Jacinto se peinaba a conciencia ante el espejo del baño
(era primavera), cuando creyó ver algo rojo que se movía en las ventanas de su
nariz.
Sorprendido, se fijó en su reflejo y, fuera lo que fuese
lo que le había parecido ver, desapareció.
¿Se movía algo dentro de su nariz? ¿Y el qué era? ¿Acaso
un moco algo inquieto?
No, no; era rojo lo que había creído ver. ¿Un coágulo de
sangre acaso?
Elevando el cuello, Jacinto se volvió a fijar en los
orificios de su tabique nasal. ¿Había algo ahí dentro?
Sonrió al espejo, pensando que sin duda había sido una
absurda visión, un falso reflejo, y siguió peinándose despreocupadamente.
Pero de pronto, sin saber cómo, sintió que algo caminaba
sin pies por el interior de su napia. Alzó el cuello, alarmado, y volvió a
observar con atención los dos agujeros. Y vislumbró algo rojo que se escondió
apresuradamente en las profundidades de sus fosas nasales.
¡Dios!, ¿qué era aquello?
Sacó rápidamente un pañuelo del bolsillo del pantalón y
empezó a sonarse con rabia, intentando expulsar a toda costa aquello que
anidaba en su interior.
Se sonó con fuerza, varias veces, pero nada salió. Lo
que fuera, se aferraba con tesón.
Desesperado, Jacinto hurgó con un dedo en su busca; y su
dedo sintió algo, algo que se escapó velozmente, alejándose como un travieso y
agitado moco. Hurgó asimismo por el otro orificio, buscándolo enérgicamente,
metiendo el dedo todo lo que la nariz le daba de sí. Después se volvió a sonar
con todas sus fuerzas, soplando briosamente por los orificios, sacando tormentosos
huracanes de aire.
Pero todo era en vano. El ser rojo que habitaba en las
cavernas de la nariz se aferraba a las paredes como una lapa.
Encolerizado, Jacinto tomó su cepillo de dientes. Con
furia y determinación, lo metió por la parte que acaba en punta. Al hacerlo
notó cómo el plástico del cepillo aplastaba algo en el interior de las fosas
nasales.
¿Lo habría matado?
Jacinto se sacó el cepillo con sumo cuidado. A modo de
respuesta, empezó a manar sangre de los agujeros de su nariz.
¿Sería sangre del monstruo rojo?
“Sí, lo he matado. He acabado con él”, pensó Jacinto con
optimismo, mirándose en el espejo y apoyándose con las manos en el lavabo.
Pero de súbito sintió que algo escalaba velozmente por
los conductos internos de su nariz.
Y entonces sintió su cabeza estallar. Y la sangre empezó
a manar de sus ojos, de sus oídos, de su boca...
Horrorizado, se miró en el espejo, viendo su rojo
reflejo; sus ojos veían todo escarlata.
Pero pronto dejaron de ver. Su cabeza cedió, explotando
por mil puntos internos, y se derrumbó –doblándose su cuerpo como si fuera de
papel- sobre el espejo, quebrándolo con la frente y cayendo después al lavabo,
llenándolo de cristales rotos y agua roja. Acabó tendido por fin sobre el suelo
del baño, sintiendo que, aunque su vida se apagaba como la efímera llama de una
vela, algo vivo seguía latiendo y agitándose en su interior.
Al cabo de dos horas, Jacinto se había desangrado por
completo. Toda su sangre había salido ya al exterior. En el interior del baño
no había ni una gota de sangre. Ahora, sus casi cinco litros de sangre
avanzaban por el pasillo como una mancha compacta, deslizándose como una ola,
como un mar, como un ejército rojo, guiados por un gran coágulo de sangre que
parecía ser su jefe, sintiéndose felices, dichosos, libres ya de la cárcel de
carne del hombre.
6 comentarios:
JO, espero que encima no fuera lunes, porque entonces menuda forma de empezar la semana...
Me ha parecido muy original. Me alegro de haber coincidido en la antología de microrrelatos Deseos Humanos.
Un saludo.
Es lo único que le faltaba, Alfredo...
Gran antología, Ginés. Ahí estamos, compartiendo cuentos y sueños.
Ese final me ha recordado a la cortina de sangre de "El resplandor" Muy bueno.
Hombre, Marcos, ya quisiera yo llegar a la maestría de "El resplandor"...
Publicar un comentario