miércoles, 27 de junio de 2012

BILLETE MORTAL




Zaragoza.
1984.
Raúl sube a un autobús de la línea 40.
Raúl es un muchacho de catorce años que todas las mañanas toma este transporte (cuando no hay huelga) para ir al colegio. Estudia octavo de EGB, aunque eso de “estudia” entre comillas.
Al entrar paga el dinero y coge el billete de autobús correspondiente. Treinta pesetas vale el viaje. Es un robo, pero sube de precio tan rápido que no tienes tiempo de quejarte.
Voy a sumar las cinco cifras del billete, se dice a sí mismo, a ver qué número resulta.
Suman treinta y cuatro.
No le dice nada ese número, pero espera que le ocurra algo especial al treinta y cuatro de la lista de clase.

Y sí que le pasa algo raro, aunque no muy bueno, la verdad, ya que el treinta y cuatro de la lista se fractura la muñeca en la clase de gimnasia.

Al día siguiente, al volver a subir al autobús, Raúl vuelve a contar los números.
Suman veintiséis, se dice. ¿Qué le sucederá?

Nada más llegar al colegio, Raúl se entera de una noticia terrible. Alfonso, el número treinta y cuatro de la lista de clase, ha muerto. El día anterior ha tenido un accidente de coche, unas horas más tarde de haberse ido del colegio. Viajaba con sus padres, que resultaron heridos, pero sólo él murió.
Raúl piensa entonces que quizás el significado del billete era éste. Ayer salió su número y ayer murió.

Alfonso era un gran chaval. A Raúl le conmueve bastante su muerte. Piensa bastante en ello; parece increíble que se muera una persona cuando has convivido con ella mucho tiempo. De alguna manera, no te lo llegas a creer.
Su tristeza, desde luego, es enorme, grandísima, pero aumenta por la tarde al morir Javier, el número veintiséis de la clase, por una caída tonta por las escaleras.
Raúl no puede dar crédito; dos compañeros perdidos en dos días, y para colmo coincidiendo con la suma de los números del billete.
¿Simple casualidad, o un maleficio por culpa mía?, se dice, ¡Maldita sea!, ¿cada vez que sume las cifras del billete va a morir alguien?

A la mañana siguiente, no se atreve a contar las cifras, ni siquiera a mirarlas; tienen algo demoníaco. Sobre él pesa la causa de las muertes sintiéndose tremendamente culpable. Además, el autobús le lleva al cementerio, al entierro de los dos compañeros, y con dos muertos es suficiente.

Sin embargo, dos meses después, una tarde a la vuelta del colegio, Raúl se pone instintivamente a contar las cifras del billete. Al sumarlas le da veintiocho. ¡Es él!
¡No! ¡No puede ser!, grita aterrado.
Sale a trompicones del autobús, bajando las escaleras de un salto. Y una vez en el suelo, sin recuperar fuerzas, comienza a correr velozmente en dirección a su casa. Es el único lugar seguro.
Corre como un loco. Hay que verlo; parece que así pueda batir todas las marcas. Él no piensa, no razona, sólo corre. Por cada segundo que pasa, se da más cuenta de lo lejos que está su hogar.
No tiene noción del mundo; sólo se dice que no quiere morir. La gente lo mira extrañada al ver cómo corre.
Se acerca a un cruce. El semáforo está verde y él está algo lejos. El semáforo se pone amarillo. Él se acerca, se acerca. El semáforo se pone rojo. Los coches arrancan. Ya no es momento de pasar.
Pero él pasa. Pasa a una velocidad tal que los coches casi ni lo ven. Algunos, eso sí, frenan extrañados por algo que ha pasado.
Cuando la gente lo ha perdido de vista, todavía siguen comentando: ¡Cuántos locos hay sueltos! ¡Qué poco sentido tiene ese chico! ¡Habráse visto! ¡Qué manera de correr! ¡Seguro que ha robado algo! ¡Es que van como locos!
Pero él está lejos de esto, está a cincuenta metros de su casa. Y sigue corriendo a la misma velocidad; es más, ahora al verla cerca, casi corre con más ganas.
Le quedan unos treinta metros.
No se fija ni en las personas ni en los vehículos. No se fija en nada, sólo en su querido hogar; eso sí, observando el suelo, vigilando sus pasos.
Diez metros.
Ya la tiene ahí. Con los brazos abiertos, le aguarda su casa.
Llega al pasaje donde se encuentra. Se detiene en seco, frenando ya su carrera, y camina lentamente hacia la puerta, como saboreando el tiempo. Se encuentra frente a la puerta-calle. Se ve reflejado en los cristales de ella. Tiene el aspecto tranquilo, aunque hace unos segundos no hubiera podido decir lo mismo. Saca las llaves. Abre la puerta y entra; siente alivio.
Como si estuvieras en tu casa, se dice a sí mismo.
Llega hasta el ascensor y pulsa el botón de llamada. El ascensor baja. Raúl recuerda una película y decide subir andando.
Empieza a subir las escaleras despacio, muy despacio. De pronto se estremece. Baja hacia él un hombre sucio con aspecto bastante inquietante; tiene además una mirada terroríficamente inquisitiva. Raúl no suelta un alarido de puro milagro (más que nada porque se ha quedado sin habla). El personaje pasa de largo. Raúl respira profundamente. Casi se ha meado encima. Sube corriendo los escalones; de dos en dos, de tres en tres. Llega. Tiene la puerta delante. Saca rápidamente las llaves y se le caen al suelo. Las recoge al primer bote e intenta meterlas en la cerradura. Está muy alterado, pero consigue introducirlas. Da dos vueltas y abre. Tiene la puerta abierta delante de él. La empuja suavemente y entra. Entra en su querida y deseada casa. Cierra la puerta y observa, simplemente observa. Está donde desde hace bastante tiempo quería estar.
Está solo. No están sus padres. Le han dejado la cena y una nota indicando que llegarán tarde. Son las ocho y media. Cena. Cuando ha terminado, suena el teléfono.
¿Sí, dígame?, dice él al descolgarlo.
¿Están tus padres, chico?
No, no están.
¿No hay nadie contigo?
Bueno..., esto..., no...
Perfecto. Ahora voy, cabrón, se oye, antes de colgar.
Un nudo frío se forma en la garganta de Raúl, su oreja pegada todavía al helado auricular. Un desconocido le ha amenazado. Sin embargo, él no tiene enemigos; puede ser una estúpida broma. Aunque hay algo más: en su casa hay una pequeña joyería que llevan sus padres, y ése sería un buen motivo para que alguien viniera a robar. Acaban con él y se llevan las joyas. Es fácil.
Raúl siente miedo. Nota como si la muerte le hiciera burlas y le dijera: “Lo siento, es la hora”. No obstante, se arma de valor y comprende que tendrá que luchar a muerte si es preciso. Coge un gran cuchillo de cocina y espera sentado en el sofá. Espera, espera mucho.

Ha pasado una hora de la llamada y no ha sucedido nada. Empieza a pensar que, sin duda alguna, ha sido una broma. Se pone un disco para tranquilizarse, pero al poco lo quita; el sonido no le dejaría oír si llegan sus padres o si llega “alguien”. Tampoco pone la televisión por la misma razón. Hay un total silencio. Se escuchan solamente crujidos de cañerías y pisadas de pisos cercanos. Escuchar esto le pone nervioso. Habla consigo mismo para consolarse.
Según las otras muertes, él tiene que morir el mismo día que ha leído el billete. Según eso, tiene de vida hasta las doce como máximo.
Son las diez y cinco.
Piensa algo nuevamente: si el desconocido quiere robar, lo normal sería venir nada más llamar, ya que podrían llegar los padres o él podría llamar a la policía.
A estas horas no va a venir, se tranquiliza.
Piensa también en llamar a la policía, pero, ¿qué les iba a decir? ¿Que un idiota le dijo que ahora iba? No, es absurdo.
Dan las diez y media.
Comienza a leer un libro de misterio, pero al rato lo deja; no es que le tranquilice mucho. Está inmóvil en el sofá, con el cuchillo al alcance y en total silencio esperando. ¿Esperando el qué? Supone que esperando que den las doce o que vengan sus padres.
Dan las once.
Se le está haciendo eterna la noche. Qué lento pasa el tiempo cuando esperas que pase, y qué rápido pasa cuando no quieres que pase. Raúl se siente solo, terriblemente solo. Se lamenta, más que nunca, de no contar con un hermano, de no contar con una hermana.
Se asegura de los pestillos de la puerta, va a mirar si están cerradas las ventanas, baja las persianas y corre las cortinas. Se maldice por no haber pensado esto antes. “¿Lo tendré ya dentro?”, piensa. Y luego sonríe, sintiéndose en una situación ridícula. Sin embargo, todas las medidas son pocas. Piensa que no va a suceder nada, pero más vale prevenir, que hombre prevenido vale por dos.
Dan las once y media.
Selecciona objetos arrojadizos como ceniceros, vasos, botellas y una colección de fósiles. Los amontona sobre la mesa del salón.
No hace más que mirar el reloj de pared y ver cómo pasa el tiempo, que por cierto pasa muy despacio.
Ya son las doce menos cinco.
Deambula de un lado a otro. No puede estar quieto. No puede estar fijo en un sitio. Está en juego una cosa con la que no hay que jugar: la vida. Pero en cada minuto que pasa está más seguro de que la va a conservar.
Dan las doce. Suena el primer “nang” en el reloj.
Su sonrisa brota. Con cada campanada se está salvando su vida.
Cuando suena la duodécima campanada, lanza un grito de alegría que recorre todo el piso:
¡Estoy vivo!
Va a la cocina a beber algo. Hay que celebrarlo. Ha pasado el tiempo.
De pronto oye un ruido en la puerta.
Hombre, llegan los papás, se dice.
La puerta se abre de golpe, estrellándose contra la pared.
Raúl ha ido a ver a sus padres y sólo ve una silueta humana que se abalanza sobre él. Recuerda que el cuchillo está en el sofá; no lo va a poder coger. Recuerda también una cosa muy importante: el reloj adelanta unos minutos.


8 comentarios:

39escalones dijo...

Por eso han sacado la tarjeta ciudadana...
Por cierto, ¿es autobiográfico?

roberto dijo...

Algo hay, Alfredo. Fue escrito en 1984...

Blanca Bk dijo...

Bufffff qué tensión por favor!! Jajaja qué miedo! ¿En serio es anecdótico? Mola. Un 10 señor Malo!! ;D

roberto dijo...

Gracias, Blanca. Un 10 está muy bien (ahora que son fechas de dar las notas...).

José Miguel Vilar-Bou dijo...

Brillante!

roberto dijo...

¡Reluciente!

Unknown dijo...

Llego hasta aquí a través de Fran Picón...y ufff, qué manera de sufrir que enganche!! me encantó la trama, el desenlace, todo...y ese tiempo que no pasaba...

Un beso!!

roberto dijo...

Gracias por pasar. Un beso.