Por la mañana, mientras la bruja mala se lavaba los dientes –pues era mala pero no guarra-, le dijo su gran espejo circular:
-Brujita, brujita, ¿quién es el espejo más lindo de toda la ciudad?
-Tú, por supuesto –respondió la bruja sonriendo.
El espejo, como todas las mañanas, brilló de emoción al escuchar esa respuesta.
Otra mañana, el espejo volvió a preguntar a su dueña:
-Brujita, brujita, ¿quién es el espejo más lindo de toda la ciudad?
-Pues..., la verdad..., la bruja Mefisfengenger ha conseguido un espejo del Japón que es alucinante –meditó la bruja pensativamente-. Siento decir que él es más lindo que tú.
El espejo, por primera vez, se sumió en penumbras de tristeza.
La bruja mala salió de su casa en la escoba para comprar en el supermercado y el espejo decidió salir también e ir a acabar con el espejo japonés de la bruja Mefisfengenger.
Se soltó de la pared, cayó de canto sobre el suelo embaldosado y echó a rodar como una rueda lenticular de ciclismo que se escapa sola de la bicicleta. Saltó por la ventana, cayó a la calle en perfecto equilibrio y continuó rodando sin dilación. Llegó a un cruce que estaba en rojo y se dispuso a pasarlo sin advertir que dos coches iban velozmente hacia él. Sin embargo, el espejo era muy aficionado al cine y recordó cómo los espejos y cristales eran destrozados con violencia en las persecuciones de coches en pasos como por el que cruzaba, por lo que aceleró su rodar, burlando así a los coches. Llegó sano y salvo a la acera, aunque una vez allí fue atropellado por un cochecito de bebé y cayó al suelo. Afortunadamente, no se hizo ni un rasguño. Se incorporó sin perder ni un segundo y siguió rodando.
Pronto llegó a la casa donde vivía la bruja Mefisfengenger. Traspasó el portal con renovadas energías y subió las escaleras botando tal y como lo haría una pelota ruidosa.
Llegó por fin hasta el piso de la bruja y, de un salto, pulsó el timbre de la puerta.
Al poco oyó unos pies que se arrastraban y la bruja Mefisfengenger abrió la puerta. Iba despeinada, ojerosa y en camisón. Con toda seguridad, acababa de levantarse de la cama.
-¿Quién es...? –dijo débilmente, mirando el frente despejado.
El espejo, sin dudarlo, se coló rodando entre sus piernas, pasando dentro sin que ella lo viera.
-Vaya, no hay nadie... –se dijo la bruja. Cerró la puerta sin darle importancia y volvió a la cama mansamente.
El espejo había llegado entretanto al lado de la puerta del baño, que estaba ligeramente entreabierta. Entró de lado por el hueco y observó en la pared, encima del lavabo, el gran espejo rectangular japonés. Desde luego, era un gran espejo. Brillaba su superficie como el sol y su marco era de plata. Y, sin pensárselo dos veces, el espejo circular saltó sobre él, de canto, para destrozar su superficie en añicos.
Sin embargo, el espejo rectangular se soltó con celeridad de la pared y esquivó hábilmente el golpe. Antes de caer al suelo, saltó sobre el circular y le golpeó con una esquina del marco en la hoja cristalina, aunque sin llegar a quebrarla. El japonés, lógicamente, sabía karate. El espejo circular palideció al darse cuenta.
Los dos cayeron al suelo y se miraron fijamente. Era una lucha a muerte, y ambos lo sabían.
Tras un segundo de indecisión y tensión, el espejo japonés se lanzó con brío al ataque, pero al mirar la cara del espejo circular vio en ella el reflejo de una mujer japonesa desnuda, abierta de piernas en claro gesto de invitación, y detuvo su ataque en seco, contemplando atontado a la mujer.
El espejo circular aprovechó la situación y se lanzó de canto y con fuerza sobre el japonés, quebrándolo en una explosión de añicos.
El espejo circular sonrió. Lo había matado, había acabado con él gracias a que había recordado rápidamente que a los japoneses les pierde el sexo. Sí, lo había visto en alguna que otra película de Nagisa Oshima. Sonriendo y rodando, salió de allí.
A la mañana siguiente, el espejo circular volvió a preguntar a su dueña:
-Brujita, brujita, ¿quién es el espejo más lindo de toda la ciudad?
-Tú, pequeño sinvergüenza –respondió ella con reprobación, pero sintiéndose muy orgullosa de él.
-Brujita, brujita, ¿quién es el espejo más lindo de toda la ciudad?
-Tú, por supuesto –respondió la bruja sonriendo.
El espejo, como todas las mañanas, brilló de emoción al escuchar esa respuesta.
Otra mañana, el espejo volvió a preguntar a su dueña:
-Brujita, brujita, ¿quién es el espejo más lindo de toda la ciudad?
-Pues..., la verdad..., la bruja Mefisfengenger ha conseguido un espejo del Japón que es alucinante –meditó la bruja pensativamente-. Siento decir que él es más lindo que tú.
El espejo, por primera vez, se sumió en penumbras de tristeza.
La bruja mala salió de su casa en la escoba para comprar en el supermercado y el espejo decidió salir también e ir a acabar con el espejo japonés de la bruja Mefisfengenger.
Se soltó de la pared, cayó de canto sobre el suelo embaldosado y echó a rodar como una rueda lenticular de ciclismo que se escapa sola de la bicicleta. Saltó por la ventana, cayó a la calle en perfecto equilibrio y continuó rodando sin dilación. Llegó a un cruce que estaba en rojo y se dispuso a pasarlo sin advertir que dos coches iban velozmente hacia él. Sin embargo, el espejo era muy aficionado al cine y recordó cómo los espejos y cristales eran destrozados con violencia en las persecuciones de coches en pasos como por el que cruzaba, por lo que aceleró su rodar, burlando así a los coches. Llegó sano y salvo a la acera, aunque una vez allí fue atropellado por un cochecito de bebé y cayó al suelo. Afortunadamente, no se hizo ni un rasguño. Se incorporó sin perder ni un segundo y siguió rodando.
Pronto llegó a la casa donde vivía la bruja Mefisfengenger. Traspasó el portal con renovadas energías y subió las escaleras botando tal y como lo haría una pelota ruidosa.
Llegó por fin hasta el piso de la bruja y, de un salto, pulsó el timbre de la puerta.
Al poco oyó unos pies que se arrastraban y la bruja Mefisfengenger abrió la puerta. Iba despeinada, ojerosa y en camisón. Con toda seguridad, acababa de levantarse de la cama.
-¿Quién es...? –dijo débilmente, mirando el frente despejado.
El espejo, sin dudarlo, se coló rodando entre sus piernas, pasando dentro sin que ella lo viera.
-Vaya, no hay nadie... –se dijo la bruja. Cerró la puerta sin darle importancia y volvió a la cama mansamente.
El espejo había llegado entretanto al lado de la puerta del baño, que estaba ligeramente entreabierta. Entró de lado por el hueco y observó en la pared, encima del lavabo, el gran espejo rectangular japonés. Desde luego, era un gran espejo. Brillaba su superficie como el sol y su marco era de plata. Y, sin pensárselo dos veces, el espejo circular saltó sobre él, de canto, para destrozar su superficie en añicos.
Sin embargo, el espejo rectangular se soltó con celeridad de la pared y esquivó hábilmente el golpe. Antes de caer al suelo, saltó sobre el circular y le golpeó con una esquina del marco en la hoja cristalina, aunque sin llegar a quebrarla. El japonés, lógicamente, sabía karate. El espejo circular palideció al darse cuenta.
Los dos cayeron al suelo y se miraron fijamente. Era una lucha a muerte, y ambos lo sabían.
Tras un segundo de indecisión y tensión, el espejo japonés se lanzó con brío al ataque, pero al mirar la cara del espejo circular vio en ella el reflejo de una mujer japonesa desnuda, abierta de piernas en claro gesto de invitación, y detuvo su ataque en seco, contemplando atontado a la mujer.
El espejo circular aprovechó la situación y se lanzó de canto y con fuerza sobre el japonés, quebrándolo en una explosión de añicos.
El espejo circular sonrió. Lo había matado, había acabado con él gracias a que había recordado rápidamente que a los japoneses les pierde el sexo. Sí, lo había visto en alguna que otra película de Nagisa Oshima. Sonriendo y rodando, salió de allí.
A la mañana siguiente, el espejo circular volvió a preguntar a su dueña:
-Brujita, brujita, ¿quién es el espejo más lindo de toda la ciudad?
-Tú, pequeño sinvergüenza –respondió ella con reprobación, pero sintiéndose muy orgullosa de él.
6 comentarios:
A esto lo llamo yo una Blancanieves revisitada. Sí señor.
Pues sí, Raúl, hay que visitar los clásicos.
Es para estarlo, Roberto... hay que estar orgullosos de los espejos que se comportan así jeje Muy inteligente nuestro espejito. Fíjate que en la escena en la que cruza la calle (sí, digo escena porque así me ha parecido) he recordado la película "¡Qué me pasa, doctor?" donde unos trabajadores intentan curzar San Francsico con un espejo o un cristal, no recuerdo bien. Un abrazo.
Ah, esas escenas de películas... Un abrazo, Marcos.
El espejito tuvo suerte; si el espejo japonés llega a ser más de Kitano que de Oshima...
Kitano es una de mis debilidades... Me gustan hasta sus películas más chorras.
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