Juan Murillo
estaba solo en su cuarto, cantando y tocando las cuerdas de su cuerpo, cuando
decidió correr una aventura nocturna y se metió en la cama. Para él, el hecho
de meterse en la cama significaba siempre una aventura, incluso cuando se metía
solo. Y es que en su cama no sólo le aguardaba su soledad, sino que también le
esperaban todos los sueños que invadían su mente en cuanto empezaba a dormir.
(Su vida, fuera
de los sueños, era un camino trazado sobre piedras negras. Sí, su vida era un
día desafortunado tras otro día desafortunado. Sin embargo, no se podía quejar:
tenía sus sueños; sus deliciosos sueños, sus perversos sueños, sus malos
sueños, sus aterradores sueños, sus increíbles sueños. Con ellos, la vida se
podía aguantar mejor. Cuando estaba dentro de ellos, todo se podía realizar.)
Las sábanas lo
rodearon y la almohada lo besó en la cara. Juan estiró una mano, apagó la luz
de la lamparilla que vivía sobre la mesilla de noche y la oscuridad se
desparramó como la tinta por toda la habitación.
(Poco a poco,
los sueños salieron de sus escondites. Recorrieron el suelo de puntillas, sin
hacer apenas ruido, y se acercaron a los pies de la cama.)
Juan cerró los
ojos y se recostó hacia un lado. Había tenido un día muy duro; tenía que
descansar.
(Los sueños
llegaron hasta los pies de la cama. Hábilmente, empezaron a escalar por las
sábanas.)
Juan abrazó con
una mano a la almohada, y le pareció su tacto tan agradable como el de una
mujer. Para él, si las almohadas tenían sexo, estaba muy claro cuál era.
(Los sueños no
tardaron en llegar hasta el valle de las sábanas. Con decisión, se lanzaron a
subir por la montaña que formaba el cuerpo de Juan.)
El silencio
reinaba en la habitación. No se oía nada; sólo la respiración de Juan.
(Los sueños
llegaron hasta el rostro del hombre; algunos entraron por la boca, otros por
los oídos, otros por los orificios de la nariz. Una vez dentro, recorrieron su
interior y llegaron todos hasta el cerebro, juntándose allí.)
Juan se quedó
dormido.
(El primer
sueño saltó sobre su mente y la rodeó.)
Juan abrió los
ojos. Lo primero que vio fue un cielo azul inundado de nubes blancas de
sugerentes formas. Después bostezó y estiró su cuerpo. Estaba totalmente
desnudo, tumbado boca arriba sobre la acogedora alfombra que formaban las
hierbas y las flores del suelo. Las nubes recorrían rápidamente el cielo,
ayudadas por el viento, y parecían grandes pájaros blancos y esponjosos. No se oía
ningún ruido; sólo la música del viento.
Juan se
incorporó poniéndose en pie. Miró al suelo y vio cómo los ojos de las flores lo
observaban a su vez. Lentamente, empezó a caminar, llegando al poco al borde de
un gran precipicio. Bajo sus pies, la pendiente caía hasta mundos inferiores,
lejanos. Estaba sobre un valle suspendido, en la cima del planeta, donde
estirando una mano se pueden tocar las nubes. Y él estiró las manos, los
brazos, hacia delante, haciendo fuerza y echando el viento hacia atrás, como
remando en el aire. Despegó los pies del suelo... y empezó a volar. Sí, empezó
a volar, como un pájaro, nadando en el aire, dándose impulso con las piernas y
avanzando gracias a sus poderosos brazos que actuaban como si fueran alas.
Planeó hacia abajo, bajando en picado hacia el país inferior. El viento sin
boca soplaba hacia él, como un chorro de agua que no moja, echando sus cabellos
hacia atrás. Cayó, cayó, y, cuando ya faltaba poco para tocar tierra, subió de
pronto hacia el cielo. Y siguió subiendo, más y más, más y más, hasta llegar al
mar de nubes que había encima de la cima de la que había despertado. Pasó como
un ángel entre varias nubes, y ellas acariciaron su desnudez. Sintió su tacto,
fresco y suave, y las dejó atrás, perdiéndose en el azul del cielo.
Pasó de largo
una gran montaña de color chocolate y al hacerlo observó abajo un valle verde
inmenso, precioso y acogedor. Y vio que hacia el valle bajaba volando una
hermosa mujer, tan desnuda como él. Y, sin pensárselo, voló tras ella.
La mujer volaba
como una mariposa gigante, grácil, pausadamente; también era tan hermosa como
una mariposa. Pronto sus pies sintieron la hierba del valle, posándose con
suavidad sobre él.
Juan aterrizó
poco después. Y caminó apresurado hacia ella.
—Hola —le
saludó, como si pasara por allí casualmente.
—Hola —asintió
la mujer.
Se miraron a
los ojos.
—Nunca había
estado en este valle —comentó él.
—Tampoco yo
—dijo ella—. Lo he descubierto hoy.
—¿Lo probamos?
—insinuó Juan.
—De acuerdo
—accedió la mujer, sonriendo.
Y los dos se
tumbaron en el valle.
Y los dos
comprobaron lo acogedor que era.
Después de
amarse, los dos seguían tumbados y abrazados, viendo pasar las nubes.
—Son hermosas
las nubes, ¿eh? —comentó él.
La mujer no
respondió. Se había quedado dormida.
Juan la besó en
la mejilla y decidió imitarla.
Pronto se
durmió.
Abrió los ojos, y vio todo
negro. Sintió que estaba abrazado a su almohada, y que estaba tumbado en la
cama, en su habitación, a oscuras. Miró hacia su izquierda, donde estaba el
reloj. Las agujas de su reloj eran fosforescentes; sin encender la luz, vio que
apenas había transcurrido una hora desde que se había dormido; faltaban muchas
horas para el triste momento de tener que levantarse. Decidió volverse a dormir
y se echó hacia un lado de la cama.
Pasado un rato
se durmió.
Abrió los ojos.
Un cielo azul inundado de nubes blancas se extendía ante él. Sintió que su mano
abrazaba un hombro de mujer y que sobre su hombro se apoyaba la cabeza de la
mujer.
Juan sonrió.
Seguía tumbado en el valle, y a su lado seguía estando la mujer.
—¿Has dormido
bien? —le preguntó ella.
—Sí, muy bien
—asintió él.
Se irguió
ligeramente y se tumbó sobre ella.
—Gracias —le
dijo.
—¿Gracias? ¿Por
qué? —repuso ella, extrañada.
—Por haberme
esperado —dijo él, besándola.
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