“No es que
llore, es tu ausencia que me empapa”.
Javier Krahe
I
-No te vayas
–le dije.
Pero se fue.
-¿Me vas a
dejar solo? –le pregunté con una sonrisa mientras la despedía en el aeropuerto.
Sí, me iba a
quedar muy solo. Más de lo que imaginaba.
Ella se
marchaba a Roma, a estudiar italiano, y se iba para un mes. Llevábamos saliendo
cuatro años y era la primera vez que nos íbamos a separar durante tanto tiempo.
Desde luego, no iba a ser fácil para ninguno de los dos, pero, como ella estaba
acabando la carrera, era seguramente el último verano que se podría permitir el
viajar y estudiar, así que no se lo pensó demasiado. Según ella, era el momento
oportuno. Aunque, en realidad, tal y como fueron las cosas, quizás no fuera el
momento más oportuno. Pero me estoy adelantando. Comencemos de nuevo.
Comencemos por el principio.
Dios creó el
Universo, un montón de planetas y un sinfín de cosas, pero un buen día se
superó a sí mismo y creó a Natalia, la mujer más maravillosa del mundo. En
cuanto la conocí en la piscina, sentada al sol con un bañador rojo minúsculo,
supe que me moriría sin remedio si no salía con ella, así que me lancé en
plancha a su lado, haciendo el payaso durante más de cinco horas.
-¿Sabes? –me
dijo-, contigo nunca me aburriría.
Y nos besamos.
Y empezamos a
salir.
Ella hacía
Letras. Yo hacía Ciencias. Y los dos hacíamos el amor, sin parar. Estábamos en
la edad. La edad de la felicidad.
-En las islas
de tus ojos me gustaría perderme –le decía yo.
-Eres el
wonderbra de mi sonrisa –me decía ella.
Siempre
estábamos diciéndonos cosas bonitas. Y ella era la cosa más bonita del mundo.
Estaba loco por
Natalia, por completo. La quería, la amaba, la adoraba. Ella era todo para mí,
todo. Soñaba con ella. Vivía para ella. Respiraba por ella.
-A veces me
asusto de lo mucho que te quiero –le dije un día.
Y así era.
Nos veíamos a
todas horas. Íbamos juntos a todas partes. Cines, conciertos, exposiciones...
Éramos toda UNA PAREJA, así, con mayúsculas. Increíblemente, todo marchaba de
maravilla. Hasta nuestros padres estaban encantados con nuestra relación.
Pasó el tiempo
–ella estudió Turismo, yo estudié Veterinaria- y cada año que pasaba nuestro
amor aumentaba. Realizamos viajes, fiestas, promesas... Nuestra relación –de ya
cuatro años- se afianzaba día a día.
Sin embargo,
como decía antes, un mal día ella se tuvo que ir de viaje a Roma, así que la
despedí en el aeropuerto y se fue.
Y se fue.
Me llamó al
poco de llegar a Roma.
-Mi amor, esta
ciudad es increíble –me dijo-. Es preciosa, la cosa más bonita del mundo.
-Eh, ésa eres
tú –le corregí.
Dos días
después, me comentó ilusionada:
-Me estoy
enamorando de esta ciudad. Es una barbaridad.
-Eh, no te
enamores de otra –le recriminé.
Me llamaba
todos los días. Sin embargo, un día no me llamó. En su lugar me llamó su madre,
llorando, y me dio la trágica noticia: Natalia había muerto. Mi vida había
muerto.
Natalia había
sido atropellada por un hijoputa automovilista. Había sido arrollada por un
desgraciado. En cuestión de un segundo, todo se derrumbó. Todo se acabó. Con un
golpe seco y un rechinar de frenos. Así, sin más. El azar, supongo, el puto
azar.
Algo se rompió
dentro de mí. Algo dejó de latir. Para cuando la enterraron, yo también me
sentía muerto. Tan muerto como ella.
Caí en un callejón
sin salida; alcohol, depresión, rabia, frustración... Quise dejar la carrera,
las ilusiones que tenía, las ganas de vivir... Sin embargo, no lo hice. Algo me
retenía a la insulsa vida. A la vida sin Natalia. Me parecía inconcebible, pero
ahí estaba, sin ella, sin la mujer de mi vida, sin la mujer de mis sueños.
La verdad es
que ante mi infortunio mi familia se volcó conmigo. Y los amigos también.
Excepto la vida, todo el mundo se portó de maravilla conmigo.
II
Meses después,
qué remedio, seguí estudiando, seguí saliendo por ahí, seguí viviendo... de
alguna manera. Algunos de mis amigos me animaban a que me echara novia, pero
yo, sencillamente, no podía. Seguía pensando en Natalia. Seguía soñando con
Natalia. Pensaba que ella era irreemplazable, insustituible.
Enmarqué un par
de fotos suyas e hice un álbum con sus mejores fotografías, ordenándolas
cronológicamente, según mis recuerdos. Era, supongo, un vano intento de revivir
lo vivido, un vano intento de verla de alguna manera a mi lado. No lo podía
remediar. Me había dejado un vacío que nadie podía llenar. O al menos eso
creía. La verdad es que me había convertido en un autómata, en un robot
insensible. Sólo deseaba que el paso del tiempo me ayudara a superarlo... de
alguna manera.
Sin embargo,
cuando casi se cumplía un año de la muerte de Natalia, la volví a ver.
Estaba viendo la
televisión; una película policíaca. Al llegar los anuncios, decidí hacer
zapping, mecánicamente. El azar me llevó a una cadena en la que echaban un
documental sobre Italia. Lo dejé, por dejar algo. Hablaban de Florencia. Se
veía una ciudad muy interesante, pero realmente no le prestaba mucha atención.
De hecho, cuando saltaron de Florencia a Roma casi ni me enteré. “Roma”,
escuché de pronto, y di un bote. Pero no cambié de canal. Era estúpido hacerlo
o así me pareció en ese momento. Roma. La ciudad en la que había muerto mi
amor. “Veámosla”, pensé con amargura. El Foro, el Vaticano, el Coliseo... Lo
cierto es que se veía impresionante, monumental. Qué triste que hubiera muerto
en un sitio tan hermoso. En esos momentos pensaba en Natalia, claro, era
difícil no hacerlo. Y como si al pensar en ella la hubiera invocado, apareció
de pronto. Mi corazón se detuvo en seco; me quedé sin respiración. Se veía la Fontana di Trevi, y ella
estaba allí, ella, sentada, sonriente, lanzando una moneda hacia atrás. Incluso
ralentizaron la imagen de mi chica arrojando la moneda en la fuente. Para mí,
el tiempo real también se detuvo. El locutor ilustraba la imagen comentando la
tradición de arrojar monedas para regresar a la ciudad, pero yo apenas pude
escucharle. Los sonidos habían desaparecido de repente. La imagen de mi amor
llenaba todos mis sentidos. Mi amor, en la televisión, sonriente, llena de
vida. Ella, claramente, sin ninguna duda. Ella, mi vida, con su vestido
naranja. Un vestido que me encantaba. Sin embargo, un segundo después la imagen
cambió, Natalia desapareció y apareció la Piazza Navona. Yo entonces
jadeé, volví a respirar y rompí a llorar como un niño pequeño.
La madre de Natalia me llamó poco después. Ella también
la había visto en la televisión. También había llorado; de hecho, todavía lo estaba
haciendo.
-Qué guapa estaba, ¿verdad? –señaló entre sollozos.
-Sí, preciosa.
Comentamos la
dolorosa casualidad de que la hubieran grabado, sin duda alguna, poco antes de
su accidente mortal. Había sido todo un shock emocional; verla viva, feliz.
También
comentamos que la próxima semana se cumplía un año de su muerte. Un año ya. Era
como si la televisión nos lo hubiese recordado. Como si, por otra parte,
hiciera falta que nos lo recordaran...
En la misa por
Natalia sentí que la volvíamos a enterrar, que ella tenía como un segundo
funeral, más calmado e íntimo que el primero, pero más auténtico y real.
Al regresar a
casa, junto a mi familia, sonó el teléfono.
-¿Sí? –dije
tras descolgar.
-...
-¿Sí?
Silencio.
-¿Diga?
Nada.
Cuando ya
pensaba en colgar, creí escuchar un leve murmullo al otro lado de la línea. Sí,
se escuchaban unas voces al otro lado, pero algo lejanas, como si estuvieran
lejos del teléfono, como si alguien hubiera abandonado el teléfono de una
cabina, dejándolo descolgado, y se escucharan retazos de conversaciones de
viandantes que pasaran por allí cerca. Agucé el oído intentando captar alguna
frase suelta. Y distinguí varias palabras en italiano. ¡En italiano! Un sudor
frío me cubrió la nuca. Escuché más frases, con total claridad, pues alguien
gritaba... en italiano. ¿Quién me llamaba desde Italia? Porque se trataba de
Italia, sin ninguna duda.
-¿Eres tú,
Natalia? –pregunté como un bobo.
Nadie
respondió, pero yo sentí su presencia al otro lado de la línea. Sí, la sentí,
no sé cómo.
Clic.
-Natalia...,
¿eres tú? –dije al vacío.
Fuera quien
fuese, había colgado.
-¿Quién era?
–me dijo mi hermano preocupado al verme sumido en la perplejidad.
-Creo que
Natalia –respondí.
Mi hermano
frunció el ceño.
-Está en Roma
–aclaré-. Ha vuelto allí.
-¿Qué estás
diciendo?
-Está en Roma
–repetí-. Quizás no pueda volver.
Mi hermano
suspiró.
-O tal vez sólo
haya llamado para intentar despedirse –pensé.
-Claro –asintió
mi hermano, apenado.
Me dio una
palmada en la espalda y me dejó con mi turbación.
¿Estaba loco?
No. Me había llamado Natalia, me había llamado una persona ciertamente muerta.
Desde el lugar que había muerto, para más inri. ¿Me volvería a llamar? ¿Y para
qué me había llamado? ¿Y qué podía hacer yo? ¿Qué debía hacer? ¿Desconfiar de
mis sentidos tal vez? No, de ninguna manera. La había sentido al otro lado, la
había sentido perfectamente. Era ella pero ¿desde el otro mundo? No creo. A no
ser que el otro mundo sea Roma. Todos los caminos conducen a Roma o, por lo
menos, eso dicen. ¿Tendría que recorrer ese camino? Si estaba Natalia allí, yo
tendría que estar allí, ¿no?, con ella. Era lo más natural en una pareja. Una
pareja. ¿Estaba loco?
-¿No sales? –me
dijo mi padre.
Llevaba varios
días sin salir de casa. Y me empezaba a subir por las paredes.
-Espero una
llamada –le expliqué.
-¿Tan
importante es?
-Creo que sí.
-Está bien. Tú
verás. Pero tendrás que salir.
-Esperaré –me
repetí a mí mismo.
Sin embargo, no
podía esperar eternamente. Me estaba volviendo loco, mirando el teléfono todo
el día y esperando una llamada de una persona muerta. Si no estaba loco a estas
alturas, desde luego me volvería muy pronto.
Decidí dejar de
esperar. Decidí hacer lo que me pedía el corazón. Seguramente, una locura en
toda regla, a lo grande.
-Me voy a Roma
–le anuncié a mi padre.
-¿A Roma? ¿Por
qué?
-Tengo que ir
–dije sucintamente.
Explicar el
motivo del viaje no hubiera tranquilizado a mis padres, pero estaba claro que
se olían algo raro.
-¿Por qué
quieres ir? –insistió mi padre.
-Siempre he
querido ir a Roma.
-¿Por qué no
fuiste entonces con Natalia?
Nada más hacer
la pregunta, noté que mi padre se arrepentía.
-Lo siento –se
apresuró a decir.
-No. Tienes
razón. Tenía que haber ido con ella –me lamenté-. Pero no tenía dinero, ella iba a practicar el
italiano; y claro, conmigo...
-No fue culpa
tuya –dijo mi padre-. No te culpes.
-Lo sé
–asentí-. Pero quiero... No sé lo que quiero. Pero creo que debo ir a Roma... Y
no temas, papá, yo volveré.
-Eso espero
–dijo mi padre-. ¿No irás en busca de venganza, verdad?
-¿Venganza? –No
entendía.
-El conductor
del coche. ¿No irás a por él, verdad?
-No, claro que
no.
Ni se me había
pasado por la cabeza.
-Que así sea
–sentenció.
III
Me compré un
librito titulado “¿Quiere usted saber italiano en diez días?”. Me compré
también una pequeña maleta de viaje.
Al día
siguiente, volaba hacia Roma. ¿Qué esperaba encontrar allí? ¿Respuestas? ¿A
Natalia? No tenía ni idea, la verdad, pero sabía que tenía que ir. Algo me
decía que tenía que ir.
El enorme avión
de la THAI
surcaba el cielo azul. Al lado de una ventanilla, mi mente volaba también.
Pensaba en Natalia, en que de alguna manera yo seguía sus pasos. ¿Seguía un fantasma?
¿Una quimera? No tenía ni idea. Pero ahí estaba. Me sentía extraño. Me sentía
un poco estúpido, a decir verdad. Volaba hacia Roma. Volaba hacia la ciudad
donde había muerto mi vida.
Una azafata con
uniforme morado me tendió la bandeja con la comida. Al tomarla, observé
distraído el rostro de la azafata y casi di un respingo. Era terriblemente
parecida a Natalia. Un calco de Natalia. ¿Me estaba volviendo loco? ¿Estaba
delirando? La volví a mirar, preocupado por el estado de mi salud mental. Bueno,
la azafata tenía el pelo parecido y los rasgos de la cara eran semejantes, pero
no, no era ella, por supuesto. Era más baja y algo más gorda.
Suspiré e
intenté relajarme. Estaba muy tenso, eso era todo.
Sin embargo, el
viaje se pasó volando (como todos los que son en avión) y pronto aterrizamos en
el aeropuerto Fiumicino.
Había llegado a
Roma.
Hacía un solazo
estupendo. Al bajar por la escalerilla y llegar al suelo me sentí por un
instante como el Papa y dudé entre besar el asfalto o santiguarme, pero no hice
ninguna de las dos cosas. Me encaminé directamente hacia la salida del
aeropuerto.
Llevaba encima
la dirección en la que se había alojado Natalia al venir a Roma el año pasado.
También llevaba dos fotografías de Natalia. Eso era lo único que tenía. Mi
único plan. Ir allí y preguntar por ella. Después, improvisar sobre la marcha.
El plan de un genio, sin duda alguna.
Tomé el tren
que me llevaba al centro de la ciudad, a la estación Termini. Allí tomé un taxi
(un día es un día) y le di al taxista la dirección del piso que Natalia había
compartido con una española y dos italianos o, al menos, eso creía recordar.
Por la
ventanilla observaba las animadas calles y las gentes alegres. Me costaba verla
como una ciudad asesina. Más bien, parecía una ciudad ideal para vivir. ¿Una
ciudad ideal para revivir?
-Vía dei
Capocci 32 –dijo el taxista al llegar.
Observé la
calle y el edificio naranja. Un bonito lugar, desde luego. Consulté la
dirección. Se trataba del segundo piso. Traspasé el portal y subí por las
escaleras. Todavía llevaba encima mi maleta. Ya buscaría después algún sitio
donde alojarme.
Llegué ante la
puerta marrón del segundo piso. Miré el reloj: eran las seis de la tarde.
Suspiré y saqué una fotografía de Natalia. Desde la foto, ella me sonrió. Pulsé
el timbre de la puerta y llamé también con la mano, para dar confianza. Poco
después, la puerta se abrió y apareció un chico joven. Me miró con el ceño
fruncido.
-Eh, hola
–atiné-. ¿Conoces a esta chica? -le tendí la foto.
Tomó la foto y
la observó largamente.
-No.
-Es española
–apunté-. Yo soy español.
-Yo también
–sonrió.
-¿Sí? ¿Cuánto
tiempo llevas aquí?
-Diez días.
-Entiendo.
Perdona, ¿hay alguien en el piso que lleve más tiempo?
-Sí –asintió
pensativo-. Clara lleva dos meses.
-Clara
–repetí-. ¿Es la que más tiempo lleva?
-Sí. Y es
española también.
-¿Hay algún
italiano?
-No.
-¿Y en el
edificio?
-Sí, claro
–sonrió-. Muchos vecinos son italianos.
-Estudiantes.
-Sí, casi todos
son estudiantes.
-Gracias
entonces. Voy a preguntarles a ver.
-Suerte.
Pero no hubo
suerte. A nadie del edificio le sonaba la fotografía de Natalia. Y para que un
italiano no recuerde una mujer... Pero, claro, muchos llevaban poco tiempo en
la ciudad. Ella había estado hacía ya un año y solamente unos pocos días.
Aunque la hubieran visto entonces, ¿la recordarían? Y aunque la recordaran, eso
no me servía de nada. Lo que yo quería averiguar era si la habían visto ahora.
Y ahora, si no me habían mentido, no la habían visto. Bueno, a lo mejor
desconfiaban de mí; debía de parecer un policía desesperado, un detective
chapucero y aficionado. Pero no me dio la impresión de que me mintieran.
El caso es que
ella ya no estaba donde había estado hace un año. ¿Cómo había llegado a pensar
que ella pudiera estar aquí? Me dieron ganas de dar media vuelta y volver a
España antes de hacer más el ridículo. En vez de eso saqué mi guía de Roma y
busqué las direcciones de pensiones y hostales cercanos.
Encontré
habitación en un hotel de una estrella situado en la vía Cavour. Abrí mi maleta
y repartí mis pocos enseres por la habitación. Después me di una ducha, me
vestí con ropa limpia y me lancé a la calle, de búsqueda.
Mis ojos iban
de lado a lado, acechantes. Sabía bien lo que buscaba, pero era extraño
pensarlo. Buscaba una persona muerta. ¿Buscaba mi muerte? ¿Buscaba la muerte de
un recuerdo? ¿Buscaba una nueva vida para mí? ¿Buscaba ingresar en un
manicomio? Para esto último tenía todas las papeletas, desde luego.
Ya era de
noche. Las negras aguas del Tíber reflejaban mi desolación. Me encontraba
bastante cansado de dar vueltas y más vueltas como un zombi aturdido. Decidí
por hacer algo que era ya momento de cenar. Así que me comí un trozo de pizza
mientras paseaba por la
Piazza San Calisto; después me tomé un helado riquísimo y
llegué a la Fontana
di Trevi.
Me detuve en
seco, a unos metros de la fuente iluminada. Allí era donde había visto a
Natalia por última vez, en la televisión. Me acerqué algo titubeante. Había
varios turistas japoneses echando fotos sin parar. Y no era para menos. La
fuente resultaba impresionante de noche; Océano y su corte acogían los flashes
con majestuosa serenidad.
Observé el
fondo de la fuente; estaba lleno de monedas de todos los tamaños. Observé sus
aguas. ¿Serían acaso milagrosas y habrían conseguido que volviera Natalia a la
ciudad aun estando muerta? Sí, ese extraño pensamiento me vino a la mente. ¿Me
estaba volviendo loco? Sin duda alguna. Pero otro extraño pensamiento me vino a
continuación a la mente. Natalia y yo habíamos formado una pareja inseparable,
como una entidad, como una sola persona con dos cabezas, con dos cuerpos. Como
se suele decir, ella había sido mi media naranja. ¿Podría ser que, al echar
ella la moneda en las aguas milagrosas, su otra media naranja, o sea, yo, se
viera impelida a regresar en representación de los dos? Era una locura, desde
luego. Pero el caso es que aquí estaba, siguiendo los pasos de mi amor.
¿Debería seguirla en todo? ¿Debería echar una moneda a las aguas? ¿Debería
matarme a continuación? ¿Me encontraría así con ella? Si su fantasma había sido
confinado a la ciudad en la que había muerto, ¿debería confinarme yo también?
Pero ¿qué estaba pensando? ¿Es que estaba como un cencerro? Por supuesto que no
me iba a matar. Además, por otro lado, me encontraba muy a gusto: Roma era una
ciudad muy hermosa. Y la había conocido gracias a Natalia. Como tantas cosas,
se lo debía a ella. “Gracias, amor”, pensé. Gracias por enseñarme esto también.
Sí, ella me
había enseñado miles de cosas. Miles de cosas maravillosas. Roma había sido tal
vez lo último. Y ahora –ahora me daba cuenta- yo tenía que aprender por mí
mismo sólo una cosa: a vivir sin Natalia, sólo con su recuerdo.
Saqué una moneda y la miré pensativo. “Hasta siempre,
amor”, pensé para mis adentros. Me di la vuelta, de espaldas a la fuente, y
lancé la moneda. Giré mi cabeza levemente y observé a cámara lenta cómo caía la
moneda sobre las aguas. Por un instante me pareció apreciar que las monedas del
fondo formaban un elaborado dibujo: un rostro humano, de mujer. Pero no silueteaban
un simple rostro femenino: retrataban el bellísimo rostro de Natalia, sí, ahí
estaba Natalia, con una precisión abrumadora. Y al caer la moneda sobre las que
formaban su ojo derecho, brilló al unirse con ellas con un destello fugaz, como
si Natalia me hubiera guiñado un ojo.
Mis ojos le devolvieron el guiño, con lágrimas en las
que se mezclaban demasiados sentimientos.
4 comentarios:
Una "Obesión" en toda regla a lo Brian de Palma... O casi, porque gira hacia otro lado en el momento adecuado.
Seguro que con los euros estas cosas no pasan.
Un Brian de Palma romántico...
¿Seguirán los euros?
Eres muy generoso compartiendo estos textos. Yo me los guardaría para mí solo, y disfrutarlos egoístamente en las noches de tormenta en plan Gollum con el anillo.
Hombre, JM, yo los comparto con gusto. Lo que no sé si luego los leerá alguien...
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