulta, pero yo necesitaba más
información, así que me acerqué al mostrador de información. Tengo mucha
confianza con dos o tres personas de la biblioteca (son muchos años viniendo y,
además, cuento cuentos de forma periódica en la propia biblioteca), así que le
hice un gesto a la encargada con la que tenía más confianza y pasé dentro a su
lado. Ella estaba sentada ante un ordenador, algo alejada del mostrador. Mejor
así. Más intimidad. Le conté brevemente el caso, como si fuera un chiste muy
divertido, y le enseñé el libro. Ella se asombró sobremanera. “¿Quién ha podido
hacer esto?”, se preguntó. La cosa empezaba bien, la verdad. Yo le pregunté si
había algún otro ejemplar, no sea que hubiera corrido la misma suerte. Ella
consultó en el ordenador y sí, en los fondos había otro ejemplar, pero todavía
no lo habían catalogado y, por lo tanto, no había salido todavía al público.
Así pues, como yo me había imaginado, a efectos prácticos sólo había un
ejemplar. Y ese ejemplar, hacía una semana, se encontraba bien, ya que yo lo
había hojeado. Si a esto sumamos que los de relatos son libros que se prestan
poco, en la anterior persona que había cogido el libro estaba a buen seguro la
persona que lo había destrozado. “¿Podríamos ver las últimas personas que han
cogido el libro?”, le pregunté, como si la idea se me hubiera ocurrido en ese
momento. Me sentí transportado a la película Seven. “Es información
confidencial”, me informó ella. “Lo sé”, asentí, “Pero sólo necesito un nombre,
el anterior a mí”. “Tienes suerte”, me sonrió, “Los dos últimos se pueden ver”.
Como el último era yo, me abrió directamente los datos del anterior. Primero
vimos su número de carnet de socio. Luego las casillas de sus datos, todavía en
blanco. Mientras esperábamos que aparecieran, yo sentía una emoción y una
tensión indescriptibles (y creo que en parte ella también). Yo era un intrépido
investigador, ella, la experta en informática, e íbamos a averiguar el nombre
de mi oponente. Al poco aparecieron sus dos apellidos. Afortunadamente, no me
decían nada. Poco después apareció el nombre. Nombre de hombre. Tampoco me
decía nada. Aliviado, le di las gracias a la bibliotecaria y le pedí que
perdonara que hubiera sido tan paranoico. Ella le restó importancia. En
realidad, creo que ella tenía tanta curiosidad como yo en ver el nombre del
responsable. Por mi parte, había memorizado el nombre, por supuesto, y en
cuanto salí de la biblioteca lo escribí en un papel. El nombre de la persona
que había arrancado el cuento estaba en mi poder.
Poder. Sí, eso era
lo que sentía. El poder insustancial de saber. Aunque, en realidad, claro, nada
era seguro. Una persona podía haber arrancado las hojas del libro en la propia
biblioteca, sin sacarlo de allí. Pero arrancar las hojas de un libro, dentro de
una biblioteca, no sé, no lo veía nada fácil. Ni lógico. Sin embargo, ¿acaso
había algo lógico? Bueno, lógico o no, tenía el nombre del responsable y de
momento me encontraba mucho más tranquilo. Como si me hubiera quitado un gran
peso de encima. Cuando llegó mi chica a casa le enseñé el nombre escrito en un
papel y le dije lacónico: “Éste es el que lo ha hecho”. Ella miró el nombre y
me preguntó: “¿Lo has buscado en la guía?”. No, no lo había buscado. Así que
cogí la guía de la ciudad y busqué los apellidos culpables. El primero lo
encontré, pero no había ninguno con el segundo también. Mala suerte. “Lástima”,
me dijo mi chica, “Podías haberle llamado, haberte hecho pasar por un empleado
de la biblioteca y acojonarlo”. Caramba con mi chica. Cómo se las gasta.
“¿Sabes qué quiere decir que no aparezca en la guía?”, me dijo a continuación,
“Que es joven, que vive todavía con sus padres. No es una persona mayor; si no,
seguramente aparecería. Además, es lógico. Los mayores van a la biblioteca a
leer el periódico, alguna revista, pero apenas cogen libros. La mayoría de los
socios son estudiantes, adolescentes. Ha sido un chaval, un adolescente”. “Sí,
seguramente tienes razón”, me dije. No había visto su edad en la ficha, pero,
desde luego, por probabilidad, lo más fácil es que hubiera sido un adolescente.
La imagen de un hombre mayor arrancando las páginas cual censor se esfumó de mi
mente. Sin embargo, ¿por qué iba a arrancar las hojas un adolescente? Tomé el
ejemplar del libro que guardo en casa y lo abrí por donde habían sido
arrancadas las páginas en el de la biblioteca, como buscando respuestas en el
propio libro, en el propio cuento. Sí, tal vez en él estuviera la clave, la
pista que faltaba. Lo volví a leer. El narrador es ciego y al principio cuenta
su primer encuentro sexual con una mujer. La describe a ella físicamente a través
del tacto y de los olores. Todo muy sensualmente, claro. Ella, muy lanzada, muy
cachonda, toma las riendas (ya que ella no es ciega) y le baja los pantalones,
los calzoncillos, y se la empieza a chupar con la destreza que da la
experiencia. Pero entonces un resplandor blanco le golpea con fuerza al ciego
y, poco a poco, empieza a ver. Sí, gracias al sexo, increíblemente, puede ver
todo lo que le rodea, a la chica trabajándole y demás. Cada vez se encuentra
más excitado y aturdido, todo es nuevo para él. Y entonces pasa la acción a la
siguiente página, la que habían arrancado. Sí, en lo más interesante, habían
arrancado la página.
No tenía mucho sentido. “Si alguien leyera sólo la primera página, creo que se
quedaría con las ganas”, pensé en voz alta. “¿No te das cuenta?”, me dijo mi
chica, “Ahí está la explicación”, y rompió a reír, “Un chaval se ha animado con
el cuento y ha acabado corriéndose sobre las páginas del libro. Como con el
pringue resultante se han pegado varias hojas, el chaval, avergonzado, ¿qué
hace? Las arranca y elimina las pruebas de lo que ha hecho”. Me quedé mudo,
doblemente sorprendido. Primero, porque se le hubiera ocurrido una explicación
así a mi chica (y no a mí), y segundo, porque casaba todo perfectamente. La
mente femenina es retorcida, desde luego. Tenía sentido, tenía mucho sentido.
Un adolescente no es un censor, sino todo lo contrario, es un salido, pensando
siempre en lo único. Era sólo una hipótesis, pero –no podía evitarlo- me
encantaba. “Enigma resuelto”, pensé.
4 comentarios:
Enhorabuena de nuevo, Roberto. Mira que me digo si es largo ya lo leo otro dia pero es que engancha. Genial, de verdad. Sigue, que ya estoy con mono de otro. Un saludo.
Desde luego, tiene que estar contento el autor del cuento... provocar esas reacciones en sus lectores. Es un puntazo que incluyas un enlace a otro relato tuyo, dentro de un nuevo relato. Está genial, Roberto... muy bueno, de verdad. Si me lo permites, lo compartiré. Un abrazo.
Gracias, Ginés, por cuentos va a ser. Pondré los que haga falta.
Sí, Marcos, me parecía muy apropiado poner enlace al cuento "Veo por ti", ya que se habla tanto de él.
Y comparte, comparte, será un honor.
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